martes, 28 de diciembre de 2021

Fracasos a la carta

Los onanistas de la exigencia en el plano ajeno, gustan de dictar leyes concretas a la hora de evaluar la trayectoria de un equipo o un entrenador. Si en el caso que nos concierne, se trata de un equipo dirigido por un entrenador que ha hecho tragar mucha bilis, estos onanistas de su propio ego, terminan siempre tirando su temporada a la basura en los círculos de opinión porque no es capaz de levantar la Copa más preciada. Ellos, que desprecian cualquier futbolista que no vista su camiseta y no ven más allá de una sala de trofeos, se atreven a dictar sentencia sobre un tipo que no sólo ha cambiado el fútbol sino que ha puesto patas arriba todo campeonato en el que ha dirigido.

Decir que Guardiola fracasa porque no gana la Champions es como decir que Indurain fue un fracasado porque jamás ganó el campeonato del mundo o que los Jazz de Malone fueron un bluff porque jamás ganaron el anillo. Y es que para conceptuar un análisis, primero hay que poner en boga las circunstancias y después saber analizar las consecuencias y lo cierto es que Guardiola ha jugado tres semifinales en Munich y una final en Manchester; un dato que no debe ser muy respetado por aquellos que piensan que una competición que solamente gana un equipo al año es la panacea del esforzado.

Durante años, hemos virado tantas veces la cabeza hacia la voluntad de los más grandes, que pensábamos que ganar la Champions no era cuestión de esforzarse más sino de tener a favor a los tipos tocados con una varita. Cuando vimos que Messi no ganaba sin su cuadrilla y que Cristiano era vulnerable fuera de su aldea de Asterix, nos dimos cuenta de la importancia de la mecha explosiva en un arsenal de bombas. El City, que durante un lustro ha jugado al fútbol mejor que nadie, se encontró en diversas ocasiones en la tesitura de saberse reconocer en los momentos en los que pudo haber sido contendiente preparado. El caso es que, más por inconsistencia que por mera voluntad, terminó cayendo en duelos a vida o muerte por culpa de un mal que afecta a todos aquellos equipos que se asoman a la élite por vez primera; el vértigo.

El PSG, que durante años ha tirado el dinero tras el proyecto definitivo, aún no ha sido capaz de asaltar el trono de la Champions y nadie llamó fracasado en su día a Ancelotti, Blanc, Emery, Touchel o Pochettino. Será porque en el fondo los eruditos saben que la tradición y el empaque juegan un papel importante a la hora de afrontar un reto de mayoría de edad. Hay equipos que, por más que se muestren fuertes y con aspecto de abusón, no dejan de ser niños sin más estructura que una buena fachada. Y es que no se le puede exigir una Champions a un equipo que no la ha ganado nunca porque al final del camino sólo se llega andando y nunca dando saltos de canguro.

Tanto el PSG, al que este año se exigirá un punto de más por el mero motivo de ver fracasar a Messi, como el Manchester City, dieron bandazos en su trayectoria hasta que consiguieron sobrepasar sus propios rubicones en una competición que no admite extraños a la primera. Primero alcanzaron unos cuartos, después jugaron su semifinal y, por fin, durante las dos últimas temporadas, lograron alcanzar la final después de haber quemado proyectos y reestablecido sus andamiajes. No ganaron, claro, porque rara vez un equipo gana a al primera esta competición, pero al menos sintieron cierta liberación personal al saber que podían llegar al final del camino cumpliendo con los límites de la exigencia. Ahora bien, a los onanistas de la exigencia superpuesta, no les vale llegar allí porque saben que mientras sus villanos no ganen ellos podrán seguir jugando a ser héroes, por lo cierto es que Messi es un tipo saciado y el Manchester City lleva un lustro ofreciendo los mejores minutos de juego de la temporada. Durante todo ese tiempo, ha ganado en tres ocasiones la liga más competida del mundo y va camino de hacerlo una cuarta vez, pero qué más dan todas sus virtudes si no es capaz de levantar cierta Copa, mientras no lo haga, para muchos, seguirá siendo el equipo de un entrenador fracasado.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Clase a medida

Existen futbolistas, de cierta clase, que, una vez encuentran su lugar de acomodo, rinden por encima incluso de sus posibilidades, llegando incluso a verse atormentados una vez abandonan su hábitat y son capaces de cerciorarse que, lejos de su hogar, su fútbol se vuelve triste y, lo que es peor, previsible. En estas vicisitudes hemos encontrado casos como el de Aspas, Martial o Bernardeschi, tipos de geniales con camisetas de menor calado que, cuando han tenido que mostrar su clase en equipos de serias aspiraciones, no sólo se han dado un porrazo sino que han terminado por añorar el lugar de procedencia.

En estas vicisitudes vivió Santi Ezquerro durante la primera década del presente siglo. Devuelto al norte por las circunstancias de un Atlético de Madrid en proceso de descomposición, el otrora canterano de Osasuna, encontró en Bilbao no sólo su mejor fútbol sino su forma de ser. Componente imprescindible de aquel primer Athletic de Valverde que bordó tardes de ensueño, Ezquerro se complementaba perfectamente por Urzáiz porque habría espacios, encontraba lugares y alcanzaba el gol en muchas ocasiones.

Una de ellas fue un inolvidable y espectacular gol anotado al Villarreal en uno de esos trámites que vivía la Catedral cada dos semanas. El balón, llovido desde la derecha, llegó al borde del área donde Ezquerro llegó a contrapié. Acosado de cerca por un defensor y viendo que la prolongación hacia Urzáiz era más comprometedora que esperanzadora, se sacó de la manga un remate de tijera que acabó como un misil por la escuadra. Un gol de esos de pañuelos, puerta grande y recuerdo perenne. Un gol que definía a un futbolista de clase.

Una clase hecha a medida de un club. Un club singular que necesitaba jugadores como él, mezcla talento, mezcla sentido de pertenencia. Porque Ezquerro, superado por las expectativas, voló a Barcelona poco después y supo, pronto, que su lugar verdadero estaba cerca de casa. En un Barcelona plagado de estrellas, donde ganó dos ligas y una Champions, se convirtió en un futbolista residual, ni siquiera en un recurso. Y entonces supo que ningún título paga los aplausos de San Mamés el día en el que marcas el mejor gol de tu carrera.

jueves, 9 de diciembre de 2021

Un claro favorito

A los analistas de lo incierto les gusta endulzar sus relatos con una pizca de cuento de hadas y otra pizca de épica mal concebida para, así, dar un punto de incertidumbre a su discurso y dotar a la probabilidad de una venda que, sin herida, no es más que un por si acaso ante una improbable variedad en lo que realmente dicta su creencia, porque, vamos a ser sinceros, creer, a día de hoy, que el Atleti, tal como está, puede ser capaz de tomar el Bernabéu tal y como está el Madrid, es más un ejercicio de propaganda que de mera mesura divulgativa.

Al Atleti, que tiene equipo para afrontar el duelo y plantar cara a su máximo rival, se le están atragantando los duelos contra los equipos que meten una sexta marcha y ponen la intensidad por encima del juego. Víctima de una competición donde los árbitros ralentizan el ritmo y los equipos menores han de buscarse las castañas desde lo abrupto, cada vez que ha salido a pasear por Europa ha dejado al descubierto sus vergüenzas viéndose arrollado por todos los rivales a los que se ha enfrentado a pesar de haber consumado su enésimo milagro en la competición.

El Madrid, por su parte, sí ha sabido encontrar la velocidad de crucero necesaria para adquirir el punto de solvencia que precisan todos los equipos campeones para cumplir con sus objetivos. Perfectamente dirigidos desde el banquillo por un señor curtido en mil batallas, Ancelotti ha sabido conjugar paciencia y trabajo y está obteniendo frutos gracias al talento de sus futbolistas y a la solidaridad necesaria para saber aguantar las embestidas rivales cuando se enfrentan a grupos más compactos. Con un Courtois en estado de gracia y un Vinicius estelar, el equipo se acomoda al ritmo de Kroos y Modric y gobierna los partidos desde su propia condición. Saben que son el Madrid y saben que no hay nadie capaz de ganarles.

Es la seña de identidad de un equipo que ha hecho de competir su modus operandi y de ganar su estilo de vida. Por ello, desde la seguridad del trabajo y desde la excelencia del talento, van dando pasos de gigante al tiempo que observan a sus rivales caer por el precipicio de la exigencia. Durante años, sus estigmas se abrieron con la personalidad y el trabajo de dos tipos que llegaron desde Argentina para poner en duda su hegemonía. Messi desde el talento y Simeone desde la fe, dieron quebraderos de cabeza a un equipo que, pese a que el campeonato doméstico no haya tenido su mejor etapa, ha dominado en Europa gracias a sus recursos económicos y su potencial futbolístico.

Fuera Messi de la ecuación y con Simeone buscando el equipo perdido, el Madrid se presenta en el derbi del domingo como el claro favorito para la victoria. Porque si existe una premisa innegociable para cada entrenador es que su equipo se parezca de la manera más fiel a lo que ellos quieren que sea. El Madrid de Ancelotti es intenso, profundo y sometedor. Y el Atleti de Simeone, que debería ser una roca, un canto a la solidaridad y un rayo al contragolpe, no se parece en nada a lo que ha expuesto durante los últimos diez años, olvidando no sólo el juego sino también la fiabilidad defensiva. Así pues, cualquier apuesta que incluya una victoria del Atlético en feudo del Madrid, por más que intenten vender la burra los profetas de lo improbable, no es arriesgada sino arriesgadísima.

martes, 30 de noviembre de 2021

El más hábil

Detrás del sudor, del sofoco y del grito, se encuentra, escondido para muchos, el talento. Detrás del aplauso fácil, se encuentra el sonido de la admiración. Ese “oooo”, bien prolongado, que, precedido de un silencio, termina convirtiéndose casi en un himno para nuestra percepción sensorial. Cuando existe un futbolista capaz de ponernos los pelos de punta somos capaces de perdonar los pecados porque su expiación vive en sus pies de seda.

Los futbolistas de clase, generalmente, nos parecen lentos. Son trucos de prestidigitador. Realmente son más veloces que el resto porque piensan antes y mejor. Lo que sucede es que ejecutan con tal elegancia que nos hacen creer que lo suyo es fútbol a cámara lenta. Lo que muchos, casi con desprecio, denominan como fútbol de salón no es sino la sublimación de lo exquisito. Todo equipo necesita gladiadores, nadie lo niega, pero bendito aquel que cuente con un tipo distinto, uno de esos que, con un click, son capaces de virar el rumbo de una jugada.

La maravillosa historia de cuento que vivió el Leicester durante la temporada 2015 – 2016, estuvo impulsada por la bravura de tipos que no esconden nada; sudor, esfuerzo, personalidad, generosidad, apremio. Vardy, Drinkwater, Kanté o Allbrighton, eran tipos de perfil bajo que, gracias a su propia estima, se convirtieron en piezas imprescindibles para el líder de la Premier. Nadie hubiese podido imaginar la situación de aquel Leicester sin la presencia de alguno de ellos. Pero quien realmente sujetó la situación fue el genial Riyad Mahrez.

Mahrez, como Zidane, tiene sangre argelina que supura calidad suprema en cada acción de juego y, como Zidane, hace del control y la conducción un arte porque tiene pegamento en cada pie y un pincel en la punta de la bota. No voy a cometer la osadía de comparar a Mahrez con Zidane porque el actual entrenador del Real Madrid levantó al mundo de sus asientos durante una década y el futbolista argelino del Manchester City apenas lleva un lustro asombrando al personal, pero la relación les viene por su manera de mover el cuerpo, su manera de tocar la pelota y su manera de encontrar siempre un momento para la distinción.

Correrán mil opiniones sobre su forma de actuar porque, muy a menudo, los futbolistas distintos son mirados desde un tamiz mucho más exigente. Se les acusa de fríos, de locos, de irregulares. Incomprendidos les llaman. Cuando lo único que hay que comprender es que el fútbol es un deporte donde se corre, pero, sobre todo, es un juego donde, como en todos, termina ganando el más hábil.

martes, 23 de noviembre de 2021

Estanislao

La banda izquierda de San Mamés rezumaba clase y estilo. El tipo, Estanis para los amigos, ganaba la línea de fondo con la facilidad de los artistas y ponía caramelos en el área en forma de asistencia de gol. Centro de Argote, gol de Dani, fue cantinela popular en los bares de Pozas después de los partidos, allí donde las previas se regaban con txakoli y se engullían con txapelas. El viejo botxo engalanado para tardes de domingo que se convirtieron en leyenda, con una alineación recitada de carrerilla que terminaba siempre con Estanislao Argote en el último lugar. Número once, extremo izquierdo, centros al área con aroma de gol.

Aquellos años ochenta donde el norte supuraba las heridas del centralismo, donde el fútbol volvió a tener brújula y donde el barro salpicaba los rostros de mirada enjuta que no sólo buscaban la victoria sino amurallar su particular parcela de orgullo. Chicos de la casa dispuestos a darlo todo, gargantas encendidas por el ánimo y palmas encarnadas por el agradecimiento. Dos ligas, una copa y la sensación eterna de que en casa se cultiva siempre el mejor producto.

Estanis Argote era un extremo de corte clásico, lo suficientemente veloz como para ganar una carrera al espacio, lo suficientemente hábil como para ganarse ese metro previo al centro, lo suficientemente listo como para ver al compañero mejor situado un segundo antes que los demás. Fino y estilista, sus centros picados eran postre de sobremesa y motivo de asombro. Tantas asistencias propias, tantos goles ajenos y tantos partidos en el recuerdo. El heredero de una estirpe que comenzó con Gorostiza y encumbró a Gaínza y a Rojo, se hizo dueño de una banda izquierda que, en San Mamés, era motivo de exigencia al tiempo que expectativa constante.

No ha vuelto a haber otro igual. Parece que, terminado ese equipo, terminaron las tradiciones. Ni extremos, ni pichichis, ni centrales de corte imperial. Ni títulos, ni grandeza superlativa. Pero siempre queda la esperanza, queda Lezama y queda el tiempo, siempre tan digno para juzgar el trabajo bien hecho y siempre tan dispuesto a fructificar los sueños de grandeza. Allí, junto a la cal de San Mamés, aún queda la estela del último gran extremo izquierdo, el chico que jugaba al golf en sus ratos libres y que, además de tocar el acordeón maestría, era el mejor extremo izquierdo del campeonato.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

Más allá de la repesca

De todos es sabido que la envidia es el deporte nacional. De todos es sabido que nos molesta más un éxito ajeno de lo que nos alegra una consecución propia. Todos sabemos cómo se las gasta el oportunista y en qué lugar vive el resultadista. Todos sabemos que estamos esperando el error como agua de mayo porque tras sus circunstancias viven nuestras opiniones. Y todos sabemos que nuestras opiniones, como una veleta, giran constantemente, pero siempre, a favor de viento.

Frivolizar es el arte de especular con el valor de las vanidades. En esa hoguera donde se queman los más fuertes y solamente los débiles se libran de su fuego, más por miedo que por capacidades, es donde suelen terminar todos los ídolos que queremos hacer caer con el simple valor de nuestra palabra. La sorna, ese dardo tan español que vive en boca de quien no conoce el valor del éxito, siempre tiene lugar en el fracaso. Cuando hay un éxito, rebuscamos en el cajón de los recuerdos para encontrar, si bien cabe, un momento en el que justificar nuestra incapacidad para responder.

Con Messi y Cristiano Ronaldo nos ha ocurrido algo demasiado preocupante como para considerarnos aficionados al fútbol. En la medida que en el análisis de afición no cabe el concepto de fanatismo, creo que nos hemos inclinado demasiado por el negro y por el blanco a la hora de analizar los éxitos y fracasos de los dos mejores futbolistas de las últimas décadas. Es como si en lugar de sentarnos a admirar su juego, su ambición y su talento, estuviésemos esperando a que metieran la pata para poder sacar el cinturón y arrear un par de correazos a nuestro dañado ego. La satisfacción de verlos sufrir antes que la admiración por verlos actuar.

Convendría no exagerar las burlas a Cristiano por su mal partido ante Serbia o los anteriores ante Liverpool o Manchester City. Si revisamos su palmarés y sus estadísticas, nos daremos cuenta de que ha dado muy pocos motivos para dudar de él. Si seguimos con la chanza y seguimos alegrándonos de cada error es posible que llegue el día en el que nos encontremos en su camino y nos deje con cara de tontos. Y entonces saldrán al paso los aduladores. Esos tipos que, como hienas, andan escondidos tras los matorrales deseando hacer carroña de cada bocazas.

viernes, 5 de noviembre de 2021

Ardor guerrero

Ardor Guerrero es el título del himno del Ejército de Tierra en cuya letra, entonada con pasión castrense, se connive al soldado a sentir en carne viva la necesidad de defender la patria y dar la vida por su bandera. Más allá de las hipérboles, lo que se le pide al soldado, más allá de la profesionalidad, es el amor entrañable a una causa, la prioridad cognitiva hacia un objetivo.

En el fútbol español no encontramos mayor dosis de ardor guerrero que en los derbis disputados por los dos equipos de la ciudad de Sevilla. Tanto el Betis como el Sevilla llevan la rivalidad a un punto de pasión tan caliente que no sólo paraliza las calles sino que divide la ciudad en dos formas de sentir tan parecidas que terminan confrontándose como los polos opuestos que son y abrazándose como el amor derrochado en las mismas cantidades.

Que los dos equipos no lleguen en su mejor momento no quiere decir que el partido no pueda derivar en un espectáculo de duelos vibrantes y detalles inmensos. Lo que hace tan sólo una semana era la previsión de un duelo de altos vuelos, el devenir de los pronósticos se los ha llevado por delante las vicisitudes de los partidos intersemanales. El Sevilla se complicó la vida en Champions y el Betis empeoró, después del Metropolitano, una imagen que, durante mes y medio estaba siendo incluso venerada.

Hay tanta calidad en el césped que es probable que, si los entrenadores no terminan por constreñir el esquema presos del miedo, vivamos un partido de momentos cruciales. El duelo entre Canales y Jordán por el gobierno del partido será clave así como las ayudas y los apoyos de Guido y Fernando, dos capitanes en la sombra en cuya detallada posición táctica sobreviven muchos de los éxitos de sus equipos.

A favor del Betis corre el factor campo, una afición entregada a una causa y muchas cuentas pendientes por cobrar, porque en el deseo constante de revancha corre el cargo que tiene en contra el Betis y a favor el Sevilla y es que los de Nervión han ganado tantas veces en las últimas décadas que resulta imposible no salir al campo con el miedo a la derrota al tiempo que sabes que tu rival lo hace con la seguridad de la victoria.

Pero más allá de la especulación y el sentimiento está el fútbol y este dictará un partido cargado de nervios, donde los centrocampistas tendrán la llave de imponer su ritmo y que se decidirá en las áreas y es allí donde el Sevilla cuenta con su mayor patrimonio. No en ataque, donde ambos cuentan con efectivos semejantes, pero sí en defensa, donde el Sevilla ha compuesto un bloque de hormigón armado my conjuntado mientras que el Betis sigue buscando su identidad defensiva entre centrales dudosos y laterales impermeables.

Ardor guerrero vibre en nuestras voces. Mañana se quemarán miles de gargantas, se encenderán miles de pasiones, latirán miles de corazones y se repartirán miles de abrazos. Mañana se pone en juego más que un partido, más que una misión, más que una forma de jugar. El derbi sevillano representa una forma de vivir, distinta, sí, pero tan parecida que podría llegar a abrazare por más que unos se quieran lo más lejos posibles de los otros.

jueves, 28 de octubre de 2021

Volverán las golondrinas

Las pruebas que, a priori, son las más sencillas, son en realidad las más complicadas porque implican una dosis de responsabilidad propia que va más allá de la pasión  y la adrenalina. El compromiso requiere esfuerzo continuo y el jugador profesional, entendiendo como tal aquel que vive su profesión por encima de las posibilidades, no entiende de facilidades ni de llanuras absolutas. Para burlar las trabas, hay que poner mucha dosis de humildad y de respeto por encima de los pronósticos, sí, pero sobre todo no hay que desdeñar el esfuerzo, porque solamente así se alcanza la meta con la satisfacción plena y la conciencia tranquila.

Otra cosa es que los recursos no sean lo suficientemente aptos como para afrontar el reto con garantías de éxito. El éxito, aparte del esfuerzo, depende en gran medida del talento, y sin ambos fallan, generalmente gana quien más empeño pone en conseguirlo. Existen excepciones en la que entran en juego el azar, la sorpresa o la casualidad, pero, en cualquier competición, nadie llega primero al final de una carrera sin haber trabajado más que nadie, sin haber soñado más fuerte que nadie y sin estar mejor dotado que nadie. Se trata de poder, querer y resistir. Sin fórmula no hay soluciones factibles.

Los partidos de entre semana ponen en solfa la verdadera valía de una plantilla. El problema no radica tan sólo en que, cuando acechen el cansancio o las bajas, los jugadores suplentes no sean capaces de doblegar a un rival inferior, sino que se agranda en demasía si el análisis del conjunto no da demasiadas esperanzas de mejora. La falta de capacidad es un problema en sí porque no sólo deriva de la actitud, sino que es resultado directo de una fórmula de aptitud. Una plantilla poco competitiva te lleva a la deriva cuando la inercia de las mareas comienza a generar marejadas en plena temporada. La importancia de un buen fondo de armario es vital, ya que se necesitan jugadores que aporten talento y conocimiento y si pierdes ambos valores, al final no encuentras una tabla de salvación a la que poder agarrarte para salir a flote. El Barça no tiene buenos suplentes, pero lo más grave lo encuentra cuando es consciente de que tampoco tiene un buen once titular.

Se puede ganar mucho con un once titular muy bueno, se puede competir bien con un once aseado y bien conjuntado, pero resulta imposible mantenerse en lo alto de la pirámide con retales de mal uso, veteranos heridos de guerra y jóvenes imberbes que aún no han aprendido a competir. Si no hay más de donde sacar, ya pueden venir cien entrenadores para exprimir el limón. No hay más jugo, no hay más fútbol.

El Barcelona, que durante las últimas temporadas ha sido víctima de su mala planificación, arrastra el pecado de sus antecesores con poco fútbol, mucha desidia y malos resultados. El éxito, relativo en su caso, a final de año, dependerá de una buena gestión en la preparación y una concienciación generalizada. Los grandes campeonatos los ganan los mejores equipos y el Barça, lejos de esa lucha, debe aprender a regenerarse de alguna manera. Acostumbrado, durante años, a los milagros cotidianos de Messi, sabe que su única tabla de salvación pasa por aceptar el presente, interiorizar la resignación y pensar a largo plazo. Si, en ese escenario, a Xavi, o a quien venga, le dejan trabajar, tan sólo hay que tener paciencia para saber que se pueden obtener resultados. Porque todos los gigantes caen, lo importante es saber que el zarpazo de un león herido puede ser el doble de mortal. Volverán las golondrinas, seguro, pero va a pasar un tiempo hasta que volvamos a ver un Barça campeón.

lunes, 25 de octubre de 2021

El fútbol puro de toda la vida

El fútbol es un juego sencillo matizado por las complejidades. Lo que en teoría resulta más fácil y cómodo, termina siendo un ejercicio de incomprensión para la mayoría de los futbolistas, más pendientes de figurar en la foto que de quedar fuera de foco por más que en las cocinas se cuezan los ingredientes que se servirán calientes en el corazón del área.

El ejercicio más sencillo, darle el mejor pase al compañero mejor colocado, es incomprendido por muchos y tan solamente sublimado por unos pocos. Fueron muchos los equipos que se auparon con delanteros intratables y otros tantos que lo hicieron haciendo del ejercicio defensivo un máster de categoría, pero sólo los equipos con buenos centrocampistas entraron en el olimpo de los mejores de la historia, porque el fútbol de verdad, es que sólo ven quienes saben manejarlo, se juega en la zona media y se decide, por cordura, en la zona de tres cuartos.

Retirado Xavi, apartado del foco Iniesta y casi vencido por la edad Modric, quedaba dirimir quién era el verdadero dueño de la esencia futbolística en el plano mundial. Muchos son los jugadores que, por incisión o percusión, se han convertido en valores necesarios dentro de su club, pero a día de hoy, ninguno tiene la capacidad perceptiva de Joshua Kimmich para jugar a la pelota.

Kimmich entiende el juego con la complejidad de los sabios y lo interpreta con la simpleza de los necios, porque nada hay más arriesgado que acompañar la jugada, asegurar el pase y romper líneas con el pie tras una orden exacta emitida por la cabeza. Porque así juegan los futbolistas de verdad, siempre encontrando el espacio, acomodando y dejando la conducción para los osados y el regate innecesario para los ignorantes. El pase, siempre concreto, debe ir al pie del compañero en mejor posición para que la jugada, limpia y clara, llegue hasta el punto el que un penúltimo centro suponga la certera seguridad de que el siguiente sea el lance definitivo.

Si el Bayern de Munich es hoy el otro de antaño, más allá de la fuerza bruta a la que siempre ha recurrido para ganar por empuje, es porque ha encontrado a un tipo que en las circunstancias más agónicas mantiene la calma y en las circunstancias más dañinas mantiene el cuchillo. Kimmich es el orden convertido en desorden ajeno, porque sus pases rompen líneas, hacen avanzar a su equipo y el Bayern, gracias a sus grandilocuencia, siempre encuentra la ventaja necesaria en cada avance hacia el área rival. Los goles son cosa de Lewandowski, el grado emocional está en propiedad de Muller, el vértigo es el elemento diferencial de Gnabry y la contundencia barredora vive en el alma de Goretzka. Pero el fútbol puro de toda la vida sobrevive en los pies del gran Joshua Kimmich.

lunes, 18 de octubre de 2021

Merecido homenaje

Como solemos echar mano de la memoria sólo cuando la función mediática la convierte en novedad, no dejamos escapar la oportunidad de hacer recuento de agravios, renovar nuestra lista de de deudas pendientes y glosar una figura que no merece caer en el olvido. Algo parecido ha ocurrido con Luis Aragonés ahora que Mónica Marchante lo ha vuelto a poner en la picota después de un exquisito documental donde se repasa su carrera y se apostilla a un tipo cuyas deudas pagó con silencio y cuya herencia cobramos con entusiasmo.

No fue la de Luis una carrera pegada continuamente al elogio. Generalmente solemos tirar de palmarés para aupar, o bien condenar, al tipo que vemos sentado en el banquillo dirigiendo menesteres. Lo cierto es que, el de Luis, no es el palmarés más exquisito de la historia, pero no es menos cierto que cada vez que tuvo mimbres tocó alguna copa y cada vez que le dejaron trabajar, puso a cada equipo muy por encima de su lugar correspondiente.

La historia de Luis empezó con una Copa Intercontinental y terminó con una Eurocopa de Naciones. Viendo semejantes éxitos, muchos creerían que toda su carrera estuvo trufada de éxitos, pero lo cierto es que Luis fue un tipo directo en el discurso, pero extravagante en las formas. Depresiones, desencuentros y algún tropiezo inesperado, mancharon parte de su carrera y le pusieron en la picota en más de una ocasión, pero lo cierto es que ninguno como él supo reconstruirse cual Ave Fénix para regresar siempre a su lugar común y saber hacer de su gestión un éxito.

Después de media vida en el Atleti, con sus altos, sus bajos, sus idas y sus venidas, comenzó una peregrinación por equipos menores que se saldó con éxitos generalizados a pesar de que las Copas no regresaron a su currículum más que cuando volvió a su casa durante los años más convulsos del gilismo. Sin despreciar aquella Copa ganada con un Barça en proceso de autodestrucción, los éxitos de Luis se cuentan con la palabra mérito antes que con la palabra necesidad, porque tan exclusivo es un trofeo con el Atleti o el Barça como poner en Europa a Espanyol y Betis, como hacer pelear la liga a un Valencia moribundo o como clasificar para la Champions a un equipo pequeño como el Mallorca. Y es que en la exigencia sobrevive el hambre del soñador y en la autoexigencia sobrevive el poder del ganador.

Cuando Luis regresó al Atleti para sacarle del infierno, fueron muchos los que pensaron que aquel hombre había cerrado su propio círculo que merecía un último baile acorde a sus expectativas. Por eso, cuando la selección española pegó su enésimo batacazo, una portada mediática rezó una súplica que sonaba a advertencia: "España necesita un sabio". Lo que no sabía el sabio es que España, lo que en realidad necesitaba era un tipo que rompiese los moldes, diluyese los absurdos y se enfrentase a las tradiciones más arraigadas, porque romper un molde no trabajo exclusivo del más osado sino del más erudito. De ahí provenía la sabiduría.

Por ello, cuando dejó de contar con los tipos que a los medios les llenaban las portadas y les alimentaban las tertulias, los caciques de la caverna mediática se tiraron como perros sarnosos al cuello del seleccionador. No importaba que el tipo estuviese construyendo un monumento, importaba que, para ello, no contaba con los materiales que ellos vendían como inalterables. Pero lo cierto es que, con Raúl y todos los miembros de su camarilla, España sufrió un descalabro ante Francia y sin todos aquellos que decían se necesitaban para competir, España fue fabricando un equipo, a pulso y a conciencia, que terminó de enamorarnos a todos y nos situó en el escalón más alto de nuestros sueños cumplidos, porque, seamos sensatos, jamás imaginamos tal cosa y jamás nos lo hubiésemos llegado ni a proponer.

Dice Xabi Alonso en el reportaje que Luis no sólo les mostró que podían jugar bien, sino que su mayor éxito consistió en hacerles creer que podían ganar. Ellos eran bueno, muy bueno, pero hasta que el viejo sabio no se lo dijo y ellos no aprendieron a mirarse a los ojos, no terminaron de creérselo. Y es que el éxito de un hombre reside en su palabra y se sostiene en sus argumentos. Todos aquellos chicos sabían jugar de maravilla, pero necesitaban que alguien, un genio, les diese la confianza suficiente como para terminar de creerse que no eran simplemente buenos, sino que eran los mejores. Aquel ciclo exitoso de la selección se sostuvo en el fútbol de Xavi, en los milagros de Casillas y en los goles de Torres, Villa y el resto de secundarios, pero lo cierto es que nada de aquello hubiese ocurrido de no haber sobrevivido al odio y a la crítica aquel hombre de verbo directo y corazón indomable.

Por todo ello ha sido necesario el homenaje dirigido por Mónica Marchante y por ello es necesario este homenaje que dejo en el blog, porque las reparaciones se fabrican con palabras, pero se cierran con un perdón. Ya que nadie se lo ha dado ni aún después de muerto, sirvan aquellos testimonios y estas palabras para sacarle los colores a los miembros de la canallesca.

jueves, 7 de octubre de 2021

Víctima de su miedo

Se espantaron los fantasmas, se acurrucaron los miedos, se generó una expectativa, se abrió una vía, se alcanzó una meta y se quiso creer en una promesa de cara al futuro. No hay mayor gloria que la que sobreviene a la victoria, no hay mayor profesor que la derrota y no hay mejor motivación que la seguridad de saberse en posición de privilegio de cara a futuros retos. Uno levanta una Copa América después de una vida de lucha y siente tal liberación que sabe que, a partir de ahora, los críticos serán más envidiosos y los envidiosos serán más vulnerables.

El miedo es el botón que impulsa el resorte de nuestras precauciones. Es la barrera que nos impide levantar la cabeza y apretar los puños. Tenemos miedo a fallar, al que dirán, a no ser lo que se espera de nosotros, a caer en el precipicio del ridículo cuando el auténtico ridículo reside en la falta de intención antes que en el error justificado.

A Messi le perseguía un fantasma. En Barcelona encontró rápido el respaldo y el espacio y, cuando jugaba con confianza, era una arma de destrucción masiva. Capaz de desbordar en el centro con un pase magistral, en banda con un regate sideral o en el área con un remate imposible, su catálogo de recursos era tan extenso que le llegaron a bautizar, de manera justa, como el mejor jugador del mundo. No sólo era el mejor en todas la posiciones del juego, también era el más decisivo.

Con un repertorio tan extenso y unas condiciones tan privilegiadas ¿Qué le impedía triunfar como estrella en la selección argentina? Hubo quienes culparon al sistema, otros lo hicieron con los compañeros y algunos más, lo hicieron con el entrenador de turno. Pero no es menos cierto que cada seleccionador argentino intentó hacer una clonación del sistema del Barcelona con tal de que Messi se sintiera en su jardín ¿Y los compañeros? Es posible que estos no fuesen tan excelsos como aquellos que tuvo en Barcelona, pero, en su club, Lío siempre se supo adaptar a las distintas circunstancias; se afianzó como punta de lanza en el exquisito Barça de Guardiola, se convirtió en hombre orquesta en el vertiginoso Barça de Luis Enrique, convirtió en rey de España al Barça de Valverde e intentó tapar todas las vergüenzas del Barça crepuscular hundido por Bartomeu.

El problema, entonces, era de cabeza. No podíamos deducir otra cosa. Messi, vestido de albiceleste, partía con un fantasma agarrado a su espalda en cada cabalgada. Desde su nacimiento como estrella, todo futbolista argentino se ha visto sometido a una injusta comparación con Maradona. Sin tener en cuenta que las condiciones, tanta físicas como técnicas, de cada uno eran diferentes, Messi se vio obligado a demostrar en cada partido con Argentina el doble de lo que ofrecía con el Barcelona. La lupa, siempre situada sobre su cabeza, le examinó cada pase, cada regate, cada gol, y en todas las comparaciones salía perdiendo. Porque uno había ganado un mundial y el otro no había sido capaz de embocar una pelota cruzada en aquel último partido contra Alemania. Porque el aficionado ya tenía sus prejuicios y porque a un Dios no se le puede bajar de su lugar en el cielo.

Sin capacidad cognoscitiva para asumir el reto, Messi se fue empequeñeciendo en cada cita importante con su selección. Él vivía de los detalles y nosotros vivíamos de la expectativa. El exorcismo sólo era capaz de generarse en su cabeza y el convencimiento sólo podía llegar por la vía de la creencia. Él era Messi y los demás no. Un jugador fabuloso, un talento irrepetible ¿Por qué no era capaz de asumirlo? Ningún equipo gana por inercia y ningún trofeo cae por su propio peso. Brasil tardó veinticuatro años en volver a ser campeón del mundo tras la marcha de Pelé. Los fantasmas, cuanto más grandes, son más costosos de espantar. Para hacerlo, hacía falta decisión y coraje. Messi tenía el fútbol, sólo tenía que dar un paso más.

Bastó un verano donde ya no importaba nada, un mes donde la preocupación estaba en otro lugar, un torneo donde sentirse arropado y un partido donde fluían los pases, para sentirse por fin agusto y sentirse, por fin, líder. Cuando ya nadie lo esperaba, cuando las dudas habían dado paso a la desilusión, cuando jugar era más inercia que compromiso, Argentina terminó levantando la Copa y Messi terminó levantándose a sí mismo. Sin presión, el juego es un fluído que se distribuye por el mecanismo. Sin miedo, cualquier afrenta es posible porque mirarle a los ojos al destino no es sólo cuestión de valentía sino cuestión de sentirse en paz. En el crepúsculo de su carrera, Messi mira a los ojos de generaciones anteriores y les dice a las venideras que el trono tiene su nombre y que el vacío existencial se vence con fútbol, pero sobre todo, se vence si miedo.

viernes, 1 de octubre de 2021

Pichichis: Waldo Machado

Walter Marciano había sido el primer jugador brasileño en vestir la camiseta del Valencia. Dotado de una técnica exquisita, se había ganado a la afición valenciana gracias a su exquisita técnica y su golpeo de balón. En el apogeo de su carrera, Walter, quien gustaba de los coches caros y la velocidad, acudió a un cumpleaños en la Albufera y en el camino de regreso se estampó contra una furgoneta mal aparcada a la salida de una curva. Toda Valencia lloró su muerte. Para homenajear su persona y sacar un dinero necesario para la familia, se organizó un partido homenaje al que acudió Fluminense, uno de los muchos equipos punteros de Brasil y que tenía organizada una gira por Europa en aquel verano de 1961.

La estrella del Fluminense era un delantero espigado y hábil que concretaba cada acción con un disparo a puerta sin miramientos. Aquel chico ya llevaba siete años jugando en el Flu y se había convertido en el máximo goleador de su historia. Tras tres títulos y con la huella de sus pies fijada en Maracaná, como homenaje a los grandes artistas, el chico, de nombre Waldo, remataba cada balón y jugaba siempre con una sonrisa. Era difícil no enamorarse de él.

El partido homenaje a Walter lo ganó el Fluminense en Mestalla por dos goles a tres. Waldo anotó dos goles, repartió el tercero y dejó la sensación de que, desde Mundo, no se había visto un delantero semejante en aquel estadio. Le ofrecieron dinero, casa y un futuro estable y el chico se quedó en Valencia. Tenía veintiséis años y los mejores años de su vida por delante. Se visitó de blanco, le cosieron un nueve en la camiseta y se convirtió en el mejor goleador del Valencia durante la década de los sesenta.

Le preguntaron a Luis Aragonés, maestro en el lanzamiento de faltas, que cual era su secreto y contestó que fijarse en Waldo Machado. Y es que Waldo le pegaba a la pelota con precisión milimétrica. Su golpeo, bautizado en Brasil como Folha Seca, se había instaurado en Mestalla como denominación de origen. Había anotado trescientos diecinueve goles con el Fluminense, muchos de ellos de falta, y prometió anotar otros tantos en Valencia. No fueron tantos, pero sí los suficientes como para convertirse en el quincuagésimo cuarto goleador histórico de la liga española con un total de ciento quince goles anotados.

Waldo jugó nueve años en Valencia, hasta que se fue con treinta y cinco y más de centenar y medio de goles. Era un delantero rápido, fuerte y voraz, difícil de tumbar y con una arrancada brutal que dejaba atrás a los defensores y le hacía ganarse el espacio para rematar en ventaja. Un fútbol de calle que en Brasil sacaba futbolistas diferentes y que en España terminamos gozando con tipos como el propio Waldo, Didí o Vavá. En total fueron ciento sesenta goles los que anotó con el Valencia, repartiendo, además, sesenta y tres asistencias, lo que habla de un delantero completo que, además de tener un disparo preciso, tenía una sensacional visión de juego. No obstante, es el quinto máximo asistente en la historia del Valencia, amén del tipo que marcaba en todas las finales.

Vacunó al Barça en la final a doble partido de la Copa de Ferias de 1962, hizo lo mismo con el Dínamo de Zagreb en la final del mismo torneo del año siguiente y, una vez más, marcó uno de los dos goles del Valencia en la final de la Copa del Generalísimo de 1967 ante el Athletic de Bilbao. Fueron los tres títulos que ganó como valencianista, pero, más allá de ellos, se ganó la eternidad gracias a sus goles y su forma física, siempre un segundo antes que los mejores defensores de la época.

Su debut con el Valencia no fue el esperado, ya que el equipo perdió por cero goles a tres ante el Zaragoza de Reija, Marcelino, Seminario y Lapetra. Un equipazo. Sin embargo, pudo desquitarse en la jornada siguiente cuando el Valencia visitó Oviedo y Waldo marcó los dos goles de la victoria. Empezaba una relación apasionada entre el delantero y el escudo del murciélago. Cuando sus compañeros sentían el agobio de la presión, cualquier balón en largo era disputado y ganado por Waldo. Además de sus golpes francos, eran majestuosos sus remates de cabeza y sus disparos de media distancia. Aquel primer curso terminó con catorce goles, una Copa de Ferias y la ilusión por haber encontrado un nuevo hijo pródigo.

En su primer partido en Europa le marcó gol al Nottingham Forest. Era el principio de un idilio entre Waldo y la Copa de Ferias, competición en la que jugó cincuenta partidos y anotó treinta y dos goles. Y es que, con su técnica de delantero centro perfecto, era completamente indetectable para los defensores rivales. De esta manera se convirtió en el máximo goleador valencianista en todos los torneos que disputó, alcanzando el trofeo Pichichi en la temporada 1966-67 después de anotar veinticuatro goles en treinta jornadas. Fue el cénit de un tipo que cada año fue incrementando sus cifras hasta coronarse como estrella del gol de la liga.

Su dupla junto a Vicente Guillot fue la más famosa de Levante durante aquellos años de gloria. Les llamaban "café con leche" y se complementaban a la perfección. Uno abría los espacios y el otro los aprovechaba, uno filtraba la pelota y el otro remataba a gol. Los marcaba con las dos piernas, de cabeza y de falta. Todo un manual. Con semejantes recursos se convirtió en el segundo máximo goleador en la historia del Valencia, posición que aún ocupa y que tardará en ser superada. En total fueron ciento sesenta goles los que marcó para el Valencia, muchos de ellos espectaculares, casi todos ellos decisivos.

Jugar en Europa le impidió vestir más veces la camiseta nacional de Brasil. En una época en la que la los campeonatos brasileños eran, posiblemente, los más competitivos del mundo, ganarse un puesto en la canarinha era harto difícil. No obstante, Waldo jugó cinco partidos con la verdeamarelha en los que anotó dos goles. Porque él siempre hizo goles en todos los equipos en los que jugó. Los hizo en su Niteroi natal, cuando empezó a jugar contra chicos mayores cuando tan sólo era un adolescente, los hizo en Madureira, donde llegó con diecinueve años y desde el que marchó a Fluminense, donde también los hizo, claro, tantos que aún ningún jugador del club ha conseguido superarle. Y así siguió hasta que un día de 1970, cuando ya tenía treinta y cinco años, Alfredo Di Stéfano, nuevo entrenador del equipo le miró a los ojos y le fue franco: "Usted la ha dado mucho a este equipo, pero usted ya no está para jugar aquí".

Así que tuvo marcharse al Hércules, donde jugó unos partidos junto a su hermano Wanderley antes de darse cuenta de que la velocidad le había abandonado y sus músculos ya no ganaban la partida contra los defensores. Se marchó dejando una cifra de cuatrocientos ochenta goles y la sensación de que, desde entonces, Mestalla ha visto al salvaje Kempes, al incisivo Mijatovic y al oportunista Villa, pero no ha vuelto a ver a nadie con la estética en el remate de Waldo Machado.

martes, 21 de septiembre de 2021

Jean Pierre Adams: la trágica historia del guardián negro (Por Ricardo Uribarri)

Jean Pierre Adams falleció el pasado 6 de septiembre a los 73 años. Pero en realidad, este futbolista nacido en Senegal y que hizo carrera en Francia en la década de los 70, llegando a ser internacional, había dejado de vivir hace mucho tiempo. En concreto, hace 39 años. Todo ese tiempo lo ha pasado en estado de coma persistente en su domicilio bajo el cuidado de su mujer, que siempre se negó a dejarlo morir con la esperanza de que algún día reaccionara. ¿Cómo un jugador joven y con buen estado de salud llegó a encontrarse en esta situación?

Adams nació en Dakar en 1948, hijo mayor de una familia numerosa de raíces católicas en la que se daba prioridad a la educación. Por eso, si no sacaba buenas notas, sus padres no le permitían jugar al fútbol, que era su gran afición, en la que posiblemente influyó que su tío, Alexandre Diadhiou, fuera una de las estrellas del equipo local Jeanne d’Arc. Con diez años su abuela se lo llevó a Francia en una peregrinación religiosa y lo dejó en un internado de Montargis, en el departamento de Loiret, en busca de un mejor futuro para él. Allí se quedó solo, y fue adoptado poco tiempo después por unos vecinos de la localidad, la familia Jourdain.

Una vez que acabó sus estudios primarios se puso a trabajar en una fábrica de caucho, pero sin olvidar el fútbol. Después de pasar por equipos locales y cumplir con el servicio militar, llegó con 19 años al equipo amateur del Fointenebleau, donde destacaba por sus grandes cualidades físicas. En aquella época tuvo que hacer frente a un episodio amargo cuando uno de sus mejores amigos y compañero de equipo, Guy, murió en un accidente de coche en el que también iba Jean Pierre, que prácticamente salió ileso. De aquel amargo suceso le ayudó a recuperarse una joven, llamada Bernardette, a la que conoció en 1968 y con la que inició una relación. La familia de la joven se lo tomó mal por las diferencias raciales, algo que no la frenó, y se marchó a vivir con él. Finalmente, sus padres aceptaron la situación y se casaron en 1969. Tuvieron su primer hijo a finales de ese año.

El Fointenebleau llegó a ser dos veces subcampeón amateur nacional y las actuaciones del joven Jean Pierre llamaron la atención. Kader Firoud, entrenador del Nimes, le invitó a disputar un amistoso con el equipo. Tras él, el técnico no tuvo dudas y le ofreció la oportunidad de jugar en Primera división. Tenía entonces 22 años y mucho trabajo por hacer, porque a sus cualidades físicas necesitaba sumarle una mejora en su capacidad técnica y táctica. En pocas semanas aprendió tanto que se ganó un puesto en el once titular; dejó de ser delantero y se convirtió en un centrocampista total. En el Nimes estuvo tres temporadas, y se convirtió en una pieza básica del equipo que quedó subcampeón en 1972. Hasta el punto de que le llamó la selección francesa para jugar un amistoso en Brasil. Con el equipo nacional llegó a disputar 22 partidos. El delantero argentino, Ángel Marcos, que jugaba en el Nantes, dijo de él que “hay un pilar en la dura defensa del Nimes, una especie de fuerza de la naturaleza, un coloso de extraordinario poder deportivo: Jean-Pierre Adams".

Su progresión le valió para fichar en 1973 por el Niza, que en aquel momento tenía un proyecto ambicioso. En su primera temporada lograron eliminar al FC Barcelona de la Copa de la UEFA. Uno de los técnicos que tuvo en el equipo de la Costa Azul, Vlatko Markovic, tomó la decisión de situarle como central, posición en la que se consolidó gracias a su fortaleza física, su anticipación y su autoridad. De hecho, ese terminó siendo su lugar en la selección gala, donde junto a Marius Tresor formó una célebre dupla que fue conocida como “La Garde Noire” (La Guardia Negra). De ellos dijo Beckenbauer que “Adams y Tresor forman una de las mejores parejas de centrales de toda Europa”. La no clasificación de Francia para el Mundial de 1974 ni para la Eurocopa de 1976 le perjudicó, porque provocó un cambio de rumbo en el banquillo galo y el nuevo técnico, Michel Hidalgo, apostó por otros jugadores.

Jean Pierre completó grandes temporadas en el Niza, como la 75-76, en la que el equipo acabó segundo y él fue incluido por la revista France Football en el mejor once de la Liga. Al año siguiente, varias lesiones musculares y un bajón en el rendimiento del equipo pusieron fin a su etapa en el club, recalando en el Paris Saint Germain, que se había creado pocos años antes. En el club de la capital estuvo dos temporadas, en las que los problemas físicos no le dejaron brillar como en el Niza ni el equipo logró los resultados esperados. De ahí que se marchara al FC Mulhouse, de segunda división.

En 1980 y con sólo 32 años, Adams decía adiós al fútbol de primer nivel. Se estableció en Chalón, donde abrió una tienda de artículos deportivos y jugó una temporada con el equipo de aficionados de la localidad. Una vez se retiró definitivamente, decidió prepararse para sacar el título de entrenador. Optó por acudir al curso de una semana que se hacía en la localidad de Bourguignon. Al tercer día de estar allí, y durante unos ejercicios, se hizo daño en la rodilla derecha. El diagnóstico en el hospital de Lyon al que acudió fue que tenía dañados los tendones del músculo en la parte posterior de la rodilla. Le aconsejaron que para evitar problemas posteriores se operara. Era una intervención sin aparentes complicaciones y fijaron la fecha para realizarla el 17 de marzo de 1982. El día en que Jean Pierre Adams dejó de vivir.

Poco antes de entrar al quirófano habló con Bernardette. “Ven a buscarme en ocho días, después de que haga la rehabilitación. Y no te olvides de traerme las muletas”. Fue la última vez que escuchó su voz. Aquella misma jornada había convocada una huelga en el hospital y el personal estaba muy reducido. De hecho, solo había una anestesista para las ocho operaciones previstas esa mañana. Jean Pierre fue atendido principalmente por un aprendiz, la intubación no se realizó de manera correcta, lo que provocó un broncoespasmo y que el oxígeno no llegara a su cerebro. Quedó en coma profundo. Tres semanas después despertó, pero el daño cerebral había sido masivo, perdiendo sus funciones motoras.

Adams estuvo en aquel hospital durante ocho meses, y después fue trasladado a otro más pequeño en Chalon. En las primeras cuatro semanas allí llegó a perder 11 kilos. Los médicos recomendaron a su mujer que lo mejor que podría hacer era llevarlo a un centro especializado en la atención de ese tipo de pacientes, pero ella se negó. “No creo que supieran cómo cuidarlo”, pensó, y decidió llevárselo a casa, en Rodilhan, muy cerca de Nimes, la que desde entonces llamó “la casa del deportista del bello dormir”, como rezaba en la entrada. Adaptó un cuarto y durante todos estos años ha estado cuidando día tras día a su marido con la ayuda de una enfermera y un fisioterapeuta. Le daba de comer purés, le vestía, le afeitaba, hablaba con él, recibía la visita de sus dos hijos y sus nietos y hasta le regalaban cosas en su cumpleaños y en Navidad. 

En 2006, en una entrevista a Le Parisien, decía que “Jean Pierre huele, oye, se sobresalta cuando un perro ladra, abre y cierra los ojos, aunque no pueda ver. Él puede respirar por sí mismo, no está enchufado a ninguna máquina, tan solo está conectado a mí”. Sobre la posibilidad de recurrir a la eutanasia, señaló en otra entrevista a la CNN, “¿qué quiere que haga? ¿Privarlo de la comida? ¿Dejar que muera poco a poco? No. No me corresponde a mí decidir por él”.  Tresor, su antiguo compañero de selección, que nunca quiso visitarle en su casa, veía las cosas de otra forma. En su momento manifestó que “incluso si Jean-Pierre se despierta, no reconocerá a nadie. ¿Vale la pena vivir así? Si algo así me sucede, le diré a mi esposa que no me mantenga aquí”.

Con la ayuda económica que le proporcionaron la Federación francesa, equipos como el PSG y el Nimes y la recaudación de varios partidos benéficos de exinternacionales galos, la mujer de Adams pudo salir adelante. El juicio sobre lo ocurrido duró casi 12 años y, finalmente, la anestesista y el aprendiz fueron declarados culpables de ocasionar lesiones involuntarias y condenados a un mes de libertad condicional y a una multa cada uno de 750 euros. El propio ayudante reconoció en el tribunal: “No estaba capacitado para la tarea que me asignaron". El hospital tuvo que pagar a Bernardette una indemnización y hacerse cargo de los gastos de tratamiento médico. “Nunca se disculparon conmigo por lo sucedido”.


Publicado en CTXT.

martes, 14 de septiembre de 2021

Mano izquierda

Un equipo de fútbol, ya lo dijo Valdano, es un estado de ánimo. Y es que, más allá del talento, materia prima fundamental a la hora de afrontar los retos, no hay mayor propósito para el entrenador de fútbol que conseguir que el grupo se convierta en equipo y que el equipo reme, al completo, en la misma dirección. Es lo que se llama gestión de grupos; administrar los egos, sobreponerse a las circunstancias y convencerles del objetivo. Todo es más fácil cuando en el grupo no destaca la egolatría, la rebeldía y la excentricidad. Las cosas fluyen mejor cuando los jugadores están convencidos de que la estrella es el equipo y que el capitán se sienta en el banquillo.

Si en algo se ha caracterizado el trabajo de Simeone a lo largo de estos años como entrenador del Atleti, ha sido en la gestión de los grupos con los que ha ido trabajando. Ya no es sólo que haya conseguido que la mayoría de sus futbolistas rindan por encima de sus capacidades, sino que ha conseguido que, en un equipo ganador, nadie se siga creyendo más que nadie, y, para eso, sólo hay una receta, trabajo, constancia y fe en tu discurso. Como un prestidigitador de primera, cada palabra, cada frase y cada consejo, se ha convertido en mantra y el mantra se ha trasladado al terreno de juego. El Atleti compite cada partido como si fuese el último y no se para a lamentarse cuando le llega una dolorosa derrota.

En esta línea de trabajo, cada vez que un alma díscola se salía del rebaño, terminaba fuera del equipo y, con el tiempo, añorando épocas mejores. Así le pasó a Mario Suárez, a Carrasco, a Diego Costa y más recientemente a Saúl. El equipo siempre por encima de las individualidades. Por eso extraña en demasía comprobar como Simeone se ha encaprichado de Griezmann después de haber reconstruido a un equipo campeón y de contar en sus filas con otros cuatro futbolistas de circunstancias parecidas.

El regreso de Griezmann, más el fichaje de Cunha, va a obligar a Simeona a dejar a ambos o bien a Correa, Joao Félix y Luis Suárez en el banquillo. La decisión no tendría demasiada problemática si se tratase de chicos que empiezan a ganarse el pan, pero tratándose de jugadores contrastados y con peso en el equipo algunos de ellos, habrá de echarse el capote a la mano izquierda y lidiar con mesura porque se enfrenta a su mayor reto como entrenador y es el de conseguir que los gallos heridos no le revolucionen el gallinero.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Levante, Juan

Las calles de Donostia eran un conglomerado de nervios y las calles de Gijón eran una locura. La Real era el equipo del pueblo y, sobre todo, un grupo de amigos que empujaban a una en pos de una gloria que jamás habían alcanzado. Atrás quedaban los años en lo que se había convertido en equipo ascensor y, asentado en Primera desde mediados de los sesenta, se había ido consolidando poco a poco hasta cuajar un equipo casi indestructible. Una veintena de jugadores de casa dispuestos a morir por el escudo del balón y la franja azul.

Hay nervios en la expedición. Nadie ha dicho nada pero Zamora, el motor del equipo, se queja de un tirón muscular. El fisio masajea y masajea y le pide a Zamora que haga un último esfuerzo, pero sin cometer locuras. Finalmente, da el visto bueno y el entrenador, el gran Ormaetxea, padre de todos, le incluye en el once titular. Lógicamente, con el número diez.

Basta un punto, así que el mensaje es claro: "No nos pongamos nerviosos". Y así sale el equipo, con aplomo y tratando de que el partido no se le vaya de las manos. Ha llovido mucho en Gijón durante las horas previas y el campo está encharcado. "Mejor", piensan, "Estamos acostumbrados al barro". El Sporting no se juega nada y mira. No pasa gran cosa durante los primeros minutos. La Real es campeón y no necesita más, el Madrid empata en Zorrilla y todo está saliendo según lo planeado.

Todos están de acuerdo en el que la fortaleza de la Real reside en su sistema defensivo. Es un equipo muy solidario en el que todos trabajan a destajo. En la línea de retaguardia, Olaizola, Górriz y Celayeta se encargan de los marcajes más intensos y el mariscal Kortabarria es el jefe sobre que el pasa todo el juego desde la línea de atrás. Un tipo sobrio, sin demasiados excesos, que se hace respetar con pocas palabras y mucha intensidad. Le pega bien a la pelota, muy fuerte, y eso será un arma a utilizar durante la primera gran jugada del partido.

Porque López Ufarte es objeto de un claro penalti cometido por Maceda tras un grave error de Redondo y Kortabarria se acerca al área para ultimar el pacto al que había llegado con el pequeño extremo del equipo. López Ufarte tiraba los penaltis excepto si se los hacían a él. "Si me lo hace a mí, lo tiras tú", le había dicho al número seis, así que Kortabarria colocó el balón en el punto de penalti y se dispuso a escribir la primera página de una bonita historia.

Porque el sueño ya se había convertido en pesadilla durante la temporada anterior, cuando el equipo había batido el récord de imbatibilidad de la historia de la liga pero no había sido capaz de levantar el trofeo después de una derrota en Sevilla que aún escocía en el alma y supuraba el corazón de cada uno de los seguidores y jugadores txuri urdines, sí que no debían volver a repetir la historia, aquel penalti debía ir dentro al igual que fue dentro aquel maldito penalti que les pitaron en contra en el último minuto en el Bernabéu durante la temporada anterior y del que se estuvieron acordando durante todo el verano. Porque ya debían haber sido campeones antes y, sin embargo, no habían sabido, o no les habían dejado, mantener un resultado que les era más que favorable.

Y es que el Bernabéu seguía siendo su asignatura pendiente. Aquella temporada habían vuelto a perder, merced a un gol de Santillana y, entre unos resultados y otros, ahí estaban ambos de nuevo, una vez más, jugándose una liga que el Madrid creía suya por derecho y a la que la Real seguía aspirando por propósito. Así que Kortabarria coloca la pelota con decisión y su pierna derecha es la pierna derecha de toda Guipúzcoa. La pega fuerte, arriba, como indican los cánones y la Real, que necesita un punto ya tiene dos. Sólo tiene que aguantar, cumplir el trámite y festejar.

Pero queda mucho. Un mundo. El Molinón no se siente a disgusto viendo a la Real campeonar porque a ellos, hacía dos años, un árbitro les había agraviado cuando se jugaban la liga contra el Real Madrid, así que, puestos a elegir, prefieren ver levantar la copa al vecino vasco que al tirano de la capital. Así que todos los condicionantes están a favor; el resultado, el público y la euforia. Pero llega la ansiedad, algo con lo que no contaban, porque ganar es muy bonito, pero muy difícil. Hay un momento en el que te llega el vértigo y hay que saber lidiar con él, saber controlarlo, saber superarlo. Y el Sporting, encima, aprieta de lo lindo, no se juega nada pero disputa cada pelota como si se jugase la vida. Todos sospechan una verdad que nadie cuenta y es que el Madrid ha primado al Sporting y estos tratan de hacer el partido de su vida para disgusto de su público. El Molinón está lleno de gijonenses y de guipuzcoanos y todos sienten angustia, porque no lo ven claro, porque se temen lo peor.

Y lo peor llega en los peores minutos. Uno antes del descanso y uno después del mismo. Manolo Mesa mete el pie en dos ocasiones y las dos veces la pelota entra dentro de la portería de la Real. Son dos goles evitables, sí, pero goles al fin y al cabo. Y la liga está perdida y las esperanzas mueren, y la euforia se apaga de repente.

Le toca a la Real jugar, proponer y, al menos empatar. Y para ello ha de dar vida a su línea de delanteros. Idígoras es el enlace entre el medio y el punta, algo escorado a la izquierda, siempre batallador y goleador puntual, porque el gol es cosa de Satrústegui, el máximo goleador histórico del equipo y el tipo que caza goles como quien caza liebres con su escopeta, y la magia es propiedad privada de López Ufarte, un pequeño genio acodado a la derecha que inventa regates inverosímiles y regala goles tangibles. Pero el pequeño diablo está aislado, taponado por Redondo y ahogado por las circunstancias. Los centro terminan en las manos de Castro y las jugadas terminan despejadas por la zaga del Sporting. No hay liga, no hay vida, no hay esperanza.

Otra vez igual, como cuando perdieron en Sevilla por dos goles a uno a pesar de jugar contra nueve jugadores y llevar treinta y ocho partidos sin perder. Allí habían perdido una liga que tocaban con los dedos y la historia, cruel y perversa con quien no está acostumbrado a escribirla, estaba a punto de darles otro revés. Y eso que habían sabido aprovechar todas las circunstancias. A diez jornadas del final estaban en la séptima posición, pero el Barcelona se había hundido por el secuestro de Quini y el Atlético se había desquiciado después de un arbitraje polémico en el Calderón. Y ahí habían estado, ganándole al Sporting en casa durante más de media hora y viendo como el tiempo pasaba y el Sporting, que era un equipazo, les privaba de la gloria y la historia.

Castro bajaba cada balón con las manos y la Real, que no ganaba un título desde la Copa de 1909, iba camino de completar un siglo en blanco, toda una historia. Y eso que contaba con la mejor generación de futbolistas posibles, comandados por el gran Alberto Ormaetxea, ideólogo en la sombra y sujetados por los milagros impredecibles de Luis Arconada, el ídolo de todos los niños del país quienes bajaban al descampado con sus guantes y sus rodilleras para parecerse, durante unos minutos, al mejor portero de España.

Tal era su influencia que, cada vez que Atocha veía como a su equipo le pitaban un penalti en contra, toda la afición, en coro, entonaba una coplilla que transcendió a cada rincón del país: "No pasa nada, tenemos a Arconada". Pero Arconada no había podido detener los disparos picudos de Mesa y la Real se estaba ahogando en los charcos de El Molinón en una veintiséis de abril que iba camino de convertirse en maldito.

Ni lo arreglaba Satrústegui, ni lo arreglaba Arconada, ni lo arreglaba la excelsa sala de máquinas sujetada por Diego y Alonso y dirigida por Ricardo Zamora. Zamora era un centrocampista con alma de goleador, un poco el Platini del Norte, en una época en la que el jugador francés estaba de moda después de haberse coronado como mejor jugador de la liga francesa. Un verso libre que ponía el toque de distinción a un equipo intenso que contragolpeaba con furia. Pero de nada servía ahora la furia y la ilusión, el Madrid era campeón y el Sporting estaba metido en su área, despejando cada centro, convirtiendo en inútil cualquier esfuerzo. Pero en la última jugada algo intuye Zamora para permanecer dentro del área. El centro de Olaizola, largo, lo ha despejado Castro y ha llegado hasta Kortabarria, totalmente sólo en el círculo central, que lo ha jugado, abierto hacia Alonso, Alonso la pone al área, con más corazón que cabeza y el balón, medio despejado, cae a los pies de Górriz quien amaga un disparo que no termina de salir, con ese gesto y ese error, la zaga del Sporting se ha adelantado y ha dejado solo a Zamora quien, de repente, se ve con el balón en los pies y la portería delante de él. El disparo es fuerte, pero sale demasiado centrado, parece fácil para Castro pero el portero del Sporting sólo toca el balón sin acertar a despejarlo. Cuando todos, incluidos jugadores y aficionados, quieren abrir los ojos, el balón está tocando las redes ¡Gol! El entusiasmo es generalizado, la locura es irremediable.

"Tu peor tiro fue tu mejor pase", le recuerda Zamora a Górriz y ambos, abrazados, recorren el campo de vuelta al juego sabiendo que ese título cambiará la historia del club. Después vinieron más; otra liga, una Copa y una Supercopa, pero ninguno tuvo el sabor a éxito glorioso como lo tuvo aquella liga ganada en Gijón en el último minuto. Empapados de agua y sudor, manchados de barro y gloria, marcados por las lágrimas y la euforia, los jugadores de la Real dieron la vuelta al campo mientras, en Guipúzcoa, miles de aficionados vibraban con la voz de Josean Alkorta en sus radios y con la ilusión por las certezas cumplidas erizando su piel. Aquellos chicos de casa le habían dado al equipo la mayor gloria de su historia, aquel equipo se había ganado, por derecho propio, un lugar privilegiado en el imaginario colectivo del aficionado español.

El Madrid, que había hecho sus deberes ganando por un gol a tres al Valladolid, esperaba sobre el césped de Pucela a la resolución del partido de Gijón, entre ellos, Juanito, de rodillas en el centro del campo, pues había prometido hacer el camino hacia vestuario de esa manera en caso de ganar la liga, cuando un revuelo azota los oídos de la plantilla. Hay gol en Gijón. Alguien, nervioso, y antes de escuchar el veredicto, dice que es gol del Sporting, el tercero, con lo que Juanito comienza a caminar con ambas rodillas y los brazos en cruz. Otra liga. Somos el Madrid, cómo dudar de nosotros. Pero alguien hace saber a Boskov que la información recibida es errónea. Es gol de la Real, son campeones. Por lo que el entrenador yugoslavo se dirige hacia su futbolista y le dice, resignado: "Levante, Juan, se lo han merecido".

Lo habían merecido ya el año anterior cuando no fueron capaces de rematar su faena en el Sánchez Pizjuán muertos de miedo y lo habían merecido aquel año después de cinco victorias consecutivas y de recoger todos los cadáveres que quedaban en el camino. Se cayó el Atlético, se cayó el Barça y no le alcanzó al Athletic. Atotxa volvió a ser un fortín y la Real ganó su primera liga en un último suspiro que aún permanece en el recuerdo de todos los que vivieron aquel domingo pegado a un transistor o empapándose hasta los huesos en la grada de un Molinón que terminó postrado a sus pies.

martes, 31 de agosto de 2021

Plan Anfield

 


Llevaba días con la entrada sobre la mesilla. La acariciaba cada noche, justo antes de dormirme, la imaginaba en su lugar de destino, picada por un torno, dándome acceso a ese lugar donde los sueños se convierten en verdades y donde las verdades viven más allá del resultado. Un lugar donde los deseos viven en forma de canción y las canciones viven en el seno de la leyenda.

Cuando el sorteo dirimió, por capricho, que el rival sería el Liverpool, activé el móvil, envié un mensaje y supe la respuesta incluso antes de recibirla.

“Nos vamos a Anfield ¿No?”

“Of Course”.

Charly era, más que un amigo, un compañero de vida. Con él había celebrado un doblete, llorado un descenso y gritado, indignado, a todos aquellos tipos que, durante una década, se dedicaron a ensuciar el escudo del equipo y a desprestigiar una historia que, con sus más y sus menos, llevaba grabada la palabra grandeza junto al nombre del equipo. Habíamos soñado juntos, reído juntos e incluso habíamos llorado en silencio mientras nos ofrecíamos un abrazo y nos regalábamos una palmada en la espalda que decía otra vez será y lo nuestro es siempre volver a levantarse.

Así que no íbamos a dejar pasar una oportunidad como aquella. Habíamos viajado a Alemania, a Rumanía, a Italia, a Portugal y alguna que otra vez a Inglaterra, pero no habíamos podido estar en Anfield ni cuando Pernía metió una pierna sin contactar, ni cuando Forlán estrelló contra la red todos los malos augurios que habían conducido al equipo hacia su autodestrucción. Aquella semifinal de Europa League la había visto con Charly en el bar de Cisco, bebiendo cerveza, gritando a la tele y cantando el gol con toda la energía que le supuraba del alma.

El bar de Cisco era un templo sagrado. Allí se servían las mejores cañas de cerveza y las mejores tapas de morro de cerdo a la plancha. Los olores, peculiares y ya familiares se entremezclaban con las voces. La gente acudía allí a emborracharse, a liberarse, a recordar y, sobre todo, a aislarse de un mundo que les tenía agarrados por las pelotas.

Y nosotros acudíamos allí a ver los partidos del Atleti como visitante, a llenar la barriga de cerveza, a eructar y a gritar como animales mientras nos tocábamos las pelotas y mandábamos al carajo a los aficionados del equipo rival mediante cortes de manga y dedos corazones mostrándose en el aire como un arma arrojadiza ante la amenaza.

Lo único que mostrábamos era nuestra estupidez y, sobre todo, nuestra mala educación, pero no nos quedaban modales ni nos quedaba paciencia. A primeros de febrero, y sufriendo por el resultado del sorteo para los octavos de Champions, el Madrid nos ganó por uno a cero después de escamotearnos el penalti de rigor y acabamos a tortas con alguno de los clientes del Cisco después de que nos cantasen el gol y la victoria a veinte centímetros de nuestras narices.

La violencia nunca fue el camino correcto hacia la razón, pero para nosotros era el camino más corto hacia el silencio, porque mientras golpeábamos nos olvidábamos de todo; de las derrotas, de la frustración y de la rabia por no tener un equipo acorde a nuestras expectativas. Aun así, seguíamos creyendo en él. Aun así, sabíamos que Anfield nos esperaba con los brazos abiertos y las ganas en todo lo alto.

Aquella semana la pasamos de casa al trabajo y del trabajo a casa mientras veíamos en las noticias como un montón de chinos se morían por un virus que estaba asolando una de sus regiones. Como aquello nos pillaba lejos y nosotros sólo pensábamos en rojo y blanco nos dejamos llevar por las verdaderas noticias que nos importaban y eran las que nos decían que la redención debería llegar el sábado en el partido ante el Granada. Los chinos seguían muriendo por miles pero nosotros le ganamos al Granada y ninguno quisimos pensar en ello. Para qué preocuparse por algo que estaba ocurriendo a miles de kilómetros y que no dejaba de ser sino otra gripe estacional como aquellas otras con las que tanto nos amenazaron y al final no significaron más que una alarma en lugar de una realidad.

Con la entrada para Anfield guardada en el cajón de los sueños pendientes de cumplir, nos dedicamos a trabajar y a vivir la vida y la monotonía de la manera más rutinaria posible mientras conseguíamos vuelos de bajo coste y billetes de tren que nos llevarían desde Londres hasta Liverpool en un viaje de tres horas con la garganta preparada y los ojos encendidos.

Beberíamos cerveza, recorreríamos Penny Lane y cantaríamos en The Cavern mientras algún solista nos deleitase con alguna versión de los Beatles. La penúltima sería en The Albert y rendiríamos pleitesía al viejo Bill Shankly antes de buscar nuestro lugar en el estadio y prepararnos para una noche de infarto.

El viernes empatamos a dos en Mestalla después de un partido más que decente y nos pusimos el traje de aficionados en una semana que nos debería hacer entrar en los libros de historia. El Liverpool llevaba casi un año sin perder, era líder destacado de la Premier League y practicaba el contragolpe con la precisión y la belleza de los más grandes de la historia. Nadie decía que éramos favoritos y sin embargo llegamos al Metropolitano insuflados de ánimo y ebrios de cerveza.

El autobús buscó un hueco entre nuestros cuerpos, nuestras bengalas y nuestros gritos de ánimo, y el equipo, encendido por el recibimiento y empujado por la responsabilidad, se marcó uno de esos partidos en los que no deja jugar a su rival y sabe sacar máximo rendimiento de sus oportunidades. Uno a cero, gol de Saúl y nos vemos en Anfield, colegas y va a ser muy duro.

Duros estaba siendo, en realidad, aquellos días en el norte de Italia. El Valencia había jugado en Milán y se comentaba aquel viaje como una temeridad por parte de los aficionados españoles. Más allá de las realidades estaba lo que nos contaban. Es una gripe, chavales, no es para tanto, y por qué nos íbamos a preocupar nosotros por una gripe si ya habíamos sufrido a Messi, a Cristiano y a la madre que los parió a los dos juntos.

La inercia positiva nos hizo ganar al Villarreal por tres goles a uno después de un buen partido y a pesar de haber empezado perdiendo. Por segundo año consecutivo, le ganábamos al Villarreal en casa, lo que no era mala noticia viendo lo que había ocurrido en temporadas anteriores. Ese equipo se nos atascaba como pocos, igual que se atascaba la salud de muchos italianos en el norte. Por ello, cuando visitamos al Espanyol el día uno de marzo, en el bar de Cisco había un par de locos con una mascarilla. Nos reímos por lo bajini de ellos mientras, por otro lado, nos condenábamos a galeras mentalmente por el paupérrimo juego ofrecido por el equipo.

El Atleti como ya le ocurría a algunos españoles, andaba flojo de salud. Por vez primera, aquel segundo día de marzo, tras regresar del trabajo y mirar el telediario, temimos por la factibilidad de nuestro viaje a Liverpool. Aun así, preferimos obviar el peligro y durante toda la semana anduvimos quedando en bares y negocios para charlar, beber cerveza y olvidarnos de un mundo que quería mandarnos a todos a tomar por saco.

El viernes me levanté con una tos molesta a la que quise quitar importancia. Sería la primavera, o el tabaco, o váyase usted a saber qué. El caso es que, aunque molesta, fue remitiendo a lo largo del día con copas de anís y cigarrillos intempestivos. Charly y yo nos despedimos con un abrazo y quedamos para ir el día siguiente al Metropolitano para darle caña al Sevilla y tomarnos unas birras antes y después.

Lo que sentí el sábado, además de tos, fue una sensación de malestar que me había robado las ganas hasta de levantarme de la cama. Intenté tomarme un café pero pronto descubrí que no me sabía a nada. Defequé, de un tiró, toda la cena de la noche anterior y me alarmé al comprobar que mi olfato no podía detectar ni un ápice de aquel mal olor. Alertado por la sensación, me puse un termómetro en la axila y el pitido, segundos después, me alertó de una temperatura anómala; treinta y ocho coma dos.

Acojonado por las noticias que iban llegando y alarmado por la situación sanitaria, marqué un número de teléfono que había encontrado en internet, pero allí no había información ni atención. Directamente, tras la línea, no había nadie. Sonaba y sonaba y nadie respondía y yo cada vez me sentía peor, no sé si fruto de los síntomas o fruto del miedo. El caso es que me tomé dos paracetamoles y me tumbé a esperar a que hiciesen efecto mientras escuchaba en la radio las impresiones del partido que, el día anterior, habían jugado Alavés y Valencia y que había puesto al equipo Che, una vez más, en la picota de la mala planificación y el abismo de una temporada sin objetivos.

Con el sonido de la voz del locutor, me quedé dormido y desperté una hora más tarde con el cuerpo repuesto y los ánimos, de nuevo, encendidos. Tenía ganas de partido. Volví a recalentar el café y lo apuré de un trago queriendo creer que el sabor amargo me había inundado la boca. Volví a colocarme el termómetro y la temperatura regresó a los treinta y seis grados habituales, desapareció el malestar y el dolor de estómago, así que me puse la rojiblanca, marqué el número de Charly y le emplacé a las dos y media en la puerta del treinta y cinco. El ritual de siempre; un par de birras, unas cuantas risas, tres cánticos y al fondo con los de siempre.

La cerveza nos calentó el alma y nos entonó el ánimo. Con la garganta encendida olvidamos los dolores y quisimos apagar la tos con las canciones previas a cada partido. Era un madridista quien no botase, un vikingo quien no cantase y un desarraigado quien no pusiera lo que había que poner para ganarle al Sevilla y colocarnos en la posición de privilegio que ya nos pertenecía por derecho propio.

Incluso nos permitimos el lujo, en plena previa, y ya situados en nuestros sitios de fondo sur, de planificar la hora de quedada para llegar con tiempo a la Terminal cuatro del aeropuerto y poder tomar un café caliente antes de hacer el embarque. El miércoles a las seis de la mañana en el andén de Metro de Nuevos Ministerios.

El partido ante el Sevilla fue un quiero y no puedo y nos dejó una sensación de amargor en la boca que difícilmente se iba a conseguir quitar ante el campeón de Europa. A pesar de dominar durante gran parte del encuentro y de gozar de las mejores ocasiones, no conseguimos pasar del empate a dos después de conceder una ocasión clara y un penalti en dos acciones defensivas absurdas. Difícil sorprender al Liverpool en casa con semejante nivel de concentración.

Pero nada nos iba a impedir dejar de creer; ni el resultado ante el Sevilla, ni la fortaleza del Liverpool, ni mucho menos esa enfermedad que decían se extendía por España e iba a impedir realizar viajes más allá de nuestras fronteras.

Cómo íbamos a imaginar entonces cuánto de estúpidas eran nuestra ilusiones. El domingo casi no pude levantarme de la cama, y cuando lo hice fue dando bandazos de pared en pared hasta llegar al salón y poder ponerme el termómetro. Treinta y nueve con tres. Inmediatamente traté de acompasar la respiración pensando que el ahogo me lo estaba produciendo el estado de nervios, pero rápidamente me di cuenta de que tenía los pulmones bloqueados y apenas podía expulsar el aire que exhalaba.

Me temblaba la mano cuando agarré el móvil, tanto que apenas fui capaz de marcar el uno, uno, dos. Lo conseguí a la sexta y tras muchas dificultades. Tras un largo esfuerzo por aplacar la voz logré decirle al operador que me estaba muriendo y que necesitaba que una ambulancia viniese a por mí. Cuando me preguntó por la dirección de mi domicilio se me vino el mundo encima, no tenía aire para aguantar hablando durante más de dos segundos. Tardé dos minutos en poder decirle dónde vivía y cómo me llamaba. Cuando sonó el timbre habían pasado veinticinco minutos y yo ya creía que habían pasado veinticinco días.

Me derrumbé nada más abrirles la puerta. En un sinsentido que me llevó a navegar más allá de la realidad, pude notar como me introducían un tubo por la boca, como presionaban mi pecho para tratar de reanimarme y como me subían, a duras penas, a una camilla que no entraba por el ascensor. No recuerdo como llegué al hospital. Supongo que cerraron la puerta sin preguntar, que me bajaron como buenamente pudieron y que me introdujeron en la ambulancia para buscarme un sitio en la UCI del hospital más cercano.

Pude abrir los ojos una hora y media más tarde. Comprobé, en un estado de calma inusual, totalmente drogado por los calmantes, como me habían enchufado a un monitor y como una máscara, enchufada a la toma de oxígeno, tapaba gran parte de mi cara. Y como apenas podía moverme. Pero lo que más me alertó fue el tremendo dolor que sentí en el pecho cuando hice el amago de toser.

Dos señoras vestidas de blanco se acercaron a mí y manipularon los tubos y la vía que me unía a ellos mediante un mecanismo enchufado en el brazo. Creo que me inyectaron un calmante porque no tardé en volver a perder la consciencia. Cuando la recuperé ya no podía ni toser porque tenía la garganta perforada y un tubo enganchado a la misma directamente. Supuse que aquello iba a parar a la toma de oxígeno. Mis suposiciones empezaron a ganarle terreno a las certezas ya que no podía ver nada de lo que ocurría en la habitación; me encontraba boca abajo y era presa de una incomodidad tan latente que, por momentos, me daban tentaciones de querer terminar con todo allí mismo y en aquel preciso momento.

Durante un tiempo alterné momentos de extraña lucidez con otros en los que sentía como los párpados me pesaban y terminaba sumiéndome en un extraño estado de somnolencia donde las pesadillas le ganaban a los sueños y donde el dolor le ganaba siempre a la incomodidad. Con los brazos atrapados y la garganta perforada, me pregunté si no era mejor morir, y si no hubiese sido mejor quedarse en casa cualquiera de esos días en los que empecé a toser y preferí mirar hacia otro lado antes que afrontar que aquello de lo que tanto hablaban en la televisión era realmente una amenaza y no una simple noticia lejana.

Me ardía el pecho, pero no tanto como lo hacía la garganta. No podía respirar por mí mismo y no tardé en darme cuenta, en aquel estado de semiinconsciencia, de que era presa de una máquina y mi respiración era más mecánica que natural. Dormía y despertaba, despertaba y volvía a dormir, me alimentaban a través de una vía enchufada a mi mano derecha, por donde también entraba medicina y que tenía colocada en una postura antinatural que me provocaba incomodidad y ganas de arrancarme el brazo y salir corriendo.

Perdí la noción del tiempo de tal manera que no supe, ni intuí, cuanto tiempo estuve intubado boca abajo hasta que el sonido del móvil de una de las enfermeras me devolvió al mundo real. En aquella combinación siniestra entre la realidad y el mundo de las pesadillas, en aquel estado de letargo en el que los minutos eran horas y las horas eran años mientras intentaba luchar contra mis párpados y buscaba un resquicio de aire dentro de mis pulmones, la voz de un locutor de radio me dio una bofetada de realidad. Yo debería estar en Anfield y estaba postrado en la cama de un hospital. Debería estar animando a mi equipo, ebrio de cerveza e ilusión y, sin embargo, mi lucha no era la de obtener el billete para cuartos de final sino la de intentar salir con vida de aquella habitación donde los pitidos de una máquina acompañaban el son de mis sueños desesperanzadores.

 La enfermera iba y venía. Me colocaba la sonda, comprobaba mis constantes, me tomaba la temperatura, miraba la saturación e, inmediatamente, se iba alejando mientras pasaba revisión al resto de box de la Unidad de Cuidados Intensivos. Pero el sonido de la radio, retransmitiendo el partido del Atleti no dejaba de sonar, y a medida que se alejaba yo iba perdiendo la comba de la narración hasta que el sonido se convertía en un susurro y, otra vez, en nada. Y así una y otra vez. El Liverpool dominaba, Oblak paraba y el Atleti, según decían, parecía que aguantaba ¿Irían cero a cero?

No sé cuánto tiempo permanecí dormido en aquel letargo en el que se había convertido mi vida, pero hubo un momento en el que desperté para creer que, sí, entonces ya estaba muriendo. Coincidió la falta de aire, el malestar general y la sensación de tener el cuerpo ardiendo cuando la radio me devolvió el sonido de un gol. Liverpool dos, Atlético de Madrid cero. Primera parte de la prórroga.

Sentí como me bombeaban el aire, como presionaban mi pecho, como trataban de recuperar mis constantes. El móvil, con la voz del locutor, seguía sonando, en voz baja, pero lo suficientemente alta como para llevármela al otro mundo como el último sonido que había escuchado en mi vida. Y encima, el cabronazo, me estaba relatando una derrota del Atleti. Un Atleti eliminado y un hincha muerto. Caprichos inmóviles de la vida.

Estaba a punto de espirar el último aliento de mi vida cuando una voz, seguida de un alboroto, se coló en el box y mi corazón volvió a bombear, como por arte de magia. Llámenlo milagro. Llámenlo Llorente.

Porque ese es el nombre que escuchaba sin cesar. Llorente, Llorente, Llorente. Yo quería sacar aquel entumecimiento de mi cabeza y saber, de una puñetera vez, quien era ese tipo del que tanto hablaban porque el sobrino nieto del extremo del Madrid de los cincuenta no podía ser. Era un mediocentro sin condiciones para el pase y sin habilidades para la conducción. Llorente, Llorente, Llorente.

-        ¿Qué pasa? – Escuché preguntar a una enfermera. O igual era una auxiliar. O un médico. O alguien que pasaba por allí en zapatillas de andar por casa.

-        Gol del Atleti.

 

Se dispararon las constantes. Se aceleró el pulso, aumentaron los latidos, subió la saturación, sentí como el aire, de repente, regresaba a mis pulmones.

-        ¿Otro?

-        Sí. Empate a dos. Los dos goles de Llorente.

 

Llorente, Llorente, Llorente.

En aquel momento abrí los ojos. Como dos resortes empujados por la necesidad de atención, saltaron mis párpados hacia arriba y quedé con la mirada expuesta hacia el vacío que había bajo el colchón. Sábanas, suelo y unos zuecos desgastados.

-        Se está recuperando. – Dijo la voz.

-        Como el Atleti. – Contestó la chica que portaba la radio.

 

Con el tercer gol, el de Morata, comencé a toser sonoramente. Ya no necesitaba intubación, es más, aquel aparato del demonio me estaba produciendo una asfixia horrible e insoportable. Sentí como las flemas se amontonaban en la garganta e intenté respirar hondo, pero lo único que pude hacer es toser con un sonido casi agónico.

-        ¡Corre, desintúbale!

 

Sentí el alivio cuando me sacaron el tubo de la tráquea y pude respirar, por fin, por mis propios medios. Me manipularon y me colocaron boca arriba. El locutor de radio cantó el final del partido y la clasificación del Atleti para los cuartos de final de la Champions League y yo, de repente, pude esbozar una forzada sonrisa.

-        Parece que está contento.

-        Quién lo diría. Hace unos minutos pensábamos que se iba.

 

Llorente, Llorente, Llorente.

Y en aquel, momento, antes de cerrar los ojos y dejar que el cansancio me venciese, sentí que mi alma y mi voz estaban en Anfield con todos mis compañeros de grada.

Así que de eso trataba la felicidad.