La sonrisa es el motor que genera el entusiasmo, es la
cara visible de la felicidad, la demostración de que eres capaz de afrontar los
retos y te crees apto para superarlos, la sapiencia interna de que el fracaso
no existe cuando alma descansa dentro de la paz interior. La sonrisa es el
mejor motivo para seguir caminando y seguir persiguiendo el éxito porque cuando
sólo cuando dejamos atrás el tormento es cuando somos capaces de pulsar el
botón de stop y rebobinar la cinta. Volvemos a empezar. Aquí estamos de nuevo.
La diferencia entre un equipo triste y un equipo
alegre radica en la presencia, en la insistencia y en la pretensión. Ser alegre
no indica perder la seriedad y la concentración, pero sí implica ganar en fe y
en entusiasmo. Eres capaz de reír porque eres capaz de disfrutar. Y no existe
un mayor hilo conductor hacia la felicidad que una victoria tras otra y la
satisfacción de saber que has hecho lo que has querido y, sobre todo, lo has
hecho bien.
No mucha gente lo recuerda ahora, pero el Barcelona,
hace dieciséis años era un equipo sumido en la depresión. Incapaz de encontrar
un rumbo, iba perdiéndose en proyectos sin sentido dirigidos por entrenadores
sin carisma. Alternaba algún partido bueno con fiascos monumentales y tenía que
observar como su gran rival se le escapaba hacia la galaxia mientras él era un
equipo hundido en el subsuelo. Los años sin ganar nada se acumulaban y la
multitud sacó a pasear sus ganas de plebiscito en forma de pañolada. Se acabó,
parecían querer decir, por favor, pónganle fin a esto.
Y entonces llegó él. Era un tipo feo, excéntrico en
las formas y extravagante en el vestir. Parecía estar de vuelta de todo, o más
bien, parecía un tipo más que pasaba por allí y no era capaz de identificarse
con la misión encargada. Tenía la boca ancha, los dientes grandes y el pelo
largo recogido en una cola rizada. Y reía. Reía mucho. Parecía imposible
creerlo, pero aquel hombre había llegado para cambiarle la historia al Fútbol
Club Barcelona.
Los inicios no fueron fáciles; hubo alguna goleada en
contra, alguna derrota dolorosa y algún escarceo con la mediocridad. Pero
siempre hubo detalles. Promesas. Incisos. Pese a los contratiempos, el chico no
dejaba de sonreír y, sobre todo, no dejaba de intentarlo. Y cuando lo
conseguía, aquello era magia pura. Un regate eléctrico, un control magistral,
un pase maravilloso, un gol de escándalo. Detalles asombrosos. Una pequeña pero
espectacular lluvia de estrellas fugaces que anunciaban la llegada del gran
meteorito.
Cuando el equipo se desató, ya todos sabían que lo
hacía siguiendo, en un camino infinito de fe, al hombre de la sonrisa. De
repente todos proponían y él disponía, como un semidiós tímido que sólo buscaba
disfrutar del juego. Como un niño en el patio de un colegio perseguido por toda
la clase mientras lleva el balón cosido al pie. Como un loco feliz haciendo
malabares en mitad de una pista mientras los espectadores abarrotan los
alrededores del escenario esperando ese momento mágico en el que estallar en
aplausos.
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