viernes, 13 de mayo de 2022

Un equipo grande

Suele ocurrir que, cuando un equipo carece del suficiente carisma, poder y talento para luchar por su verdadero objetivo, termine siendo engullido por la mediocridad y condenado al ostracismo de la inadvertencia. De esta manera, una generación de aficionados crecerán mirándolo de soslayo y escuchando alguna historia contada por su padre mientras que en su propia ciudad irá comprobando como el color de la afición va tornando en otra más vencedora por el simple hecho de que en España siempre nos asociamos más con la victoria que con la raíz.

Hoy en día parece difícil de asimilar, pero durante muchos años, mientras yo iba encontrando mi camino vital por las vicisitudes de la sociedad e iba creciendo practicando, escuchando, viendo y soñando fútbol, el Real Zaragoza era uno de los equipos más importantes de este país. No sólo hacía de  La Romareda un fortín casi inexpugnable, sino que convertía a su ciudad en un póster para el orgullo y en un lugar para el sueño de primavera.

Todos recuerdan, claro está, la famosa Recopa del 95, pues supuso el cúlmen de un equipo preciosista y efectivo que puso en pie a un país y situó en el mapa a una ciudad que no había dejado de soñar desde que cinco magníficos vistiesen su camiseta allá por los años sesenta, justo en el momento en el que se sembró una semilla que ramificó en años de esplendor en los que el equipo se codeaba con los grandes y conseguía, bien para la selección, bien para equipos de mayor calado, una serie de futbolistas que aún perduran en el imaginario colectivo de los que vivieron pegados a un transistor cada tarde de domingo.

En 1985, el Zaragoza fichó a Rubén Sosa. Valdano se había ido al Madrid y Amarilla había tomado el tren rumbo a Barcelona, por lo que había de buscar una solución en el extranjero y se contrató a un uruguayo que decían que la rompía en el modesto Danubio. Lo que parecía un simple parche se convirtió en una revolución, y en una primera temporada espectacular, el equipo no sólo se situó en las posiciones de arriba en la tabla de la liga sino que se plantó en la final de la Copa del Rey después de eliminar al Real Madrid en semifinales gracias a los goles de su espectacular delantero uruguayo.

Aquel Zaragoza, remozado en la delantera, juntó a Rubén Sosa junto a Miguel Pardeza, quien habría de ser gran estrella del club y en aquella temporada en condición de préstamo por el Real Madrid. Los dos, sobrados de calidad e inteligencia, formaron tridente ofensivo junto al más abnegado Pineda y escoltados por un centro del campo aún añorado formado por Güerri, Señor y Herrera. Un señor equipo apuntalado por Juliá y García Cortés en el centro de la defensa y Casuco y Juan Carlos en los puestos de marcador lateral. Vitaller, o bien Cedrún, guardaban la meta de un equipo que consiguió que los niños de la época lo pudiésemos recitar de memoria.

Aquella final de Copa no tuvo más historia que un gol trompiconado y la primera piedra de un fracaso que marcó al Barcelona durante muchos años. Clasificado para la final de la Copa de Europa, hizo parada en Madrid pensando en el doblete y se llevó su primera derrota ante un equipo a priori menor. Una conducción de Juliá fue frenada en seco por Esteban y, cuando Rubén Sosa puso el balón en el césped, los setenta mil aficionados que llenaban las gradas, supieron que aquello iba a suponer un disparo a la portería. Lo que nadie esperaba, y mucho menos Urruti, es que el balón golpease en la bota de Pichi Alonso y se dirigiese a la meta realizando un extraño que confundió al portero y terminó besando las mallas de la portería azulgrana.

Era el minuto treinta y cinco y, aunque quedaba un mundo, el equipo maño supo hacer de su tesoro un botín y de su campo un fortín. El Barcelona estrelló pelotazos una y otra vez contra el muro blanquiazul y, poco a poco, las gradas fueron tomando color baturro al tiempo que las gargantas iban celebrando un hito que hacía veinte años que no se lograba. Y es que diez años antes ya habían jugado una final en Madrid pero un cabezazo de Gárate les había borrado el sueño de la cabeza. Aquel era otro equipo, era otro partido y era un rival que comenzaba a desquiciarse mientras trataba de apaciguar su ánimo e intentar no obsesionarse con una temporada que terminaría en desastre.

Juan Señor levantó la Copa al cielo y Zaragoza comenzó un peregrinaje que terminaría con un equipo remozado y una afición plenamente orgullosa. Con el dinero recibido de Italia por Rubén Sosa, el equipo se reconstruyó poco a poco, de cocción lenta, pero allí llegaron Higuera, Gay, Aguado y Solana, más adelante Aragón, Poyet, Belsue y Darío Franco, se apuntaló con Esnáider y García Sanjuán y fichó a un tipo de Ceuta que había tenido la osadía de jugar en la Liga Inglesa cuando aquello era una historia de fútbol directo y cabezas duras. Aquel tipo, años después, empaló un balón desde Cuenca y dejó con el molde a David Seaman. El único que había jugado en un equipo inglés conocía la clave para ganar a otro equipo inglés. Y aquel gol de París, mientras todo Aragón ondeaba al viento su bufanda, dejó a las claras que el Real Zaragoza era un equipo verdaderamente grande.

1 comentario:

Oliver Domínguez dijo...

¡Hola! Nos gusta mucho vuestra página y querríamos proponeros una pequeña colaboración, ¿podemos hablar por privado?

Podéis contestarnos a oliver.dominguez@flashscore.es

Saludos :)