jueves, 22 de diciembre de 2022

El Mineirazo

Hay momentos diseñados para la épica al igual que los hay para la más profunda tristeza y son estos últimos, los que apuñalan el corazón, los que quedan grabados a fuego en el corazón de una generación dispuesta a vengar la ofensa, pero nunca a olvida, porque aunque lo intentasen, el momento fatídico aparecerá siempre en sus cabezas para hacerles saber que las pesadillas también pueden ser muy reales.

Le generación que creció a la sombra del Maracanazo propiciado por Uruguay en el templo del fútbol brasileño, aprendió que la victoria no se regala y que la derrota, aún más por inesperada, puede ser el peor puñal y al mismo tiempo el mejor acicate para mirarle a los ojos al destino. Brasil salió de allí con la firme idea de ser lo que más tarde concertó: la mejor selección de todos los tiempos.

Cuando Brasil organizó su primer mundial, en 1950, no había sido capaz de ganar ni uno sólo de los tres campeonatos anteriores, cuando lo organizó por segunda vez en 2014, ya lo había ganado cinco veces y la verdeamarelha la habían vestidos tipos tan ilustres como Pelé, Garrincha, Rivelino, Zico, Ronaldo y Ronaldinho; una pequeña muestra en una constelación de estrellas que llevó al país sudamericano, cuna del Amazonas, hacia el lugar de honor del planeta fútbol.

En 2014 Brasil era una fiesta y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacerle saber al mundo que estaban en el centro del foco. Tan sólo dos años más adelante, el país organizaría los Juegos Olímpicos de verano y aquel mundial no era sino el mejor escaparate posible para poder mostrarle al mundo que Brasil era fiesta y verano perpétuo. Por ello, sus habitantes, uno por uno, se pintaron la cara, se vistieron de futbolista y se dispusieron a acompañar a su selección en su camino hacia la gloria. Porque jugándose el mundial en casa no cabía otra opción que no fuese la victoria.

No era el mejor equipo posible, pero tenían a Neymar y tenían toda la ilusión de un pueblo cosida a su espalda. El partido inaugural comenzó con susto cuando Marcelo desvió a su propia portería un centro envenenado del incombustible Ivica Olic. Los corazones volvieron a latir cuando Neymar golpeó dos veces y Oscar sentenció en el descuento. La primera piedra estaba puesta, pero el edificio necesitaba muchos más cimientos.

El empate contra México no hizo sino llenar de dudas y desazón el ánimo del pueblo brasileño, pero cuando todo parecía dirigido a la crítica feroz llegó un balsámico cuatro a uno contra Camerún con otro doblete de un Neymar dispuesto a darlo todo para hacer feliz a sus compatriotas. En los octavos, ante Chile, la lágrima estuvo a punto de estallar cuando Hulk falló el cuarto penalti de la tanda y parecía que los fantasmas del pasado regresaban al vuelo, pero Neymar enfundó el quinto y Gonzalo Jara erró el suyo para darle a Brasil toda la vida que necesitaba.

Pero aquella manera de caminar dando bandazos no era la más prometedora. En la siguiente ronda tocaría otro equipo sudamericano igual de duro y correoso que los chilenos con el aporte de un James Rodríguez que venía haciendo el torneo de su vida. Aquel partido, Brasil lo solventó con carácter gracias a un gol de cada uno de sus centrales, pero fue una victoria agridulce que se cobró la lesión de Neymar, quien terminó el partido con una vértebra fisurada después de una terrorífica entrada de Zúñiga, además de la segunda tarjeta mostrada a Thiago Silva. Así pues, el peaje para pasar a semifinales era la baja de sus dos jugadores más importantes quienes tendrían que ver el partido ante Alemania lejos del terreno de juego y rezando para que aquella falta de referentes no se notase sobre el césped.

Pero se notó. Vaya si se notó. Lo que ocurrió aquel ocho de julio de 2014 es, como aquel Maracanazo uruguayo del cincuenta, historia pura del deporte y del fútbol brasileño. Historia negra, pero historia. Porque todos los que vimos la exhibición alemana quedamos perplejos ante la facilidad del baile y ante la nula reacción de un equipo brasileño que, cuando recibió el primer golpe, cayó a la lona cual niño débil de parvulario.

Y eso que Brasil trató de salir intenso, pero cualquier conato de apuro era solventado por el centro del campo alemán como ese tripitidor de Cou que juega con la chorra fuera en el patio del instituto. Khedira dio un máster, Kroos impartió un canon y Müller campó a sus anchas entre las líneas brasileñas. No iba ni media hora de partido y los brasileño, atónitos, observaban como estaban siendo derrotados por cero goles a cinco. Aquello volvía a ser el cúlmen de sus peores pesadillas. Si en el cincuenta, un grupo de escuálidos uruguayos se habían atrevido a dislocar el orden establecido, estaba vez era un grupo de fornidos alemanes quienes estaban lanzando por los aires todos los pronósticos. El uno a siete final no hizo sino dejar en claro que aquella Brasil no era fiera ni pintona y que Alemania había regresado de su infierno particular para demostrarle al mundo que fútbol más sencillo es el más difícil de jugar.

El dieciséis de junio de 1950 fue fecha negra por acción y el ocho de julio de 2014 lo fue por omisión. Y analizadas ambas vicisitudes queda el orgullo en una y la vergüenza en la otra, porque perder después de merecer ganar duele, pero no deja de ser un lance del juego, sin embargo, perder sin hacer hincapié en el intento de ganar, no sólo duele sino que avergüenza. Por ello, aquellos brasileños del cincuenta cosieron sus heridas sabiendo que el camino no era incorrecto, mientras que estos brasileños de hoy siguen buscando un sentido a su fútbol sin saber que si se han alejado de la victoria es, simplemente, porque se han alejado de su esencia. El Maracanazo les puso de frente con la mentira, pero el Mineirazo les puso de frente con la verdad y ocho años más tarde parecen no haber terminado de asumirla.

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