En una época en la que nos hemos acostumbrado al caviar, cabe recordar que,
durante muchísimos años nos estuvimos alimentando de patatas cocidas. De vez en
cuando, para acompañar, nos encontrábamos con un filete bien apañado y nos
creíamos estar nadando en la opulencia. En el fútbol de hoy, la selección
española es una referencia a nivel mundial. Las dos Eurocopas y el Mundial
ganados durante la última década nos acreditan. Y, sobre todo, nos acredita en un
estilo que nos han convertido en únicos.
Pero hubo un tiempo en el que nos aferrábamos equivocadamente a una furia que jamás daba resultado. Viajábamos a los campeonatos pronosticando el día que regresaríamos a casa y, más temprano que tarde, terminábamos acertando en nuestros pronósticos. En ese oasis de logros importantes, nos conformábamos con cualquier victoria épica. Y para nuestra generación no hubo victoria más celebrada que aquella ante Malta el día veintiuno de diciembre de 1983.
Para ponernos en situación digamos que España necesitaba ganar a Malta por once goles de diferencia si quería clasificarse para la Eurocopa a celebrar en Francia durante el verano siguiente. Aquel era el último partido del grupo y, a diferencia de ahora, estos partidos no se jugaban en simultáneo con los de los rivales del mismo. El principal rival en la clasificación era Holanda, quien se había repartido similares triunfos con España con la diferencia de que ellos habían hecho diez goles más. Para empatarles a puntos había que ganar. Para sobrepasarles en el goal average, había que ganar por once goles. Nadie confiaba en ello.
Y menos se confiaba aún cuando el final de la primera parte reflejaba un
exiguo tres a uno a favor. El pesimismo se acrecentaba cuando nos acordábamos
de que incluso habíamos errado un penalti. No estábamos para concesiones, pero
las estábamos cediendo. Sin embargo, como una brújula manipulada con un imán,
la aguja viró de golpe y apuntó al norte. Fueron entrando los goles. A los tres
que había anotado Santillana en el primer tiempo se sumaron otro más del
cántabro, cuatro del Poli Rincón, dos de Maceda y uno de Sarabia. Quedaban
cinco minutos para el final y solamente faltaba un gol para completar la gesta.
Hubiese sido demasiado cruel terminar así.
Entonces ocurrió lo que ya todos estábamos esperando. Un balón suelto le llegó a Juan Señor, centrocampista del Real Zaragoza, en el bore del área y Juan Señor la pegó en el alma. La pelota entró mordida, junto al palo y todos nos abrazamos en los salones de nuestras casa. Aquel gol y aquel gallo mítico del locutor José Ángel De la Casa mientras perdía la voz relatando el momento, se grabaron para siempre en la memoria colectiva de un país que tuvo que esperar casi tres décadas para comenzar a celebrar títulos de verdad.
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