viernes, 20 de diciembre de 2019

Ida y vuelta

La inexperiencia suele ir acompañada, en numerosas ocasiones, de un halo de miedo que nos hace perder la perspectiva. Es muy difícil salir airoso de un lance, cuando todos los ojos están puestos en ti, si no tienes la personalidad suficiente y, sobre todo, no tienes el aplomo necesario para desnudarte en público. Más allá de las decepciones, la solución a los tropiezos es creer en uno mismo porque lo que muchos pasan a llamar fracaso no pasa, muchas veces, de ser un mero escollo en el camino hacia la consolidación. Quien sabe aprender de las decepciones sabe que las segundas oportunidades se ganan desde el trabajo y se consolidan desde el descaro.

Kevin De Bruyne llegó demasiado joven a la Premier League. Era liviano, imberbe y tenía cara de niño. De ser una incipiente promesa en el fútbol belga le dieron la responsabilidad de liderar el ataque de todo un campeón de Europa. Ni pudo ni quiso. No pudo porque su cuerpo no aguantaba el ritmo de la élite y no quiso porque su cabeza no aguantaba el ritmo de la exigencia. Así pues hubo de hacer parada y fonda en Alemania y reconstruirse en Wolfsburgo. Allí demostró ser un jugador de una pieza. Generoso en el esfuerzo, dinámico en la combinación y, sobre todo, vertiginoso en las conducciones.

Tras un periodo de adaptación con Pellegrini, Guardiola se encuentra un futbolista con un potencial extraordinario. Perfecto para el desarrollo de su juego de posición y con las virtudes necesarias en un gran centrocampista; dinamismo, visión y desplazamiento. Si a eso añadimos una importante capacidad para llegar a posiciones de remate, nos encontramos con un jugador extraordinario llamado a liderar al Manchester City durante el siguiente lustro.

Un jugador de ida y vuelta. De ida y vuelta en la vida; un aprendiz del fracaso que supo regenerar su juego y, sobre todo, su cabeza. Un tipo que necesitaba un apeadero para lamer heridas y coger siguiente tren. Y de ida y vuelta en el campo; un box to box que inicia en su cancha y avanza en conducciones y combinaciones hasta convertir cada jugada en un filtro de necesidad, porque él es el embudo por el que se estrechan las dificultades. El penúltimo pase, el pase final o el disparo definitivo. Guardiola no sabría vivir sin él.

martes, 17 de diciembre de 2019

Cuento de Navidad

Bob Cratchit es un tipo triste y abnegado que vive un perpetuo sueño de justicia mientras rumia su desgracia y trata de vivir con dignidad. La abundancia no entra en sus planes de vida y mucho menos la ilusión de ser considerado como una persona de provecho por su jefe. Ebenezer Scrooge es, por contra, un tipo avaro y amargado que vive en soledad mientras rumia su rabia y trata de consolar su maltrecho ego en contradicción contra los preceptos de justicia. La caridad no entra en sus planes de vida y mucho menos la empatía.

Pero he aquí que ciertos espectros visitan la morada de Scrooge y este puede enfrentarse, cara a cara, con la crueldad que emana de su falta de caridad y su exceso de avaricia. Sus seres más cercanos murieron en un halo de tristeza y su poca familia echa de menos el calor de un abrazo. Su empleado, Cratchit, es, además un tipo maltratado cuyo hijo vive en la indigencia y sólo aspira a sobrevivir un día más en un invierno crudo dentro de un mundo cruel.

Scrooge entiende, entonces, que de su propia supervivencia dependen la supervivencia de sus ajenos, que de su caridad emanaran necesidades básicas para sus allegados, no sólo las tangibles sino otras, acaso tan necesarias, como el amor, la amistad y la comprensión. Al calor de sus nuevos actos, la gente recoge sus prebendas y él obtiene la recompensa de la satisfacción personal como el camino más directo hacia la felicidad.

El Getafe era un equipo aguerrido pero abnegado a su suerte que vivía su perpetuo sueño de grandeza mientras rumiaba su realidad y trataba de sobrevivir con dignidad. Las grandes gestas no entraban en su planes por más que rememoraba noches de codeo y remontada, y mucho menos soñaba con consolidarse después de haber muerto y resucitado por mor de un tipo tan sobrio y lleno de fe como José Bordalás. La competición, por contra, seguía siendo esa hidra de dos cabezas que devoraba víctimas y no se paraba a recoger los cadáveres. No existía el consuelo y mucho menos la esperanza.

Pero he aquí que ciertas amenazas inquietan la supervivencia de la competición, en continua guerra contra las federaciones y esta puede enfrentarse, cara a cara, con la crueldad de la hidra y su exceso de opulencia. Sus clientes menos poderosos mueren de desidia y los pocos apoyos que le quedan le piden una moratoria. Sus penitentes más necesitados, Getafes y similares, son equipos maltratados por sistema que han de vivir de migajas y no aspiran más que a la supervivencia y a olvidarse de cualquier sueño de grandeza.

La competición entiende, entonces, que, para poder sobrevivir, necesita la supervivencia de aquellos pobres desgraciados a los que había obviado sin compasión. Sin quitarle el caramelo de la eternidad a las dos cabezas de la hidra, se vio obligado a negociar nuevos tratados de reparto e, intangibles innecesarios aparte, porque este mundo, el egoísmo impera en cualquier punto de la pirámide, los tangibles ayudaron a los equipos menores a soñar con una cota de grandeza. Al menos durante unos meses. Al menos durante la vida que durase el recuerdo. Así, recogiendo las limosnas del patrón, el Getafe creyó en su proyecto y Bordalás puso el trabajo y la cordura necesarias para plasmar el milagros y ahora, recompensa en el buche y sueños en la mirada, caminan por la liga con la satisfacción de saber que solamente la realidad les puede descabalgar en esta carrera hacia los sueños.

jueves, 12 de diciembre de 2019

El lobo blanco

El lobo es un animal de arrebatos, un ser sibilino que acecha la presa, camina despacio y dentellea con la fuerza de un tiburón. Es un animal salvaje que vive de la emboscada, que se desarrolla en manada y sabe encontrar la flaqueza de la presa cuando esta está jadeante y asustada. El lobo blanco de Calais vivía de remates bestiales, de desmarques silenciosos, de peleas incontrolables. Le pegaba a la pelota con el alma y celebraba con el corazón. El lobo blanco de Calais fue Balón de Oro en Europa y un depredador inmortal tras los acantilados de la Costa Azul.

Jean-Pierre Papin empezó marcando dudas en Vichy y se consolidó marcando goles en Brujas. Aquella experiencia en Bélgica le curtió y le convirtió en referencia del fútbol europeo. Acompañó a la expedición francesa que alcanzó semifinales en México y se convirtió en la referencia del equipo francés más potente hasta el momento, en cuanto ha sido el único capaz de ganar la Copa de Europa.

Seis años en Marsella y casi doscientos goles. Pero, sobre todo, la sensación constante de que aquel fútbol se le quedaba pequeño. Fue por ello que aceptó el reto y cruzó los Alpes en dirección a Italia, al mejor equipo del mundo, a ese equipo que brillaba al ritmo de tres holandeses capaces de entenderse con los ojos cerrados. Y allí encontró su pared. Era bueno en el remate, era ambicioso y era fuerte en la pelea, pero no era mejor que Van Basten.

Para colmo, aquel mismo año el Milan terminaría perdiendo la final de la Champions League ante el Olympique de Marsella. Tanto tiempo remando para alcanzar el título y al final el título estaba más cerca de casa de lo que hubiese creído.

Aquella decepción le pudo. Marchó a Munich y regresó a Francia, pero no volvió a regresar al gol. Poco a poco se fue apagando como el lobo que busca cueva para dejarse morir bajo la luna. Sus últimos aullidos fueron en Guingamp, en un equipo de categoría menor. Quería seguir sintiéndose futbolista y se dio cuenta de que había dejado de ser delantero. Había dejado de ser aquel Lobo Blanco que devoraba goles y aullaba cada noche cuando la luna llena asomaba sobre el Velodrome y la gente acudía entusiasmada para ver a su goleador favorito.


miércoles, 4 de diciembre de 2019

Gol en Las Gaunas

Existen momentos, lugares e incluso gritos individuales que adoptamos como colectivos porque quedan impregnados en la memoria como un regalo de la cotidianeidad. Durante años, la costumbre de ejercitar el oído con sonidos de transistor y carruseles de domingo, nos regaló un sonido inconfundible, el de los goles en el estadio más grande de la ciudad de Logroño ¡Gol en Las Gaunas! Gritaba el comentarista de turno y nosotros, ávidos ideadores de imágenes, imaginábamos aquel césped pelado inundado de jugadores abrazados y tipos recios que, con los dientes apretados, seguían empujando en pos de una misión imposible.

Fueron nueve años de goles y sorpresas, nueve años de comunión entre un equipo y una grada entregada a su pasión. Nueve años que comenzaron mucho más atrás, justo en el momento en el que Pita le marcaba aquel gol agónico a Osasuna Promesas y el Logroñés lograba ascender a la segunda división después de cuarenta y cuatro años de historia. Tres años más picando piedra en la división de plata para encontrarse con la temporada más larga de la historia. Una liga, un playoff y una visita del Valencia al estadio de Las Gaunas con un ascenso por decidir. Era el quince de junio de 1987 y Logroño vivía espoleada por un equipo que ya había estado a punto de colarse en las semifinales de la Copa del Rey.

Aquel día, el Valencia llegaba con el ascenso bajo el brazo y el Logroñés necesitaba dos puntos para alcanzar la cima. Noly, la cabeza visible de aquella zaga inolvidable formada por Comas, Noly, López Pérez y Martín, cabeceó al fondo de la red una falta lateral botada en el minuto cuatro. Fueron ochenta y séis minutos de apoteosis. Faltaba una jornada para la finalización del playoff y los dos equipos ya tenían el billete en su viaje hacia la élite. Cuando el joven árbitro Brito Arceo señaló el final, Las Gaunas vivió su gran noche. El césped se llenó de gente y Logroño se llenó de banderas. Barça, Madrid, Logroño ya está aquí.

Habían pasado cuarenta y siete años desde que un grupo de jóvenes audaces habían formado un club deportivo en el corazón de la ciudad. Un club que, presidido por Joaquín Negueruela y entrenado por Jesús Aranguren, alcanzaba el hito más grande que habían imaginado. Y, una vez en la fiesta, tocaba bailar. Y empezó el baile en Mestalla. El Valencia, recuperado de su crisis interna, jugaba de nuevo contra el Logroñés con los papeles cambiados y una categoría distinta. Fue un dos a cero fácil para los valencianistas, pero fue, para siempre, la toma de comunión de un equipo que se instauró en el corazón de cuarenta millones de españoles.

La primera victoria llegó en la jornada diez ante el Murcia. Aquella capacidad de ganar los duelos directos contra los equipos de abajo y los empates que fue rascando poco a poco, le facilitaron la salvación en una liga donde la victoria aún valía dos puntos. La primera misión estaba cumplida. Había pasado el primer año y el equipo había conseguido mantenerse. Ahora tocaba la difícil misión de consolidarse.

Habría de hacerlo agarrado a la figura creciente de Agustín Abadía, un tipo con pintas de abuelo pero que dirigía la nave con un corazón tan grande como todo el estadio. Como nota curiosa, destacar que en aquel plantel también estaba Raúl Ruiz, conocido de todos por ser una de las voces de la segunda división española en la televisión de pago.

La llegada a la presidencia de Marcos Eguizábal dotó al club de una mayor infraestructura económica y social. El Logroñés se adaptaba a los nuevos tiempos y fichaba acorde a sus necesidades. Con un plantel renovado, se presenta en la primera jornada para batir por uno a cero al Atlético de Madrid de Jesús Gil. Aquel primer triunfo de enjundia pone al equipo en situación y, cargado de moral, gana los dos partidos siguientes. Verse en lo alto de la tabla le produce a la ciudad una sensación de sueño cumplido que se apaga de repente cuando el equipo no es capaz de ganar ninguno de los siguientes quince partidos. Dio igual, empate a empate, victoria agónica a victoria agónica, el equipo alcanza los treinta y cuatro puntos y se gana el derecho a seguir soñando como equipo de primera.

Fue entonces cuando llegó el apoteosis. Eguizábal vendió a Abadía al Atlético de Madrid y consiguió la cesión de tres promesas del Castilla, Aragón, Maqueda y Rosagro, además de la compra de un puñado de buenos jugadores como Cristóbal, Salva y Marcos. Estos, unidos a los veteranos Setién y Sarabia, a quien se les escurría el fútbol desde los pies, formaron un conjunto aguerrido en defensa y virtuoso en ataque. Un equipo que alcanzó el séptimo puesto y se quedó a dos puntos de clasificarse para competición europea. Como Orfeo, alcanzó su cénit cuando creyó tener para siempre a Eurídice.

Aún así, aunque mirasen hacia atrás y terminasen convirtiéndose en árbol para el recuerdo, fue precioso mientras duró. Ganaron cuatro de los primero seis partidos y terminaron en la undécima posición después de la primera vuelta. Con la permanencia casi en el bolsillo se animaron a soñar en grande y escalaron posiciones hasta colocarse en el séptimo lugar a falta de una jornada y después de empatar a tres en el Bernabéu contra el mejor Madrid que se recordaba. Había que ganar en Mestalla, otra vez el Valencia por medio, y que la Real Sociedad perdiese en Sevilla. No ocurrió nada de eso. El Valencia ganó cuatro a cero, la Real cero a uno y el Logroñés festejó aquel séptimo puesto como un hito sin precedentes. Y es que casi no los tenía.

Los doce goles de Sarabia, la garra de un campeón del mundo como Ruggieri, los vuelos de Islas, la clase de Setién, quedaron en el recuerdo, pero no permanecieron para siempre. Ruggieri, Aragón y Maqueda regresaron a Madrid, el equipo se hizo un año más viejo y el obrador del milagro, José Luis Romero, fichó por el Betis para enderezar una nave que terminó yéndose a pique. Nadie ganó con el cambio, pero el Logroñés consiguió convertirse, durante toda una temporada, en el segundo equipo de todos los españoles.

Pasaron por Logroño entrenadores carismáticos como Jabo Irureta, Carlos Aimar y David Vidal. Todos ellos se escudaron en Las Gaunas para hacer de su feudo un fortín. El césped helado en invierno, el área pequeña pelada, el banderín de córner junto a la grada. Hubo goles inolvidables, como aquel que Hugo hizo con el pecho y quiso hacer saber que allí no había un macho como él. Pero para macho, en Logroño, el gran Alzamendi; goleador de raza y perro de presa en área pequeña.

En 1991, David Vidal quien, de la noche a la mañana, se convierte en el entrenador más mediático de la liga, firma una permanencia más que meritoria. Pero será en la temporada siguiente cuando el equipo, en plena ebullición, consigue su victoria más sonada. Es el catorce de marzo de 1992 y el Madrid juega en Las Gaunas con la vista puesta en lo que ocurría en el Manzanares donde el Atleti recibía al Barcelona. David Vidal planteó un partido basado en el trabajo de dos hombres; José María y Polster. El primero, un jabato de la banda izquierda, se encargó de taponar a Míchel. Cortocircuitado el Madrid, Polster bajó con nieve cada pelota que le venía despejada. Fue un tormento. Así, en las postrimerías de la primera parte, el austriaco enganchó una pelota muerta y la clavó junto al palo de un Buyo que no pudo hacer más que quedarse mirando. Aquello sí que era fascinante. El Madrid trató de igualar con un dominio infructuoso y un sólo tiro a puerta. Victoria de renombre y una bonita costumbre de afianzarse a la élite.

Algo que refrendaron justo un año después. El catorce de marzo de 1993, el Logroñés visitó el Bernabéu para ser testigo de excepción en la fiesta de celebración de la Copa del Rey de baloncesto. El equipo de básquet tuvo su vuelta de honor, pero la verdadera vuelta de honor la dio el Tato Abadía, quien había vuelto a casa y había puesto Madrid patas arriba. El Madrid, que había remontado el tanto inicial del Tato con un gol en el último minuto, vio como sus esperanzas se caían al traste cuando Abadía cruzaba ante Buyo en el minuto noventa y dos y dejaba al Bernabéu, y su fiesta, con un palmo de narices.

El autobús de Aimar hizo, además, sus estragos en Barcelona y Zaragoza. Dos de los equipos con mayor caudal ofensivo hubieron de ver como el argentino les castigaba con la desesperación y les sacaba sendos empates a cero. Eran buenos tiempos y podían ser mejores. El problema es que las alegrías duran poco en la casa del pobre. Eran tiempos de Oleg Salenko, el ruso que batió un récord mundial y que se hizo hombre en Las Gaunas. Y tiempos, siempre, para Agustín Abadía, el padre de todos que se dio el gustazo de marcarle al Atleti en el Calderón y cerrarle la boca a Jesús Gil después de verse vilipendiado. Aquel cero a uno fue magia. Pero aún sufriría más el Atlético las iras del Logroñés. El veintitrés de enero de 1994, regresaba José Luis Romero a Las Gaunas, esta vez como entrenador colchonero. Aquello pudo ser una masacre y tan sólo fue un uno a cero. El mejor Logroñés zarandeó al peor Atlético y Jesús Gil sacó el cuchillo para despedir a un nuevo entrenador. En tal fortín se convirtió Las Gaunas que el propio Deportivo La Coruña se dejó un punto clave en su pelea particular por la liga de 1994. Luego llegaron Djukic y González y la gente se acordó del cielo, pero aquel empate en Logroño terminó de descabalgar a un equipo que había ido perdiendo su moral en la primavera española.

En aquel equipo ya reinaban José Ignacio, Romero y Poyatos. Tres tipos que el Logroñés supo encontrar en los subterfugios del fútbol español y que dieron un rendimiento más que notable. Los tres terminaron en un Valencia que, en el noventa y séis, peleó la liga y los tres dejaron huérfano a un Logroñés que, en el noventa y cinco, dijo adiós a ocho temporadas consecutivas en la Primera División española.

Hasta cinco entrenadores pasaron por Logroño y ninguno fue capaz de sumar los puntos necesarios. Tan sólo dos victorias en treinta y ocho jornadas y el equipo hundido en el último lugar. Habría que volver a empezar, con lo que cuestan las misiones después de una caída. Aquella misión tuvo un nombre: Juande Ramos. El equipo se sale, dirigido por el manchego, y regresa a primera con la ilusión de repetir gestas pasadas. Pero no pudo ser.

Juande aceptó una oferta para entrenar al filial del Barcelona y el Logroñés acudió a una de sus leyendas del pasado, el delantero Miguel Ángel Lotina. Lotina, que como jugador había hecho goles de todos los colores en Las Gaunas, trató de seguir el criterio impuesto por Juande; control y contragolpe. Pero el equipo carecía de alma y, sobre todo, de experiencia. Ni Lotina, ni después Aimar en su regreso, pudieron enderezar una nave que se hundía en el fondo del océano. Y eso que empezaron bien, con un cero a cero esperanzador ante el renovado Madrid de Capello que terminaría conquistando la liga. Pero no fue sino un espejismo. Pronto se vio que al equipo le quedaba grande la categoría y fue perdiendo partidos como quien pierde esperanzas. Tras el empate en Madrid llegaron cuatro derrotas consecutivas. Durísimas. Aunque no menos duras fueron las goleadas recibidas en Barcelona y Bilbao; ocho a cero y seis a cero. Adiós Lotina, hola, de nuevo, Aimar, adiós, para siempre Primera División.

Nueve derrotas consecutivas después de la esperanza que supuso vencer a Valencia y Sevilla de manera consecutiva, terminan de hundir al equipo. En Anoeta, en una última jornada marcada por la tristeza, el Logroñés jugaría el que sería, a la postre, su último partido en la máxima categoría del fútbol español. Una despedida salpicada de lágrimas y recuerdos. Muy buenos recuerdos. Fueron en total nueve temporadas entre los grandes con victorias sonadas y goles en Las Gaunas cantados con énfasis por narradores variopintos. Desde aquella tarde el equipo sufrió un duro descenso a los infiernos. Descendió a segunda primero, a Segunda B después, para verse abocado al infierno de la Tercera División primero y a la muerte agónica que supuso la quiebra y posterior desaparición.

Hoy, en Las Gaunas, se cantan goles salpicados de recuerdos y esperanzas. Un sucedáneo de aquel equipo trata de recuperar la gloria y despertar la nostalgia. Será difícil, pero si ellos esperaron cuarenta y siete año, nadie dice que el infierno vaya a ser eterno. Será cuestión de apretar, de apoyar, de seguir creyendo. De seguir festejando cada balón aéreo y rematado por el Noly o Pita de turno. Gol en Las Gaunas. Gol para un sueño.