martes, 31 de mayo de 2022

Balones de oro: Oleg Blokhin

En la temporada 1970-71, un joven extremo salido de la cantera del Dinamo de Kiev, se consolida como titular en el primer equipo. Aquella temporada juega veintisiete partidos y anota catorce goles. Apenas ha cumplido la mayoría y ya es una estrella rutilante. No tarda en convertirse en el mejor arma de un equipo que ama el vértigo y en el mejor reclamo de un país que trata de lamer las heridas del adiós de su gran mito Lev Yashin.

Como el comunismo prohibe el profesionalismo deportivo, Blokhin puede acudir como futbolista amateur a los Juegos Olímpicos de 1972. Sería el primero de los tres a los que acudiría, no jugando un mundial hasta que en 1982, la URSS por fin picó billete y pudo presentar al mundo a su rutilante estrella. Pero aquel Oleg Blokhin ya no era el mismo futbolista de sus inicios. Tras ganar por un gol a cero a Bélgica, la selección soviética se tuvo que marchar a casa, la misma Bélgica que, cuatro años más tarde, y bajo el abrasador sol de México, le cortó las alas tras un partido trepidante en el que merecieron más y obtuvieron menos.

Para entonces, Blokhin ya había ganado ocho veces la liga soviética e iba camino de batir el record de partidos con la camiseta de Dínamo de Kiev que finalmente establecería en quinientos ochenta y dos. Dejó, sobre todo, la estela inolvidable de un tipo que arrancaba buscando el espacio y, cuando recibía la pelota, era prácticamente letal. Y es que sus movimientos, siempre de dentro hacia afuera para buscar el balón y de fuera hacia adentro para conducirlo, le convertían en indetectable primero y en indefendible después.

Como buen hijo de atletas, comenzó su afición al deporte practicando velocidad en el tartán. Era rápido y asombró a sus entrenadores quienes le hubiesen preparado para ser un gran velocista si un balón no se hubiese cruzado en su camino. Resulta que lo manejaba bien y en edad infantil, el Dinamo de Kiev lo incorporó a sus filas. Lo pulió y sacó de él un brillante de luz incandescente. De 1970 a 1988, fue un jugador admirado por todos y reconocido por su propia federación quien le concedió, durante tres ocasiones, el premio a mejor deportista soviético del año.

Aunque su mayor distinción individual fue, sin duda, el Balón de Oro concedido en 1975. Cuando lo mostró a su gente, se convertía en el segundo futbolista soviético en conseguirlo y en el mejor jugador del mundo reconocido por todos. Ya, para entonces, la estrategia del Dínamo era clara; bloque unido, pierna fuerte y contragolpes con balones a Blokhin. El número once se encargaba de recibir, encarar, driblar y definir.

Como extremo y, esporádicamente como delantero, jugó como titular indiscutible durante dieciocho años en el Dinamo de Kiev, viviendo dos ciclos explosivos, justo a mitad de cada década, en los que el equipo se convirtió en santo y seña del fútbol soviético. Justo cuando su crepúsculo se hacía evidente, un accidente de coche le dañó la rodilla y comenzó a pedir a gritos una salida que el club y el gobierno le habían negado durante años por considerarle emblema del régimen y reclamo político ante el exterior.

Su madre, campeona soviética de Pentatlón y su padre, campeón de velocidad y oficial de policía, vieron con orgullo como el niño que quisieron que fuese atleta se convertía en el futbolista más importante de Europa. Con tan sólo veintitrés años, Blokhin era coronado como rey y era codiciado como nadie. Y es que muchos equipos quisieron comprar su libertad, pero ninguno se llevó el gato al agua.

Cómo no desearle viéndole hacer esos zigzags, viéndole correr y viéndole hacer goles. Hasta doscientos once anotó en la liga soviética, récord insuperable. Pero más allá del gol y el regate, deslumbraba su velocidad, hasta el punto de que muchos le han considerado el futbolista más veloz de la historia. Incluso le compararon con Cruyff, el gran tótem ofensivo de la época, pero se trataba de un futbolista más racial y menos cerebral, más corredor y menos participativo. Aún perdiendo en la comparativa, su 1975 fue tan apabullante que ganó la votación por el Balón de Oro obteniendo ciento veintidós votos de los ciento treinta posibles.

Schwarzenberg, colosal defensor del Bayern, que sufrió en sus carnes la potencia y cambio de ritmo infernal de Blokhin en la Supercopa Europea del setenta y cinco, diría tras el partido que jamás se había sentido tan humillado en un terreno de juego. Tras aquel partido, el Bayern lo quiso fichar igual que ya lo había querido fichar el Real Madrid dos años antes. Quizá sean muchos los que recuerden a García Remón, mítico portero blanco, con el sobrenombre de "El Gato de Odessa". Pues bien, aquel apodo lo ganó después de un partido a cara de perro en la ciudad ucraniana contra un Dinamo de Kiev liderado por Blokhin que hizo todo lo posible y lo imposible por ganar un partido que terminó en empate. La actuación del portero del Madrid ensombreció el partido del extremo que amargó por completo a los defensores madridistas. Justo dos años después de la jubilación de Gento, Santiago Bernabéu vio en aquel ucraniano al futbolista perfecto para reemplazarle, pero por más que lo intentó no logró que el Dínamo le escuchara. Incluso nombró consejero en su directiva a Ramón Mendoza, famoso comerciante español que había hecho fortuna gracias a su trato con los rusos y al que todos apodaban "El hombre de Moscú". Durante meses, pensó que las influencias de Mendoza con el gobierno ruso le abrirían las puertas de la negociación por Blokhin, pero ni por esas. Blokhin no se movió de Kiev, donde anotó doscientos sesenta y seis goles y se convirtió, por derecho propio, y junto al gran Valero Lobanovsky en un Dios pagano al que adorar cada domingo de partido.

Su personalidad era única y sus piernas eran tan fuertes que, por mucho que le pegaran, resultaba difícil tirarle al suelo. Jugó dos mundiales en los que anotó sendos goles a sumar al total de cuarenta y dos que marcó con la camiseta de la URSS. Pese a vivir el fin de la Perestroika, jamás vistió la camiseta nacional de Ucrania y sólo pudo cumplir sus sueños cuando, treinta años más tarde de caer eliminado ante Bélgica una soleada tarde junio, tuvo la oportunidad de dirigir a su país, ya independiente, durante los partidos del mundial celebrado en Alemania.

Junto a Vladimir Onishenko, formó una terrorífica dupla de ataque con la que conquistaron la Unión Soviética y parte de Europa. Blokhin, como extremo incipiente, ganaba la línea de fondo y ponía balones en forma de caramelo para que Onishenko los enchufara a la red. De esta manera, ganaron la Recopa de Europa de 1975 ante el Ferencvaros húngaro por un incontestable tres a cero. Resultado que repetirían once años más tarde en una nueva final de Recopa ante el Atlético de Madrid en el que un Blokhin más lento volvió a repetir gol y actuación estelar, haciendo de cicerone con los nuevos talentos del país como Zavarov, Belanov y Rats. Fue aquel partido en el que, en la previa, Luis Aragonés acudió con sus ayudantes a ver el entrenamiento del Dinamo y a los diez minutos recogió los bártulos y dijo a sus compañeros: "Vámonos, contra estos, mañana, no tenemos nada que hacer".

No es de extrañar pues, que durante el mundial del 2006, cuando España y Ucrania cruzaron sus caminos en fase de grupos, Luis Aragonés, preguntado por la selección ucraniana exclamase aquello de "¡Tienen a Blokhin!. Y es que Luis, que había sido coetáneo suyo, sabía el poder de reclamo que tenía aquel nombre. El nombre de un tipo que creció en las calles de Kiev, que se curtió en una pista de atletismo, que aprendió bajo el cobijo de Lobanovsky y que explotó cuando entendió que juego y velocidad sólo pueden conjugarse cuando se aprenden que conducción y espacio son conceptos que reducen el esfuerzo y aumentan la explosividad.

viernes, 13 de mayo de 2022

Un equipo grande

Suele ocurrir que, cuando un equipo carece del suficiente carisma, poder y talento para luchar por su verdadero objetivo, termine siendo engullido por la mediocridad y condenado al ostracismo de la inadvertencia. De esta manera, una generación de aficionados crecerán mirándolo de soslayo y escuchando alguna historia contada por su padre mientras que en su propia ciudad irá comprobando como el color de la afición va tornando en otra más vencedora por el simple hecho de que en España siempre nos asociamos más con la victoria que con la raíz.

Hoy en día parece difícil de asimilar, pero durante muchos años, mientras yo iba encontrando mi camino vital por las vicisitudes de la sociedad e iba creciendo practicando, escuchando, viendo y soñando fútbol, el Real Zaragoza era uno de los equipos más importantes de este país. No sólo hacía de  La Romareda un fortín casi inexpugnable, sino que convertía a su ciudad en un póster para el orgullo y en un lugar para el sueño de primavera.

Todos recuerdan, claro está, la famosa Recopa del 95, pues supuso el cúlmen de un equipo preciosista y efectivo que puso en pie a un país y situó en el mapa a una ciudad que no había dejado de soñar desde que cinco magníficos vistiesen su camiseta allá por los años sesenta, justo en el momento en el que se sembró una semilla que ramificó en años de esplendor en los que el equipo se codeaba con los grandes y conseguía, bien para la selección, bien para equipos de mayor calado, una serie de futbolistas que aún perduran en el imaginario colectivo de los que vivieron pegados a un transistor cada tarde de domingo.

En 1985, el Zaragoza fichó a Rubén Sosa. Valdano se había ido al Madrid y Amarilla había tomado el tren rumbo a Barcelona, por lo que había de buscar una solución en el extranjero y se contrató a un uruguayo que decían que la rompía en el modesto Danubio. Lo que parecía un simple parche se convirtió en una revolución, y en una primera temporada espectacular, el equipo no sólo se situó en las posiciones de arriba en la tabla de la liga sino que se plantó en la final de la Copa del Rey después de eliminar al Real Madrid en semifinales gracias a los goles de su espectacular delantero uruguayo.

Aquel Zaragoza, remozado en la delantera, juntó a Rubén Sosa junto a Miguel Pardeza, quien habría de ser gran estrella del club y en aquella temporada en condición de préstamo por el Real Madrid. Los dos, sobrados de calidad e inteligencia, formaron tridente ofensivo junto al más abnegado Pineda y escoltados por un centro del campo aún añorado formado por Güerri, Señor y Herrera. Un señor equipo apuntalado por Juliá y García Cortés en el centro de la defensa y Casuco y Juan Carlos en los puestos de marcador lateral. Vitaller, o bien Cedrún, guardaban la meta de un equipo que consiguió que los niños de la época lo pudiésemos recitar de memoria.

Aquella final de Copa no tuvo más historia que un gol trompiconado y la primera piedra de un fracaso que marcó al Barcelona durante muchos años. Clasificado para la final de la Copa de Europa, hizo parada en Madrid pensando en el doblete y se llevó su primera derrota ante un equipo a priori menor. Una conducción de Juliá fue frenada en seco por Esteban y, cuando Rubén Sosa puso el balón en el césped, los setenta mil aficionados que llenaban las gradas, supieron que aquello iba a suponer un disparo a la portería. Lo que nadie esperaba, y mucho menos Urruti, es que el balón golpease en la bota de Pichi Alonso y se dirigiese a la meta realizando un extraño que confundió al portero y terminó besando las mallas de la portería azulgrana.

Era el minuto treinta y cinco y, aunque quedaba un mundo, el equipo maño supo hacer de su tesoro un botín y de su campo un fortín. El Barcelona estrelló pelotazos una y otra vez contra el muro blanquiazul y, poco a poco, las gradas fueron tomando color baturro al tiempo que las gargantas iban celebrando un hito que hacía veinte años que no se lograba. Y es que diez años antes ya habían jugado una final en Madrid pero un cabezazo de Gárate les había borrado el sueño de la cabeza. Aquel era otro equipo, era otro partido y era un rival que comenzaba a desquiciarse mientras trataba de apaciguar su ánimo e intentar no obsesionarse con una temporada que terminaría en desastre.

Juan Señor levantó la Copa al cielo y Zaragoza comenzó un peregrinaje que terminaría con un equipo remozado y una afición plenamente orgullosa. Con el dinero recibido de Italia por Rubén Sosa, el equipo se reconstruyó poco a poco, de cocción lenta, pero allí llegaron Higuera, Gay, Aguado y Solana, más adelante Aragón, Poyet, Belsue y Darío Franco, se apuntaló con Esnáider y García Sanjuán y fichó a un tipo de Ceuta que había tenido la osadía de jugar en la Liga Inglesa cuando aquello era una historia de fútbol directo y cabezas duras. Aquel tipo, años después, empaló un balón desde Cuenca y dejó con el molde a David Seaman. El único que había jugado en un equipo inglés conocía la clave para ganar a otro equipo inglés. Y aquel gol de París, mientras todo Aragón ondeaba al viento su bufanda, dejó a las claras que el Real Zaragoza era un equipo verdaderamente grande.

miércoles, 4 de mayo de 2022

El fuego y la tormenta

El fuego es un fenómeno que precisa condiciones extremas para convertirse en incontenible. Sequedad, viento y, sobre todo, un elemento natural que le ayude a propagarse hasta lograr la devastación total del territorio. Por ello, cuando nos enfrentamos a él sólo podemos correr y agarrarnos al milagro, pues si esperamos a que nos alcance, mientras permanecemos impasibles, no seremos más que un pasto fácil de las llamas y una víctima más en el reguero de muescas de un ente incontrolable.

Por ello, como todo héroe o antihéroe que busca redimirse o enfrentarse a la adversidad, la naturaleza también fabrica sus némesis y también ofrece sus dotes de autodestrucción. Contra el fuego, el agua es un elemento purificador, aniquilador, sanador y a la larga, contra el desarrollo natural y artificial de la vida, termina siendo un elemento tan necesario como temible porque, gota a gota o en avalancha, es capaz de erosionar, arrastrar e incluso destrozar cualquier atisbo de vida.

Y es que el fuego arrasa a lo grande, pero sólo el agua es capaz de sostener un infierno por sí sola por más que su belleza nos parezca incluso hipnótica. Por ello, el Liverpool de Klopp, avalancha frecuente, riada incontenible y tormenta perfecta en cada una de sus apariciones, pareció ayer un arroyo a punto de perder su cauce ante el fuego irreverente de un Villarreal que salió a quemarlo todo, incluso sus naves, aún sabiendo que a la larga corría el riesgo de no regresar a puerto.

Comandados por Parejo y empujados por Capoue, el fuego amarillo amenazó con arrasarlo todo mientras el rojo se convertía en cenizas y la Cerámica entonaba, alegre, canciones de otros tiempos. Era imposible escapar de aquel incendio, no había espacio material ni natural por el que encontrar una vía de escape y así, Mané chocaba contra Albiol, Jota era un fantasma en manos de Foyth y Coquelin se acostaba a la izquierda para ayudar a Estupiñán en su trabajo de borrar del mapa al faraón Salah. Tiago perseguía fantasmas, Keita trataba de romper líneas y terminaba perdido en tierra de nadie y Fabinho intentaba apagar fuegos pero no había ventana por la que escapar aún tirándose al vacío.

No había hecho sino empezar el partido y Gerard Moreno ya le había ganado la espalda a Van Dijk para ponerle en bandeja el uno a cero a Boulaye Dia. Lo que parecía un aviso a navegantes se convirtió en un acto de fe en el que el Villarreal presionaba, el Liverpool se quemaba y el balón viajaba en una única dirección en busca del milagro. La batalla del centro del campo tuvo un dueño y mientras Parejo se erigía en comandante, Capoue, un tipo que aparece en cualquier sitio con tan sólos segundos de diferencia, ganó la línea de fondo y puso el dos a cero en la cabeza de Coquelin. Trabajo hecho, un mundo por delante y la duda de un penalti en el limbo que no empañaba la fiesta vivida en la grada. El descanso señalaba un ganador por KO, pero quedaba la mitad del combate y Klopp no pensaba permanecer callado durante los minutos que le dejasen gritar desde su rincón.

El primer cambio fue en el campo y el segundo en la actitud. Si una cosa quedaba clara es que el Villarreal no podría mantener el ritmo durante noventa minutos pero que si el Liverpool seguía esperando arrodillado a que el incendio no le achicharrase, quizá sólo era cuestión de dejar pasar el tiempo y que la lotería volviese a sacar su boleto en la portería de Allison. Pero no ocurrió lo esperado por la parroquia amarilla y el Liverpool que salió en la segunda parte fue el equipo de fútbol que todos habíamos esperado ver. De repente Tiago y Fabinho ocuparon la zona ancha, Keita sí encontró al compañero en su zona de nadie y Estupiñán comprobó que Luis Díaz no tenía nada que ver con Diogo Jota.

Y es que el colombiano, con su continua mordiente y afán por desbordar, fue el conducto eléctrico de un equipo que entró en conexión y empezó a arrinconar al Villarreal en su área hasta conseguir, poco a poco apagar el fuego que le había quemado durante el primer acto. Primero fue tormenta, más tarde huracán y terminó siendo avalancha que lo rebasó todo, incluido el marcador, dejando claro que hoy en día, salvando al Real Madrid, cualquier equipo de la Premier está muy por encima de los equipos de nuestra liga.

Para llegar lejos, e incluso aspirar a ganar una competición, hay que tener en cuenta dos condicionantes principales más allá de la necesidad de contar con una defensa férrea y un centro del campo con talento para el gobierno, y es que un buen delantero te ayuda a ganar títulos al mismo tiempo que un buen portero te ayuda a no perderlos. Durante los meses que ha durado la competición para el Villarreal, e incluso en los milagros perpetrados en Turín y Munich, Rulli se había mostrado como un portero sobrio e incluso tendiente a los milagros, pero al final la cabra, como la serpiente, tienden a tirar al monte y todos esperaban temerosos a que llegase el día en el que la caja de pandora extendiese sus vientos y la moneda en el área del Villarreal saliese cruz. Rulli eligió el peor día para dejar de fumar y entre sus piernas se escaparon parte de los sueños de un pueblo que puede estar muy orgulloso de su equipo y puede regresar a la cotidianidad con el pecho bien erguido y la cabeza bien alta.

Hace un año, el Liverpool era apaleado por el Real Madrid y sufría horrores para engancharse al tren de la Champions. Era el peaje a pagar después de un lustro amarrado a la máxima exigencia. Tras la depuración, tras el perdón y tras el borrón, viene esta cuenta nueva donde la redención es el objetivo y la excelencia es la cima que quieren alcanzar. Están en la final de la Champions y a tan solo un punto del Manchester City en liga. La tormenta perfecta puede arrasar con todo o puede que al final tan sólo se quede en lluvia de verano.