martes, 28 de abril de 2009

El sabio de Hortaleza

A todo el mundo le gusta estar en su casa. Todos añoramos, alguna vez en nuestra vida, un momento de regreso al hogar. Nos encanta sentirnos queridos, recogidos bajo el manto de quienes nos admiran, jugando cada día a devolver todo lo que nos dieron. Algo parecido debió sentir Luis Aragonés el día que renunció a entrenar por vez primera en la Champions League y decidió afrontar el reto de devolver a su Atleti al lugar que le correspondía. Recogió el petate, dejó la isla y voló a Madrid para cumplir con su cometido. Una vez más, lo hizo, como ese padre que intenta guiar a su hijo por buen camino, como ese guardián que protege su tesoro más querido pintándose la cara de camuflaje y caminando cada domingo hacia una guerra sin fortuna.

No logró dejar un legado como tantas otras veces hizo. Acuciado por los dueños y enfrentado a las dudas de quien debió creer en él y no lo hizo, volvió a dar un portazo, esta vez para marcharse de casa y volar de nuevo a la isla. De nuevo hizo grande al Mallorca y enseñó al mundo a un africano hambriento que, bajo su tutela aprendió a golear y con los años no se cansó de ganar. En sus legados viven sus mejores acreditaciones; no hace mucho, España entera dudaba de su capacidad y a día de hoy aún nos faltan palabras para agradecerle lo que hizo por nuestra selección de fútbol. Este equipo que hoy juega como los ángeles también es obra suya, porque él acabó, de una vez por todas, con todos los complejos.

Pero antes del personaje hirsuto, antes del entrenador lapidario hubo un jugador de fútbol que se curtió de chico en los campos de la tercera división madrileña y tuvo que resistir al rechazo del Real Madrid para buscar fortuna en equipos de media tabla. Cuando fichó por el Atleti encontró en poco tiempo el hábitat que tantas veces había buscado. Vistiendo de rojiblanco se hizo grande y en sus zancadas y amagos de tipo hosco se agarró el Atlético para seguir creciendo hasta el infinito. En la mejor época de la historia del club, Luis vistió el número ocho durante más de una década y eso aún no ha habido colchonero que lo olvide.

El entrenador, el tipo que todos conocemos y reconocemos con el gesto feo, el semblante oscurecido y el instante preciso siempre en el corazón, tocó el techo de su fama cuando el niño al que vio nacer en el mismo regazo en el que él se crió, rompió con un desmarque arrebatador todo el mal fario que nos había convertido en cenizo y comparsa. Aquel fue el culmen de una carrera que había empezado mucho antes; justo una fría mañana otoñal en la que Vicente Calderón le llamó a su despacho y le propuso sustituir al Toto Lorenzo como entrenador del primer equipo del Atleti. Luis, que hasta hacía unos minutos había estado preparando el siguiente partido junto a sus compañeros de equipo, se quitó el pantalón corto y se puso el chándal para sentarse en el partido. Quien un día antes era compañero, se había convertido en entrenador. Dejó de tutear a sus amigos para llamarles de usted y comenzó a sentar cátedra en un equipo que ya vivía sus primeras crisis.

En el Atlético aguantó ceses y dimisiones, despedidas y reenganches, adioses y vueltas a empezar, siempre siendo él, el que cuajó a un equipo de jóvenes de la casa porque no había dinero para comprarlos fuera, el que batió records de permanencia y, cuando se encontró en el paro, fue reclamado por un Barcelona alicaído y en pleno proceso de golpe de estado interno, para hacerle campeón de copa. Allí estuvo seis meses, intentando remendar un descosido, encerrándose con los futbolistas en el hotel Hesperia de Barcelona interpelando a sus derechos fiscales frente al club. Cumplió su cometido y fue despedio por amotinarse, como a otros trece jugadores. Tras él llegó Cruyff, con un vestuario limpio y una directiva con las barbas remojadas; casi un lustro más tarde, el Barça reinaba en Europa.

El tipo rudo de barrio nunca dejó de parecer lo que quisieron etiquetarle, un tipo feo, fuerte y formal que se sabía el librillo del fútbol de memoria. Sus jugadores confiaban en él porque sabían que siempre tenía el antídoto contra el equipo rival, porque sabían que él sacaría lo mejor de ellos, porque sabían que entendía el fútbol como un juego donde siempre gana el más listo. Por sus planteamientos de mariscal le apodaron “El sabio de Hortaleza”, y aunque él siempre renunció al cumplido, no pudo evitar ser etiquetado de por vida como un maestro del oficio.

En sus periplos de equipo chico logró temporadas excelsas con Oviedo, Espanyol y Mallorca, con él en el banquillo, el Sevilla jugó en Europa en una época difícil y el Valencia rozó hasta el último partido el sueño de la liga. Fue en Valencia donde consagró a Mijatovic como un delantero de primer nivel, su particular Futre de cada equipo, su Eto'o, su Hugo Sánchez, su Fernando Torres; siempre explotando la velocidad como cátedra del contragolpe, siempre incidiendo en un estilo tan capaz como vistoso, tan válido como agradecido. Eran pequeñas esquelas, secretos de trabajo de un tipo que ha pasado una vida viviendo del fútbol, desde que debutó en primera, allá por finales de los cincuenta, vistiendo la zamarra del Oviedo, desde que se hizo mito imborrable clavando una falta de las suyas en la escuadra de Sepp Maier, desde que se marchó del vestuario para volver a entrar sin despedidas ni bienvenidas, sin alusiones ni reproches, sin palabras ni silencios.

Y fue en el desarrollo del oficio cuando sufrió Luis su peor episodio como técnico de fútbol. En un error de esos que solamente caza la tecnología, en una salida de tiesto dentro de una confidencia, osó a retar a Reyes a plantar cara a su compañero de equipo Henry aludiendo al significado de su color de piel. Cuando el mundo se tiró a su yugular y los puristas se apresuraron para segar su pescuezo, salieron al atril sus amigos para desmentir suposiciones. Jones, Eto'o, Finidi; los tres negros y los tres eternamente agradecidos al sabio.

Los números dicen que Luis Aragonés se ha sentado durante setecientas cincuenta y siete veces en un banquillo de primera división y que aún nadie ha sido capaz de igualar la cifra, el palmarés dice que sus pocos títulos los celebró, casi todos, entrenando al Atleti al que tanto dio como jugador, la añoranza dice que más allá de la Intercontinental del setenta y cinco y la liga del setenta y siete, queda el recuerdo de un Atleti que ya no existe, el raulismo dice que en su rencor vive su cobardía, el fútbol dice que hay pocos que consiguen llegar a los setenta y mantenerse en la élite y la realidad dice que hasta este verano éramos un país comparsa y ahora somos referencia. Todo esto es Luis Aragonés, sabio y discutible, pasional y polémico, criticable y supervivente, ganador, perdedor y, ante todo, una página, aún abierta, de la historia del fútbol español.

sábado, 25 de abril de 2009

Un milagro de tres semanas

El día que Grecia perdió la ocasión de acudir al mundial de Alemania, el seleccionador Otto Rehhagel, supo que el éxito se lleva por delante el empeño y que los sueños no siempre dependen del propio trabajo. Para él, que soñaba con volver a casa como un prócer de la victoria, verse obligado a sentarse ante el televisor para ver los partidos, significó una nueva promesa y un aprendizaje más.

Pero como no todas las promesas llevan implícitas el poder del cumplimiento, cuando Grecia regresó a la élite competitiva el pasado verano en la Eurocopa de Austria y Suiza, ya estaba estigmatizado por el éxito y puesto en el filo de la precaución. Como a los futbolistas les exigieron más de lo que podían dar y como los milagros tienen fecha de caducidad, el equipo no ganó un solo partido y regresó a casa en un silencio que atronaba el oído de quienes cuatro años antes habían levantado a un país de su asiento.

Y es que los vaivenes, el éxito crucial y el fracaso estrepitoso, fueron compañeros de viaje durante la larga carrera como técnico de Otto Rehhagel. Preparador y estratega colectivo desde 1974 y con casi un millar de partidos en los banquillos. Agotado por ganar más de lo que se propuso y, sobre todo, de ver como los apóstatas del discurso se regocijaban ante sus fracasos, decidió tomar el equipaje y viajar a Grecia con un reto entre las cejas y un objetivo en la firma del contrato; conseguir que el país heleno escribiese su nombre entre los candidatos a participar en los grandes acontecimientos.

No fueron fáciles los inicios. No había hecho sino aterrizar en Atenas y proclamar su discurso y ya estaban perdiendo por cinco goles a uno en el frío estadio olímpico de Helsinki. Entonces, nadie podía imaginar que tan sólo dos semanas después el equipo viviría tres semanas de ensueño, alcanzando la perfección, no en el juego, pero sí en la convicción, en la preparación y, sobre todo, en la suerte, factor al que todos se agarran cuando intentan justificar sus fracasos pero que generalmente se alía con quien se empeña en buscarla.

Antes que persona, siempre antepuso al entrenador, y antes de las formas, le gustó ajustar los métodos. Rehhagel siempre fue un estratega y como tal, gusta de plantear cada partido como si de una partida de ajedrez se tratase; siempre protegiendo a la dama y siempre atacando al rey contrario en el momento de despiste menos esperado. Eso es lo que hizo con Francia para derrotarla por la vía de la sorpresa en el éxtasis del gol de oro y eso es lo que hizo con Portugal, a quien ya había ganado en la inauguración, para romper las estadísticas y coronarse como campeón de Europa sin haberlo ni siquiera planificado. Dos córners bien atacados, dos cabezazos bien definidos y dos pasos hacia adelante en el camino hacia la leyenda. Para muchos, el fútbol sigue siendo un cúmulo de pequeños detalles.

Rehhagel había vivido su último gran éxito sentado en el banquillo del Kaiserslautern. Aterrizó en el Fritz Walter Stadium para recomponer a un equipo que había descendido a la segunda división alemana y en dos temporadas no sólo lo devolvió a la Bundesliga, sino que lo hizo campeón. Era una muesca más en el revólver de quien buscaba reivindicarse en cada reto. Aquella fue una manera de decirle al Bayern de Munich que no habían despedido a un fracasado dos temporadas antes, igual que la Eurocopa fue su coartada para justifcar su fútbol de desasosiego y deslucided ante los ojos del mundo.

Aunque no consiguió hacer de Grecia un equipo vistoso, no tardó en lograr que un equipo históricamente anárquico se convirtiese en un equipo ordenado y difícil de ganar. Prueba de ello pudo dar España cuando, encuadrada con los griegos en el grupo de clasificación para la Eurocopa de 2004, se vio abocada a jugar una inesperada repesca contra Noruega. Rehhagel, que había sido un férreo defensa durante su época de jugador, reflejó en su equipo lo que él había sido durante su carrera como futbolista; fuertes marcajes, atención exclusiva en el aspecto defensivo y búsqueda de la desesperación del rival. Con estas premisas, Grecia triunfó como los equipos de veinte años atrás, con marcadores al hombre en defensa y el centro del campo y un hombre libre, Dellas, que durante aquellas tres semanas portuguesas vivió su particular cuento de hadas. Para un equipo cuya presencia en el torneo ya era un premio, coronarse campeón significó una sorpresa que jamás olvidará la historia del fútbol.

Otto Rehhagel, con más de sesenta años en su carnet de identidad, continúa intentando hacer creer a Grecia que aquel milagro de tres semanas no es irrepetible y como tal, sigue trabajando como el entrenador que siempre llevó dentro. Suyos son todos los records de la Bundesliga, con más de ochocientos partidos en alemania, ningún entrenador ha ganado, empatado y perdido más partidos que él, y ninguno ha visto desde el banquillo tantos goles a favor marcados por sus equipos, ni tantos goles en contra encajados. Mientras asimila sus cifras, sigue firme en su reto griego, en su obsesión por la preparación física, en su minuciosidad por la intensidad defensiva, en su apuesta por el fútbol tradicional. Atrás quedan sus años en Bremen, cuando se dio a conocer al mundo y cuando consiguió, como hizo con Grecia, que millones de aficionados se echaran a la calle para festejar un logro inesperado. Aquel fue el primer equipo de segunda que cogió para hacerlo campeón, después vinieron más; en Kaiserslautern aún le añoran y en Grecia le siguen agradeciendo que, pese al estilo, convirtiese en un equipo de fútbol a un grupo de anárquicos sin fe.




P.D. Acabamos de cumplir dos años en la blogsfera. Quien nos lo iba a decir cuando empezamos esto con tantas dudas como ilusión. Setencientos treinta días y ciento sesenta y un post después de aquel veinticuatro de abril de dos mil siete, seguimos dando guerra y con mucha ilusión por seguir contando historias. Gracias a todos los que, en estos dos años, habéis perdido un minuto de vuestro tiempo para leernos.

domingo, 19 de abril de 2009

El fútbol de Fernando

Desde mi más tierna infancia, he sido un fan futbolero. El deporte rey me ha cautivado; sin duda, el fútbol forma parte de mi vida. Sin él, no sería el mismo, es algo más que un juego, es una forma de vida. Si me quitan el fútbol, sería otra persona.

Mi pasión por el fútbol me ha llevado a vivirlo desde varios puntos de vista como detallo a continuación:

1º. JUGADOR: Sigo jugando al fútbol con los compañeros del trabajo. También jugué en los tiempos escolares y universitarios, además de multitud de partidos en la calle con amigos. Resulta imprescindible jugar al fútbol para entenderlo mejor. Así, uno sabe lo que supone fallar un control, errar un pase, acertar con un remate, hacer la cobertura, estar atento a las permutas, etc.

2º. ENTRENADOR: Llevo 15 años como entrenador de equipos de fútbol base. He entrenado a niños desde los 8 a los 18 años. He aprendido lo que supone ser entrenador. No es lo mismo que a nivel profesional, pero os aseguro que uno se enriquece mucho al meterse en la piel de un míster.

3º. DIRECTIVO: He sido durante cuatro temporadas directivo en un club de regional madrileña. De este modo, he sabido lo que significa estar a la sombra, trabajar sin descanso por el club, comerse marrones que no son tuyos, sufrir sin poder hacer nada y recoger alegrías y tristezas. Claro que un directivo de fútbol regional se implica mucho más que un directivo del fútbol profesional el cual busca otros intereses de índole personal, social y económico.

4º. AFICIONADO: Desde niño soy hincha del At.Madrid. Además, he visto multitud de partidos de otros equipos y selecciones. Ser hincha supone dar mucho, implicarse, sufrir, ganar, perder, emocionarse, entristecerse, en definitiva, vivir. Si bien en los últimos años, he tomado una decisión: sólo veo partidos que me interesen por motivos personales o porque unos de los equipo juegue bien al fútbol; ya no me trago más bodrios.

5º. PERIODISTA: También he cubierto partidos como periodista deportivo. La visión cambia mucho. Uno debe ser imparcial, pero resulta imposible ser objetivo totalmente. Quizá sea el lado del fútbol desde uno menos disfruta pues debe poner una barrera para evitar la parcialidad.

6º. ARBITRO: He pitado varios partidos a nivel amateur entre amigos y niños. Os puedo asegurar que resulta muy complicado ser árbitro. Perdono muchos de sus errores, salvo dos: no cortar el juego violento y favorecer al equipo antideportivo.

De todos estos campos, me quedo con el de JUGADOR. Allí es cuando uno más disfruta y vive el fútbol en estado puro.



Fernando Sánchez Postigo es un periodista y escritor licenciado en el buen gusto por el fútbol y, sobre todo, en el Atlético de Madrid. Desde su blog, "Sentimiento Atlético", nos desgrana, día a día, la actualidad del equipo rojiblanco al tiempo que nos regala un exhaustivo repaso por su historia y sus mejores momentos, salpicado todo con su siempre interesante opinión personal.

martes, 7 de abril de 2009

Aquí pasa algo raro

El ser humano, como elemento racional de la existencia, conjuga el tiempo y el espacio de su vida en función de los retos a los que debe hacer frente. El grado de gana o desgana a la hora de afrontar los designios de nuestro camino, condicionan, en gran parte, el resultado final del ejercicio al que nos debemos. Puede ocurrir que, por visionar un trozo de gloria, mordamos el aire con más deseo del normal y busquemos, en cada suspiro, nuestro particular coto de historia. Cuando el reto disminuye de calibre, podemos dividir el desafío en las dos maneras distintas de afrontarlo; o seguimos imaginando la sonrisa de quien confía en nosotros o lo tiramos todo por la borda y dejamos el sudor para cuando nos volvamos a encontrar con algo que incite nuestras pasiones.

Cuando Abel se hizo cargo del Atlético, tardó poco tiempo en suscitar dudas y recelos. El timón del resultado no tardó en virar hacia el puerto del optimismo una vez comprobamos que los resultados preliminares no habían sido más que fruto de una inicial toma de contacto y un intento fructífero de comenzar una escalada hacia retos mayores. A los malos partidos contra el Oporto, contravinieron excelentes partidos contra los equipos de la zona alta de la liga y, los que seguimos creyendo en fútbol más allá de los augurios, nos dio por pensar que aquello era un primer paso. Una vez más, estábamos equivocados.

Como el equipo tuvo a buenas remontar al Barça, tutear al enrachado Madrid y dejarse el alma por ganarle un partido dificilísmo al Villarreal, hubo un buen puñado de aficionados que tuvimos a bien mirar el calendario y comprobar que lo duro ya había quedado atrás. Los agoreros, más pendientes de las maldiciones que de los resultados, se precipitaron a advertir que en el Atleti lo fácil es lo difícil y viceversa. Pero yo, que sigo pensando que el Atleti sigue siendo, como otros, un equipo de fútbol sin leyendas negras adheridas, quise seguir creyendo que, para tirar hacia adelante solamente hacía falta seguir jugando como se había hecho en aquellos tres partidos.

Pero ocurrió justamente lo contrario. Cuando ya se había superado el temido Everest de la liga, cuando la Champions del próximo curso se ponía a tiro de victoria y media, cuando quedaba claro que al equipo no le quedaban distracciones extras de mitad de semana, llegó la apatía, el desánimo y la oscuridad futbolística.

¿Qué lleva a un equipo que se deja la piel ante los grandes a no intentarlo ni siquiera ante los equipos de abajo? ¿Qué lleva a un equipo que tiene próximo el objetivo a bajar los brazos y tirar una temporada por la borda? ¿Por qué se dejaron de juntar las líneas de un día para otro y el equipo se convierte en un coladero? ¿Qué hay detrás de los enfados de Maxi y las suplencias de Forlán? ¿Por qué Agüero, teniendo potencial de mejor delantero del mundo, parece un jugador vulgar? ¿Por qué Simao ha dejado de buscar la línea de fondo? ¿Por qué Raúl García ya no corre, ni juega, ni ayuda como antes?

En las miserias de cada individuo o entidad quedan al descubierto las costuras que le suturan al tiempo. Estos jugadores de hoy, que ni vienen ni van, ni sonríen ni lloran, ni juegan ni pelean, serán mañana jugadores de ayer, pasaran de largo, dejarán en bragas al entrenador y al presidente y creerán que en su faena han consagrado su venganza. Craso error, ni el Atleti, ni ningún equipo es suyo, como tampoco lo es del entrenador, ni del presidente. Nunca sabrán, pues no sienten el fútbol como un ejercicio de pasión, que en cada carrera que se ahorran, en cada pelotazo que rifan y en cada gol en contra que no sienten, le están arrancando el alma a un puñado de aficionados que, como yo, terminan cada domingo con el corazón hundido, las ganas de dormir en el limbo y las lágrimas en el filo de los ojos maldiciendo, un año más, el puto ridículo al que nos vemos sometidos.

viernes, 3 de abril de 2009

Bajándose del carro

Quién sienta interés por el modo de entender la vida que tienen los italianos, sabrán que en lo bueno y en lo malo, encontrarán personalidades cargadas de pasión y esquelas de diferencia firmadas en iguales dosis de fé, convencimiento y demagogia, porque los italianos no viven en el centro de la templanza; u ocupan un extremo o lo hacen con el otro, o defienden a muerte una postura, una idea o un estilo, o desprecian por completo el lado opuesto de lo que creen cercano a la perdición.

Igual que para el arte crearon escuela de genios y pactaron los cánones de la perfección, para la política prefieron no abandonar nunca el pasado y anclarse en los viejos designios de su retrógrada ideología. Igual que para marcar estilo siempre fueron un paso por delante, para imponer costumbres, siempre anduvieron más abajo de lo contemporáneo. Igual que fueron capaces de sacar los mejores futbolistas, fueron incapaces de generar un estilo en torno al balón que les hiciese tan adorados como eficientes.

Hace algo más de dos años, numerosos analistas y oportunistas de rigor, se tiraron al cuello de los románticos y aduladores del verbo, para restregar el poder del resultado por encima del juego, para pregonar la importancia del músculo sobre el talento y para ignorar los verdaderos secretos al tiempo que aplaudían el poder de lo evidente. Italia ganó el mundial de fútbol y los usureros del jaleo se precipitaron a postular a Cannavaro como ganador del Balón de Oro y a proclamar a Gattusso como rey de los centrocampistas.

Los mismos que entonces ignoraron la importancia de Pirlo o la inteligencia que Totti y Del Piero aplicaron a los finales de cada partido, son los mismos que hoy vuelven la cabeza ante el presente y se dedican a aflorar su palabrería para alabar la velocidad, la superioridad y la contundencia del fútbol inglés. Lo que ayer era el poder del resultado, hoy es la pobreza del espectáculo. Lo mismo que ayer rechazaban el ímpetu y el fútbol sin careta, hoy lo ensalzan como el descubrimiento de la fórmula secreta.

A los mismos que se les olvidó pasado y obviaron la llegada del futuro, hoy ya no les vale Italia. A los mismos que ignoran que, salvo Cannavaro, los mismos campeones del mundo que un día loaron, continúan prestando servicio tras el calor de sus fronteras, hoy ya no les vale Italia. A los mismos que hasta hace no mucho vanagloriaban al Milan por ganarlo todo y a la Juve por convertirse en imperecedero ejemplo de la competitividad, hoy ya no les vale Italia.

A los críticos, a los vende opiniones y a los conservadores ultraordinarios de la verdad personal, se les olvida que discrepar es valorar y que ignorar es despreciar. Cuando los deslumbrados abandonaron las calles, los mismos que un día reconocimos a Italia como la mayor cuna del fantasismo futbolístico y los mismos que un día nos paramos a protestar por el ensalzamiento de un estilo que va en contra de la exquisitez, somos los únicos que continuamos en pie escrutando las realidades. Sabemos que volverán los oportunistas y que regresarán los agoreros, aquí hay sitio para todos, pero que nadie de por muerto a un león herido.

En tiempos de crisis, los que saben conservar el estilo saben regenerar su materia prima. Hoy deslumbra el poder económico y deportivo de la Premier y seguimos, más de cerca, el devenir diario de los gigantes de nuestra liga. Pero los que creen que el Calcio ha muerto están perdiendo la noción de lo que siempre significó el fútbol; pueden morir los soñadores y pueden morir los que se rinden, pero los que viven para competir nunca mueren porque siempre tendrán un bocado en la mesa con el que saciar su hambre. Insta saberlo porque cuando vuelvan a ganar, los que denunciamos su estilo volveremos a morir de desidia y los que solamente se fijan en el resultado volverán a subirse al carro y atronarán nuestros oídos haciéndonos creer que el fútbol no es un juego si no una guerra donde solamente gana el más fuerte.