miércoles, 4 de diciembre de 2019

Gol en Las Gaunas

Existen momentos, lugares e incluso gritos individuales que adoptamos como colectivos porque quedan impregnados en la memoria como un regalo de la cotidianeidad. Durante años, la costumbre de ejercitar el oído con sonidos de transistor y carruseles de domingo, nos regaló un sonido inconfundible, el de los goles en el estadio más grande de la ciudad de Logroño ¡Gol en Las Gaunas! Gritaba el comentarista de turno y nosotros, ávidos ideadores de imágenes, imaginábamos aquel césped pelado inundado de jugadores abrazados y tipos recios que, con los dientes apretados, seguían empujando en pos de una misión imposible.

Fueron nueve años de goles y sorpresas, nueve años de comunión entre un equipo y una grada entregada a su pasión. Nueve años que comenzaron mucho más atrás, justo en el momento en el que Pita le marcaba aquel gol agónico a Osasuna Promesas y el Logroñés lograba ascender a la segunda división después de cuarenta y cuatro años de historia. Tres años más picando piedra en la división de plata para encontrarse con la temporada más larga de la historia. Una liga, un playoff y una visita del Valencia al estadio de Las Gaunas con un ascenso por decidir. Era el quince de junio de 1987 y Logroño vivía espoleada por un equipo que ya había estado a punto de colarse en las semifinales de la Copa del Rey.

Aquel día, el Valencia llegaba con el ascenso bajo el brazo y el Logroñés necesitaba dos puntos para alcanzar la cima. Noly, la cabeza visible de aquella zaga inolvidable formada por Comas, Noly, López Pérez y Martín, cabeceó al fondo de la red una falta lateral botada en el minuto cuatro. Fueron ochenta y séis minutos de apoteosis. Faltaba una jornada para la finalización del playoff y los dos equipos ya tenían el billete en su viaje hacia la élite. Cuando el joven árbitro Brito Arceo señaló el final, Las Gaunas vivió su gran noche. El césped se llenó de gente y Logroño se llenó de banderas. Barça, Madrid, Logroño ya está aquí.

Habían pasado cuarenta y siete años desde que un grupo de jóvenes audaces habían formado un club deportivo en el corazón de la ciudad. Un club que, presidido por Joaquín Negueruela y entrenado por Jesús Aranguren, alcanzaba el hito más grande que habían imaginado. Y, una vez en la fiesta, tocaba bailar. Y empezó el baile en Mestalla. El Valencia, recuperado de su crisis interna, jugaba de nuevo contra el Logroñés con los papeles cambiados y una categoría distinta. Fue un dos a cero fácil para los valencianistas, pero fue, para siempre, la toma de comunión de un equipo que se instauró en el corazón de cuarenta millones de españoles.

La primera victoria llegó en la jornada diez ante el Murcia. Aquella capacidad de ganar los duelos directos contra los equipos de abajo y los empates que fue rascando poco a poco, le facilitaron la salvación en una liga donde la victoria aún valía dos puntos. La primera misión estaba cumplida. Había pasado el primer año y el equipo había conseguido mantenerse. Ahora tocaba la difícil misión de consolidarse.

Habría de hacerlo agarrado a la figura creciente de Agustín Abadía, un tipo con pintas de abuelo pero que dirigía la nave con un corazón tan grande como todo el estadio. Como nota curiosa, destacar que en aquel plantel también estaba Raúl Ruiz, conocido de todos por ser una de las voces de la segunda división española en la televisión de pago.

La llegada a la presidencia de Marcos Eguizábal dotó al club de una mayor infraestructura económica y social. El Logroñés se adaptaba a los nuevos tiempos y fichaba acorde a sus necesidades. Con un plantel renovado, se presenta en la primera jornada para batir por uno a cero al Atlético de Madrid de Jesús Gil. Aquel primer triunfo de enjundia pone al equipo en situación y, cargado de moral, gana los dos partidos siguientes. Verse en lo alto de la tabla le produce a la ciudad una sensación de sueño cumplido que se apaga de repente cuando el equipo no es capaz de ganar ninguno de los siguientes quince partidos. Dio igual, empate a empate, victoria agónica a victoria agónica, el equipo alcanza los treinta y cuatro puntos y se gana el derecho a seguir soñando como equipo de primera.

Fue entonces cuando llegó el apoteosis. Eguizábal vendió a Abadía al Atlético de Madrid y consiguió la cesión de tres promesas del Castilla, Aragón, Maqueda y Rosagro, además de la compra de un puñado de buenos jugadores como Cristóbal, Salva y Marcos. Estos, unidos a los veteranos Setién y Sarabia, a quien se les escurría el fútbol desde los pies, formaron un conjunto aguerrido en defensa y virtuoso en ataque. Un equipo que alcanzó el séptimo puesto y se quedó a dos puntos de clasificarse para competición europea. Como Orfeo, alcanzó su cénit cuando creyó tener para siempre a Eurídice.

Aún así, aunque mirasen hacia atrás y terminasen convirtiéndose en árbol para el recuerdo, fue precioso mientras duró. Ganaron cuatro de los primero seis partidos y terminaron en la undécima posición después de la primera vuelta. Con la permanencia casi en el bolsillo se animaron a soñar en grande y escalaron posiciones hasta colocarse en el séptimo lugar a falta de una jornada y después de empatar a tres en el Bernabéu contra el mejor Madrid que se recordaba. Había que ganar en Mestalla, otra vez el Valencia por medio, y que la Real Sociedad perdiese en Sevilla. No ocurrió nada de eso. El Valencia ganó cuatro a cero, la Real cero a uno y el Logroñés festejó aquel séptimo puesto como un hito sin precedentes. Y es que casi no los tenía.

Los doce goles de Sarabia, la garra de un campeón del mundo como Ruggieri, los vuelos de Islas, la clase de Setién, quedaron en el recuerdo, pero no permanecieron para siempre. Ruggieri, Aragón y Maqueda regresaron a Madrid, el equipo se hizo un año más viejo y el obrador del milagro, José Luis Romero, fichó por el Betis para enderezar una nave que terminó yéndose a pique. Nadie ganó con el cambio, pero el Logroñés consiguió convertirse, durante toda una temporada, en el segundo equipo de todos los españoles.

Pasaron por Logroño entrenadores carismáticos como Jabo Irureta, Carlos Aimar y David Vidal. Todos ellos se escudaron en Las Gaunas para hacer de su feudo un fortín. El césped helado en invierno, el área pequeña pelada, el banderín de córner junto a la grada. Hubo goles inolvidables, como aquel que Hugo hizo con el pecho y quiso hacer saber que allí no había un macho como él. Pero para macho, en Logroño, el gran Alzamendi; goleador de raza y perro de presa en área pequeña.

En 1991, David Vidal quien, de la noche a la mañana, se convierte en el entrenador más mediático de la liga, firma una permanencia más que meritoria. Pero será en la temporada siguiente cuando el equipo, en plena ebullición, consigue su victoria más sonada. Es el catorce de marzo de 1992 y el Madrid juega en Las Gaunas con la vista puesta en lo que ocurría en el Manzanares donde el Atleti recibía al Barcelona. David Vidal planteó un partido basado en el trabajo de dos hombres; José María y Polster. El primero, un jabato de la banda izquierda, se encargó de taponar a Míchel. Cortocircuitado el Madrid, Polster bajó con nieve cada pelota que le venía despejada. Fue un tormento. Así, en las postrimerías de la primera parte, el austriaco enganchó una pelota muerta y la clavó junto al palo de un Buyo que no pudo hacer más que quedarse mirando. Aquello sí que era fascinante. El Madrid trató de igualar con un dominio infructuoso y un sólo tiro a puerta. Victoria de renombre y una bonita costumbre de afianzarse a la élite.

Algo que refrendaron justo un año después. El catorce de marzo de 1993, el Logroñés visitó el Bernabéu para ser testigo de excepción en la fiesta de celebración de la Copa del Rey de baloncesto. El equipo de básquet tuvo su vuelta de honor, pero la verdadera vuelta de honor la dio el Tato Abadía, quien había vuelto a casa y había puesto Madrid patas arriba. El Madrid, que había remontado el tanto inicial del Tato con un gol en el último minuto, vio como sus esperanzas se caían al traste cuando Abadía cruzaba ante Buyo en el minuto noventa y dos y dejaba al Bernabéu, y su fiesta, con un palmo de narices.

El autobús de Aimar hizo, además, sus estragos en Barcelona y Zaragoza. Dos de los equipos con mayor caudal ofensivo hubieron de ver como el argentino les castigaba con la desesperación y les sacaba sendos empates a cero. Eran buenos tiempos y podían ser mejores. El problema es que las alegrías duran poco en la casa del pobre. Eran tiempos de Oleg Salenko, el ruso que batió un récord mundial y que se hizo hombre en Las Gaunas. Y tiempos, siempre, para Agustín Abadía, el padre de todos que se dio el gustazo de marcarle al Atleti en el Calderón y cerrarle la boca a Jesús Gil después de verse vilipendiado. Aquel cero a uno fue magia. Pero aún sufriría más el Atlético las iras del Logroñés. El veintitrés de enero de 1994, regresaba José Luis Romero a Las Gaunas, esta vez como entrenador colchonero. Aquello pudo ser una masacre y tan sólo fue un uno a cero. El mejor Logroñés zarandeó al peor Atlético y Jesús Gil sacó el cuchillo para despedir a un nuevo entrenador. En tal fortín se convirtió Las Gaunas que el propio Deportivo La Coruña se dejó un punto clave en su pelea particular por la liga de 1994. Luego llegaron Djukic y González y la gente se acordó del cielo, pero aquel empate en Logroño terminó de descabalgar a un equipo que había ido perdiendo su moral en la primavera española.

En aquel equipo ya reinaban José Ignacio, Romero y Poyatos. Tres tipos que el Logroñés supo encontrar en los subterfugios del fútbol español y que dieron un rendimiento más que notable. Los tres terminaron en un Valencia que, en el noventa y séis, peleó la liga y los tres dejaron huérfano a un Logroñés que, en el noventa y cinco, dijo adiós a ocho temporadas consecutivas en la Primera División española.

Hasta cinco entrenadores pasaron por Logroño y ninguno fue capaz de sumar los puntos necesarios. Tan sólo dos victorias en treinta y ocho jornadas y el equipo hundido en el último lugar. Habría que volver a empezar, con lo que cuestan las misiones después de una caída. Aquella misión tuvo un nombre: Juande Ramos. El equipo se sale, dirigido por el manchego, y regresa a primera con la ilusión de repetir gestas pasadas. Pero no pudo ser.

Juande aceptó una oferta para entrenar al filial del Barcelona y el Logroñés acudió a una de sus leyendas del pasado, el delantero Miguel Ángel Lotina. Lotina, que como jugador había hecho goles de todos los colores en Las Gaunas, trató de seguir el criterio impuesto por Juande; control y contragolpe. Pero el equipo carecía de alma y, sobre todo, de experiencia. Ni Lotina, ni después Aimar en su regreso, pudieron enderezar una nave que se hundía en el fondo del océano. Y eso que empezaron bien, con un cero a cero esperanzador ante el renovado Madrid de Capello que terminaría conquistando la liga. Pero no fue sino un espejismo. Pronto se vio que al equipo le quedaba grande la categoría y fue perdiendo partidos como quien pierde esperanzas. Tras el empate en Madrid llegaron cuatro derrotas consecutivas. Durísimas. Aunque no menos duras fueron las goleadas recibidas en Barcelona y Bilbao; ocho a cero y seis a cero. Adiós Lotina, hola, de nuevo, Aimar, adiós, para siempre Primera División.

Nueve derrotas consecutivas después de la esperanza que supuso vencer a Valencia y Sevilla de manera consecutiva, terminan de hundir al equipo. En Anoeta, en una última jornada marcada por la tristeza, el Logroñés jugaría el que sería, a la postre, su último partido en la máxima categoría del fútbol español. Una despedida salpicada de lágrimas y recuerdos. Muy buenos recuerdos. Fueron en total nueve temporadas entre los grandes con victorias sonadas y goles en Las Gaunas cantados con énfasis por narradores variopintos. Desde aquella tarde el equipo sufrió un duro descenso a los infiernos. Descendió a segunda primero, a Segunda B después, para verse abocado al infierno de la Tercera División primero y a la muerte agónica que supuso la quiebra y posterior desaparición.

Hoy, en Las Gaunas, se cantan goles salpicados de recuerdos y esperanzas. Un sucedáneo de aquel equipo trata de recuperar la gloria y despertar la nostalgia. Será difícil, pero si ellos esperaron cuarenta y siete año, nadie dice que el infierno vaya a ser eterno. Será cuestión de apretar, de apoyar, de seguir creyendo. De seguir festejando cada balón aéreo y rematado por el Noly o Pita de turno. Gol en Las Gaunas. Gol para un sueño.


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