miércoles, 9 de enero de 2019

La sonrisa

La sonrisa es el motor que genera el entusiasmo, es la cara visible de la felicidad, la demostración de que eres capaz de afrontar los retos y te crees apto para superarlos, la sapiencia interna de que el fracaso no existe cuando alma descansa dentro de la paz interior. La sonrisa es el mejor motivo para seguir caminando y seguir persiguiendo el éxito porque cuando sólo cuando dejamos atrás el tormento es cuando somos capaces de pulsar el botón de stop y rebobinar la cinta. Volvemos a empezar. Aquí estamos de nuevo.

La diferencia entre un equipo triste y un equipo alegre radica en la presencia, en la insistencia y en la pretensión. Ser alegre no indica perder la seriedad y la concentración, pero sí implica ganar en fe y en entusiasmo. Eres capaz de reír porque eres capaz de disfrutar. Y no existe un mayor hilo conductor hacia la felicidad que una victoria tras otra y la satisfacción de saber que has hecho lo que has querido y, sobre todo, lo has hecho bien.

No mucha gente lo recuerda ahora, pero el Barcelona, hace dieciséis años era un equipo sumido en la depresión. Incapaz de encontrar un rumbo, iba perdiéndose en proyectos sin sentido dirigidos por entrenadores sin carisma. Alternaba algún partido bueno con fiascos monumentales y tenía que observar como su gran rival se le escapaba hacia la galaxia mientras él era un equipo hundido en el subsuelo. Los años sin ganar nada se acumulaban y la multitud sacó a pasear sus ganas de plebiscito en forma de pañolada. Se acabó, parecían querer decir, por favor, pónganle fin a esto.

Y entonces llegó él. Era un tipo feo, excéntrico en las formas y extravagante en el vestir. Parecía estar de vuelta de todo, o más bien, parecía un tipo más que pasaba por allí y no era capaz de identificarse con la misión encargada. Tenía la boca ancha, los dientes grandes y el pelo largo recogido en una cola rizada. Y reía. Reía mucho. Parecía imposible creerlo, pero aquel hombre había llegado para cambiarle la historia al Fútbol Club Barcelona.

Los inicios no fueron fáciles; hubo alguna goleada en contra, alguna derrota dolorosa y algún escarceo con la mediocridad. Pero siempre hubo detalles. Promesas. Incisos. Pese a los contratiempos, el chico no dejaba de sonreír y, sobre todo, no dejaba de intentarlo. Y cuando lo conseguía, aquello era magia pura. Un regate eléctrico, un control magistral, un pase maravilloso, un gol de escándalo. Detalles asombrosos. Una pequeña pero espectacular lluvia de estrellas fugaces que anunciaban la llegada del gran meteorito.

Cuando el equipo se desató, ya todos sabían que lo hacía siguiendo, en un camino infinito de fe, al hombre de la sonrisa. De repente todos proponían y él disponía, como un semidiós tímido que sólo buscaba disfrutar del juego. Como un niño en el patio de un colegio perseguido por toda la clase mientras lleva el balón cosido al pie. Como un loco feliz haciendo malabares en mitad de una pista mientras los espectadores abarrotan los alrededores del escenario esperando ese momento mágico en el que estallar en aplausos.

Muchos hoy no lo recuerdan, pero el Barça de hace años era un equipo triste, casi hundido en la depresión. La felicidad de hoy se debe a aquella sonrisa que llegó en un vuelo chárter procedente de Brasil. Muchos se enfadaron con el ídolo cuando cayó del alambre cansado de ser el centro de atención. Cambió la pelota por la vida. Y aunque nunca abandonó la sonrisa prefirió alejarse del foco y centrarse en su propia satisfacción. Él abandonó el fútbol pero el fútbol no se marchó del Camp Nou. Muchos hoy no lo recuerdan, pero el Barça de hoy le debe mucho a aquel brasileño de ayer. Porque fue Ronaldinho quien le devolvió la sonrisa.

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