jueves, 28 de febrero de 2019

El Pelé blanco



Durante años, el fútbol brasileño quemó generaciones gloriosas en espera de que una generación espontánea apareciese y, por magia y talento, devolviese al país al primer lugar en el escalafón futbolístico. Hasta el cincuenta y ocho, cuando pudieron coronarse como campeones del mundo por vez primera, anduvieron a la búsqueda del tipo que tomase el testigo histórico de Arthur Friedenreich, considerado, por todo el mejor futbolista visto hasta entonces.

Hasta Pelé, ningún otro futbolista había alcanzado tales cotas de popularidad. Su impacto fue tal, que durante años y años el fútbol brasileño fue quemando esperanzadores proyectos de futbolista sólo por no ser capaces de aguantar la comparación. Hasta que Romario primero y Ronaldo después no devolvieron el trono al país, este no dejó de buscar en los descampados a aquel niño que fuese capaz de sacarles a todos de la depresión.

Pero hubo un tipo intergeneracional que sí ilusionó al país y cargó sobre sus hombros el peso de una camiseta que sólo obliga a ganar. Se llamaba Arthur Coimbra, pero todos le conocían como Zico. Rubio, delgado, atlético, conducía la pelota como los artistas y bailaba en el área como los grandes genios del ballet. Llevaba el número diez cosido a la espalda y, después de ganarlo todo con el Flamengo, viajó a España para conducir a su selección a la que sería una de las actuaciones más memorables de la historia.

Decir que no ganaron el mundial es quedarse demasiado en la superficie del análisis. Sócrates, Cerezo, Junior, Falcao y Eder eran escandalósamente buenos, Zico, por su parte, era la guinda del pastel. Le llamaban el Pelé blanco porque regateaba en una baldosa, tenía un torpedero como pierna derecha y manejaba los tiempos con la soltura de un general. Era un líder silencioso, de esos que gustaban de pedir la pelota siempre y de los que daban siempre una salida limpia a la jugada. Un número diez clásico. No era Pelé, pero era la gran esperanza.

La esperanza de Zico se apagó una tarde de junio en el viejo estadio de la Carretera de Sarriá, igual que se apagaron las de miles de niños que quedaron fascinados con ese grupo de jugadores irrepetibles. Como si de una decisión masoca se tratase, Zico, quemado por la responsabilidad y cosido por las patadas, decidió dejar Brasil para enrolarse en la feroz jungla del Calcio. Los mismos italianos que enterraron su mayor sueño, terminaron enterrando su explosividad. Dos años después regresó a casa y Maracaná se puso en pie para recibir al ídolo caído. Su marcha definitiva, cuando acababa de cumplir treinta y seis años, se recuerda como uno de los momentos más tristes del viejo campo de Río de Janeiro. Porque allí, entre los vestigios del recuerdo que aún lloran el maracanazo del cincuenta, aún existe el anhelo de ver jugar a aquel tipo de rizos rubios que levantaba de su asiento al personal y dibujaba una sonrisa en cada niño que soñaba con ser como él.

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