viernes, 31 de mayo de 2019

Como pierde Guardiola

Que los medios deben vender un producto es algo tan obvio como que deberían hacer honor a la verdad y, sobre todo, a la honestidad. El problema de la realidad es que suele destruir más titulares que la imaginación, el problema, más allá de la propia realidad, es el de la lógica imperante, pero todo ello da igual siempre y cuando el extracto elegido compense siempre la función rebuscada; debemos hacer creer que el mundo está en contra del enemigo porque si plasmamos lo contrario nadie creerá en el valor de nuestra cruzada.

Hace tiempo que el espectro mediático español se volvió en contra de Pep Guardiola. Su pecado había sido descarado y las consecuencias más humillantes aún; había ganado mucho y, sobre todo, había ganado muy bien. Su discurso, siempre respetuoso, se tradujo como la de un falso humilde que gusta de humillar con la palabra y mear colonia con el razonamiento. Para excusar su falta de argumentos apoyaron su ideario en la exposición pública de la persona y en la capacidad regenerativa del personaje. Dijeron que era un independentista indecenta y achacaron sus éxitos al talento ajeno antes que al trabajo propio.

Los éxitos de Guardiola son tan notables que buscan aliarse a la lógica del conocimiento al tiempo que huyen a la plasmante autoridad del reconocimiento. Cualquiera de sus palabras es sacada de tiesto y su nombre sirve igual para vestir una entrevista a un presidente del gobierno como para ensalzar una derrota asociada siempre al fracaso. Ningún titular sin su hipérbole, ningún razonamiento sin su rencor. Guardiola se ha visto tan obligado a pagar cuentas que en cada temporada tiene que jugar contra su propia exigencia para consguir superarse.

Y ha perdido, claro que ha pedido ¿Quién no pierde en el deporte? El problema es cuando la derrota se convierte en un ajuste de cuentas y el análisis se convierte en una oportunidad para resaltar el fracaso. La obra de Guardiola se resume en diez temporadas y ocho ligas; quien a eso no lo llame regularidad es que observa la realidad con una venda y solamente analiza con el sesgo del resentido. Pero, más allá del éxito, el trabajo de Guardiola es un legado difícil de comparar, porque hasta en la derrota es tan honesto que pierde con todas sus cartas. Como le canto Joaquín Sabina a Chavela Vargas; quién pudiera reir como llora Chavela. Quién pudiera ganar como pierde Guardiola.

Equipos de autor

La intensidad, bien entendida, se ha convertido en la seña de identidad de los equipos ganadores. Cuando la naturaleza priva de naturalidad y espontaneidad, los equipos deben avocarse a los ejercicios de fe y trabajo para igualar en altura a los más talentosos. Así lo hizo el Atlético de Simeone para derrocar a los dos monstruos en la liga de 2014, así hubo de hacerlo el Liverpool para voltear las ilusiones de Messi hace tan sólo unas semanas.

El Liverpool siempre fue un monumento a la fe. Lo era cuando el reinado del fútbol le colocaba en el trono de hierro y lo era cuando había de luchar contra las tinieblas mientras miraba de reojo como su enemigo dominaba el campeonato con puño de acero. Aquellas semifinales ante el Chelsea con Anfield convertido en un infierno, aquella remontada en Estambul, aquellas noches ante Roma y Barcelona en la que Klopp se convirtió en un magíster premium.

Pochettino, al igula que Klopp, ha fabricado un equipo de autor donde la intensidad prima por encima de la improvisación. Todo está estudiado, todo está tan pragmatizado que llega a resultar admirable esa capacidad para competir hasta en los momentos más angustiosos. Sin embargo, fueron los momentos en los se quitó el corsé cuando el equipo se mostró más espectacular. Aquellos golpes en la mesa en forma de contragolpe en Manchester, aquella angustia hasta el final en Amsterdam. Nada escapa a la realidad porque la verdad sólo entiende de lógicas; cuando todo está perdido, las tripas juegan por encima del corazón.

El corazón del Liverpool es Anfield. El estadio, que siempre da la bienvenida a locales y visitantes cada vez que enfilan el túnel de acceso, es un coloso con pies de fuego que enciende el ánimo de cada uno de los futbolistas propios y suele acongojar las ansias de los ajenos. Cuando Wijnaldum anotó el segundo ante el Barça todos sabían que el tercero era cuestión de tiempo; al saber que el tiempo fue breve, el convencimiento del cuarto insufló el espíritu de cada scousser. En Anfield, vivir al límite de la vida es una forma de convivir consigo mismo, porque han escrito tantas páginas de épica que siguen siendo caballeros andantes en busca de un molino al que destruir. Allí sólo hay gloria, porque hasta el fracaso es hermoso entre The Kop y el resto de gradas que, en comunión, se alinean en cada previa al cántico del "You're never walk alone".

Pero tampoco caminará solo el Tottenham, un equipo estigmatizado por su propia leyenda negra y por haber sido símbolo visible de una comunidad judía que, durante años, estuvo señalada por los hooligans. Hubo de vivir a la sombra del Arsenal durante décadas y, cuando ha llegado su momento, ha sabido aprovechar la inercia de un proyecto al alza para situarse a la cabeza de los equipos favoritos a todo. Pochettini sigue sin ganar un título, pero ha ganado algo mucho más valioso que un trozo de metal; el corazón de cada uno de los seguidores spurs, porque muchas veces no es más rico quien más gana, sino quien deja un legado más recordado. Y, pase lo que pase, nadie olvidará este camino de gloria que ha conducido al Tottenham desde Wembley hasta el nuevo estadio, pasando por el Metropolitano. Porque más allá de los sueños existen las realidades. Pocos hubiesen imaginado este viaje. Pocos, aún, sueñan con un final todavía más feliz.

Resucitadores de dos equipos que vivían en constante estado de duda, Klopp y Pochettino son el estandarte de dos modelos opuestos que apuestan por la competitividad desde dos perspectivas distintas. Uno es amante del vértigo, de la presión alta, de los contragolpes fulminantes, de la velocidad terminal. El otro apuesta por el orden, por la combinación rápida y certera, por un fútbol más británico. Pase lo que pase, de este choque de estilos saldrá un merecido campeón, porque, más allá de las probabilidades existen el talento y las ganas. Si a Salah, o a Kane, les acompaña un equipo vigoroso y enérgico, si el balón sigue rodando a mil por hora, no saldrá un mero partido de fútbol, sino un inolvidable espectáculo.

jueves, 30 de mayo de 2019

Pánico en Leverkusen

Javier Clemente era el entrenador más mediático de España. Con tan sólo treinta y un años tomó las riendas del Athletic de Bilbao y en un ciclo glorioso que duró un lustro lo hizo campeón de Copa y doblemente campeón de Liga. Nada se le resistía; era irónico, mordaz, un ganador en toda regla y tenía todo el futuro por delante. Por ello, cuando en 1986 el Español de Barcelona se había decidido a ficharle, todo el mundo entendió que el vasco había dado un paso atrás.

Nada más lejos de la realidad. En una temporada increíble, el Español quedó tercero tan sólo por detrás de Real Madrid y Barcelona. Aquella posición le otorgó el derecho a disputar la Copa de la Uefa, por lo que el equipo debía reforzarse bien para afrontar una temporada que se antojaba larga y difícil. Por ello, se hizo con los servicios de un internacional por España como Santiago Urquiaga y con la cesión de Sebastián Losada, uno de los delanteros jóvenes más prometedores del país.

La Copa de la Uefa 1987-88 la disputaron un total de sesenta y cuatro equipos correspondientes a treinta y cuatro federaciones y fue la tercera edición consecutiva que se jugó sin equipos ingleses, quienes aún arrastraban la sanción por los graves incidentes provocados en Heysel durante la final de la Copa de Europa disputada entre Juventus y Liverpool en 1985.

Para empezar la competición al Español le tocó en suerte al Borussia Monchengladbach. El Gladbach mantenía aún un buen nombre dentro de la liga alemana y había empezado su competición como un tiro. Aquello no amedrentó al Español, quien ganó en Alemania por cero goles a uno con tanto de Michel Pineda y remató en Sarriá con un cuatro a uno inapelable. Pineda era un oportunista delantero Francés de origen español que jugó cuatro años en Barcelona y ofreció un rendimiento notable. Su lesión en el tramo final de temporada condicionó al equipo y ofreció una oportunidad histórica, como ya veremos, al veterano Pichi Alonso. Cabe decir que, una vez regresó a los terrenos, y al no reencontrar su mejor versión, inició un periplo que dio con sus huesos en el Racing de Santander. En la promoción de ascenso del año 1994, un gol suyo dio el ascenso al Racing y causó el descenso del Español. Las vueltas que da la vida.

Pero regresemos a 1987 y a los dieciseisavos de final de la Copa de la Uefa. Al Español, que está cargado de moral por haber eliminado a un gallito, le cae en suerte el remozado Milan del presidente Berlusconi. El partido se jugó en Lecce pues el Milan arrastraba una sanción de la temporada anterior. Fue un partido bronco entre dos equipos de estilos contrapuestos. El Milan jugaba de una forma novedosa, con un marcaje en zona y una defensa muy adelantada. El Español, por su parte, juntaba líneas en su campo y organizaba marcajes individuales. Uno de ellos, perpretado por Gallart, secó a la estrella Holandesa, Ruud Gullit quien, finalizado el partido de vuelta, declaró: "Ni jugando cuatro partidos así le hacemos un gol al Español".

En Lecce, el Español asestó dos zarpazos y se llevó una renta de cero a dos que mantuvo en Sarriá con un bloque bajo férreo y un empate a cero que le supo a gloria. Cuando, finalizada la temporada, se comprobó que el Milan había sido el campeón de la liga italiana, la gente dio mucho más mérito a lo conseguido en aquella eliminatoria.

Pero no tuvieron que cambiar los billetes los jugadores del Español, puesto que en la siguiente eliminatoria les tocó enfrentarse al Inter de Milán. Mismo estadio, mismo reto, casi el mismo resultado. Una nueva lección de fútbol defensivo en la cuna del catenaccio y un solitario gol de cabeza de Orejuela que dio una clasificación histórica a los catalanes. Estaban en cuartos y se enfrentarían al Viktovice checo; visto lo que habían dejado atrás, el rival no debería preocupar demasiado a los periquitos.

El Inter, al igual que el Milan aquel año, sería campeón de liga al año siguiente, teniendo en cuenta que en aquellos años, la liga italiana era la más potente, las gestas realizadas por el Español estaban teniendo un valor incalculable.

En el partido de ida, jugado en Sarriá, el danés John Lauridsen clavó una falta, de manera magistral, en la escuadra del equipo checo. El segundo gol, de Pineda, puso al Viktovice contra las cuerdas y el Español supo guardar su renta en un partido de vuelta en el que, de nuevo, no encajó ningún gol. Bajo el barro checo y sin el gran N'Kono bajo palos, el Español aguantó el fútbol directo y las embestidas y le ganó la partida al destino. Estarían en semifinales y jugarían contra el Brujas de Bélgica.

El Español se presentó en Brujas con la arrogancia de quien no ha encajado un gol fuera de casa y dos errores defensivos le condenaron. En los belgas jugaba Ceulemans, para todos los aficionados españoles, un tipo maldito que había liderado el ataque de la selección de Bélgica que nos había eliminado en el Mundial de México. Suyo fue el primer gol y la presión que provocó el gol en propia puerta de Gallart. La eliminatoria se ponía casi imposible y Clemente llamó al españolismo para que llenasen Sarriá y remasen juntos hacia el milagro.

Como primera medida de presión, el entrenador vasco ordenó achicar el campo un metro en cada lago. De esa manera, impedía que el Brujas se hiciese amplio en los contragolpes y se viese obligado a defender con concentración. En el minuto nueve, un balón cruzado por Urquiaga y acolchado en el área por Pichi Alonso, permitió a Orejuela cabecear por bajo y batir a Van de Walle por vez primera. Había vida y había mucho, mucho partido por delante. En la segunda mitad y en pleno asedio, un saque de puerta de N'Kono dejó el balón suelto para que Valverde pudiese alcanzarlo y romper al defensor belga. Su centro, al segundo palo, fue rematado por Losada con violencia. Era el dos a cero y el partido se marchaba a la prórroga. Fue allí, en el estertor del partido, cuando llegó el gran momento de gloria de Pichi Alonso, el mismo tipo que, dos años antes, le había hecho tres goles al Gotteborg para cerrar otra remontada y facilitar el pase del Barcelona a la final de la Copa de Europa.

En una de sus famosas internadas por la banda izquierda, el lateral Miquel Soler lanzó un centro chut que se escapó de las mano de Van de Walle, Alonso, que pasaba por allí, aprovechó el rechace para batir al belga y poner a toda Barcelona en un estado de euforia. Toda la afición españolista vivía en estado de éxtasis; una final europea por primera vez en su historia y la posibilidad de levantar un título mientras su vecino poderoso se encerraba en un hotel y peleaba, jugador por jugador, una cuantía de las primas por los derechos de imagen.

Si había algo que entristecía, por otro lado, a la afición del Español era la situación que estaba viviendo su otrora estrella John Lauridsen. El danés era un centrocampista fino y con un golpeo de balón impresionante. Durante años había liderado el centro del campo del equipo y se había convertido en uno de los futbolistas más admirados de la Liga. Al igual que le había ocurrido con Sarabia en el Athletic, Clemente se enfrentó a Lauridsen para demostrarle al mundo que ninguna estrella estaba por encima de su personalidad. El danés perdió peso en el equipo con la excusa de que no sabía defender y, mientras el Español iba avanzando rondas el mundo se volvía hacia ellos y elogiaba el trabajo de Clemente al tiempo que ninguneaba la ausencia del jugador danés.

Todos los esfuerzos realizados en Europa terminaron pasando factura al Español quien, descuidado en la liga, se había metido en la pelea por evitar el descenso. En un intento de olvidar el drama, la afición se volcó con el equipo el día que el Bayer Leverkusen les rindió visita para jugar el partido de ida de la final. Ganarle la final al mismo equipo que había eliminado al Barça sería un broche perfecto para una temporada que se dibujaba gloriosa. El día tres de mayo de 1988 el viejo estadio de la carretera de Sarriá presentó un lleno histórico para ver a su equipo en el partido más importante de su historia. El Español, que no había perdido, se presentó ante los cuarenta y dos mil espectadores que abarrotaban el estadio con N'Kono, Job, Miguel Ángel, Gallart, Soler, Urquiaga, Iñaki, Orejuela, Valverde, Losada y Pichi Alonso. En el Leverkusen, que no había perdido ni un sólo partido en el campeonato y venía de eliminar al Werder Bremen, flamante líder de la Bundesliga, destacaba su pareja de jugadores foráneos; el brasileño Tita, un centrocampista fino y con llegada y el coreano Cha, un explosivo extremo con una velocidad endiablada.

La primera hora de partido transcurrió con un juego de tanteo. Ningún equipo se atrevía con la iniciativa y el balón viajaba de un campo al otro sin demasiado control. No fue hasta que a Orejuela le anularon un gol dudoso cuando el público entró en ebullición y el equipo entendió lo que necesitaba su gente. En el último minuto de la primera parte, Soler corrió hacia un balón profundo y puso un centro al corazón del área que Losada remató de cabeza con su eficacia particular. Uno a cero y algarabía en las gradas. Era hora de ir a vestuarios y reconducir el partido hacia un escenario aún más favorable.

Tras una salida en tromba en la segunda parte, una combinación entre Pichi Alonso y Orejuela termina con la pelota en el centro del área, Valverde entra en la disputa y el balón sale suelto hacia atrás para que Soler suelte un derechazo que se cuele en la portería alemana. Era el dos a cero y al Español se le ponía cara de campeón de la Uefa. Mucho más lo sintió así cuando una jugada de Valverde por banda derecha terminó con un centro al primer palo y un remate certero de Losada. Aún hubo tiempo para un remate de Golobart que hizo temblar el travesaño y que hubiese cambiado el sino de la final.

Porque el partido de vuelta fue otra historia. Los cánticos de "Campeones, campeones" que se habían escuchado en algunos sectores de Sarriá, se volvieron en contra en una noche de pesadilla. La atención mediática había ido hacia otro lado desde el primer momento del día. Por la mañana, el Barcelona había presentado a Cruyff como su nuevo flamante entrenador y casi nadie en la ciudad hablaba del partido que habría de disputar el Español por la noche. Al fin y al cabo, era una final ganada, qué más daba.

Valverde, además, era baja para el partido y de esta manera el ataque del Español se rompía. La dupla formada por Valverde y Losada, apodados el Pipiolo y el Txingurri, había traído de cabeza a las defensas de Brujas y Leverkusen en los dos grandiosos partidos disputados en Sarriá. Losada estaría solo contra el mundo y, como contraprestación, el entrenador del Bayer dejó en el banquillo a dos de sus delanteros más habituales, Waas y Tauber. Curiosa manera de afrontar una remontada.

Pero la remontada llegó y lo hizo de una manera cruel. Tras una primera parte sin goles, Clemente alentó a los suyos para resistieran durante cuarenta y cinco minutos más. Fue en balde, el castillo de naipes comenzó a desmoronarse cuando Tita aprovechó una indecisión de N'Kono para robarle el balón y anotar al puerta vacía. Se venía el vendaval y el Español no tenía mimbres morales para sujetarlo. Minutos después, Waas ganaba la línea fondo y ponía una pelota al corazón del área para que Gotz la reventase de cabeza en las redes. El tercero era cuestión de tiempo y llegó casi con el pitido final cuando Cha remató de cabeza un libre indirecto puesto al interior del área.

No había poder de reacción. Era un equipo entusiasta para jugar, pero demasiado joven para soportar semejante presión. El miedo al vacío terminó por derrotarle y, aunque aguantó la prórroga sin encajar ningún gol más, apenas inquietó la meta alemana antes de abocarse a la suerte de los penaltis. Allí, perdió por tres goles a dos después de fallar los tres últimos lanzamientos y caer al suelo con el orgullo herido y el dolor atravesando el corazón.

Fue un final demasiado cruel para un equipo que lo dejó todo en su empeño por sorprender a Europa. Toda Barcelona, incluso la culé, lloró aquella tarde de mayo cuando los penaltis de Urquiaga, Zúñiga y Losada se iban yendo, uno a uno, al limbo. Quedó el orgullo, que no es poco, y el recuerdo de una bonita historia que los más viejos del lugar van contando a las nuevas generaciones. Porque perder forma parte del trato, lo importante es saber que, antes de perder, el equipo dio todo lo que pudo y pintó de ilusión el gesto de cada uno de los españolistas. Pudo haber una redención, diecinueve años después, pero de nuevo los penaltis y de nuevo el infortunio se cebó con un equipo que aún sigue buscando su oportunidad.

El Espanyol vuelve a Europa y, desde Leverkusen, todo el mundo sabe que el destino le debe al menos una.


martes, 28 de mayo de 2019

¿Miedo o prejuicio?

Es común en el ser humano el llevar los prejucios hacia el extremo y el poner vendas en heridas que aún no se han ocasionado. Es relativamente fácil alarmar porque, datos en mano, en un ejercicio de predestinación, el ciudadano es capaz de ver al demonio en cualquier individuo extraño y es capaz de exorcirzar sus miedos corriendo lo más lejos posible en lugar de pararse a comprobar si las alarmas son más verdad por miedo o por certeza.

Está claro que el pasado es un factor que siempre atemoriza al presente y que también, tras ser testigos de agresiones esporádicas en noticiarios, se tienda a pensar que todos los hinchas ingleses son unos becerros y no conocen el civismo cuando cruzan su frontera. Es el problema de la estigmatización; llenas un saco manzanas y la única que se pudre las va corrompiendo a todas. El saco es tan extenso que basta con mirar las estadísticas y comprobar quienes son los causantes del alboroto. Si realmente están identificados, no deberían viajar a Madrid y no deberían existir portadas tan temerarias como las que vimos ayer.

Porque el fútbol debería ser una fiesta en la que no debería haber excepciones. Hemos visto finales entre Madrid y Barça, entre Barça y Atlético y entre Milan y Juve. Las hemos visto entre Manchester United y Chelsea y entre Bayern Munich y Borossia Dortmund; en cada rivalidad existe un conato de prudencia, pero ante cada acontecimiento debe existir, siempre, un conato de ilusión.

Confiar en las fuerzas de seguridad y pararle los pies a los cuatro tontos que siempre tienen ganas de montar lío. Eso, y dejar que la gente que viene a disfrutar del fútbol, lo disfrute. No quedan más opciones, porque poner en pie de alerta a una ciudad y convocar al cierre de comercios y portales solo es una manera de hacer creer a la gente que los que vienen son una horda de bárbaros y yo quiero creer que son simplemente fieles aficionados a un equipo de fútbol.

jueves, 23 de mayo de 2019

La rodilla del hombre récord

El Atlético de 1992, entrenado por Luis Aragonés, era un portento de vigor y contragolpe. Allí estaban Futre, el estilete más querido, Schuster, el ingeniero del juego y Manolo, el tipo que alcanzó el Pichichi con sus goles de oportunista. En un sprint final de liga, después de un comienzo más que dubitativo, se presentó con los galones suficientes como para disputarle el título a los dos grandes, y si no lo hizo es porque medió una rodilla y un golpe de mala suerte.

El catorce de mayo de 1992 el Barcelona, segundo en la clasificación, se presentó en el Vicente Calderón con la esperanza de no perder el tren de la liga. El Madrid, que había cambiado a Antic por Beenhaker, seguía al frente de la clasificación y esperaba una victoria del Atlético para ampliar su ventaja. El Atlético era tercero y venía de una racha de cinco partidos ganados y quería recuperar terreno después de un invierno difícil.

Tan sólo una temporada antes, ambos equipos habían quedado primero y segundo en la clasificación. Fue el año en que se empezó a descomponer el Madrid de la Quinta del Buitre y comenzó a emerger el mejor Barça de Cruyff, meses después bautizado con Dream Team. En su intento de regeneración, el Madrid se había puesto en manos de Antic y Antic se había puesto en manos de Fernando Hierro, otrora defensa y ahora convertido en centrocampista goleador. Las victorias se sucedían mientras Barça y Atlético se iban quedando atrás y con la lengua fuera.

Ocurrió que alguien convenció a Ramón Mendoza de que el Madrid debía jugar mejor y Ramón Mendoza prescindió de Antic. Sumido en un mar de dudas, el equipo blanco comenzó a perder partidos al tiempo que Barcelona y Atlético los iban ganando. La liga entraba en su tramo final y la clasificación se apretaba. Si los azulgranas ganaban en el Calderón, descartaba a un rival, si lo hacía el Atlético, tendría todo el derecho del mundo a soñar con lo más grande.

El partido fue un monólogo del Atlético durante la primera parte. Intensidad, juego profundo, presión alta, contragolpe y dos goles de Manolo después de un pase magistral de Schuster y una carrera sin freno de Toni Muñoz. El Manzanares era una caldera y Jesús Gil se frotaba las manos consciente de que estaban dando un golpetazo en el centro de la mesa.

La segunda parte empezó con dudas, que se acrecentaron después de que Nadal batiese a Abel tras un pase profundo de Eusebio. Abel era uno de los grandes porteros de la liga, el año anterior había batido un récord mundial de imbatibilidad estableciéndolo en mil doscientos setenta y cinco minutos; catorce partidos sin recibir un gol. Su gran especialidad eran los mano a mano, aprendidos de su mentor, Ubaldo Fillol, y, aunque no era un gran especialista en el juego aéreo, su gran agilidad y valentía le permitía llegar a lugares difíciles.

Y aquel balón largo, hacia ninguna parte, era el balón más fácil del mundo. Abel lo vio llegar, lo dejó botar y, por algún extraño suceso, le golpeó en la rodilla cuando se disponía a acolcharlo entre los brazos. Bakero, que pasaba por allí por se caía algo, se encontró la pelota suela y burló al portero para hacer el empate a puerta vacía.

Aquella jugada terminó con el partido. El Atlético, que había tenido dos ocasiones muy claras en botas de Manolo, prefirió guardar la ropa antes que seguir nadando, y el Barça, que jugaba con diez por expulsión de Stoichkov, decidió que aquel no era el mejor día para seguir arriesgando. De esta manera, ambos equipos quedaban a expensas de lo que hiciese el Real Madrid en Logroño. Y perdió, y ese empate dio vida a ambos y los tres se enfrascaron en una lucha que terminaría el siete de junio cuando el Madrid perdió en Tenerife dos goles de ventaja, la liga y la moral.

Sin aquel gol de Bakero cuando el Atlético controlaba el partido, los tres equipos hubiesen empatado a cincuenta y cuatro puntos y el triple empate le hubiese dado la liga a los rojiblancos. Pero todo eso es fútbol fícción; la verdad es que hubo un Atleti muy grande durante un par de años al que le dio tiempo a batir un récord del mundo y a conquistar el Bernabéu en la final de Copa y hubo un Barça mucho más grande aún pues no solamente conquistó la Liga y la Copa de Europa sino que conquistó la memoria y, sobre todo, conquistó un estilo.


lunes, 20 de mayo de 2019

La belleza de lo salvaje

El fútbol inglés mantiene un halo primitivo en su juego que lo convierte en tan impredecible como apasionante. Equipos que, generalmente, han jugado al tú contra mí sin más complejos que el que muestre la propia pelota y sin más miedo que el que muestren los momentos de duda. Nada escapa al control porque nada, generalmente, está controlado de antemano.

Competir, extendida la definición a un término pasional, se convierte en un ejercicio de fe cuando la pelota rueda y el público se vuelca, incesante, en ese laberinto de pasiones que representa el juego. Anfield encendió su mecha para remolcar a su equipo hacia la proeza, no necesitó de su gente el Tottenham para grabarse a fuego su condición de gladiador y pelear cada balón como si fuese el último. Cuando lo fue, la incredulidad pintó la mirada de los jugadores del Ajax y el éxtasis dibujó sonrisas de asombro en cada uno de los Spurs, porque tan sólo una hora antes eran carne de cañón y, gracias a la fe, terminaron convirtiéndose en héroes por derecho propio.

Esa tormenta perfecta que descargó el Liverpool sobre la moral azulgrana y ese torrente de idiosincrasia que derramó el equipo de Pochettino sobre el Amsterdam Arena no fueron sino la confirmación más palpable de que la Champions es el torneo de los torneos, que la gloria espera al más fuerte y que, más allá de la vistosidad, existe una competitividad tan salvaje que convierte en bello cualquier lance, porque nada nos gusta más que ver derrochar a cualquier tipo hasta la última gota de su sudor.

jueves, 9 de mayo de 2019

El cisne de Utrecht

La elegancia es un concepto abstracto en la concepción, pero muy vistoso en la percepción. Porque de la elegancia nace el asombro; la espalda erguida, la boca abierta y el aplauso siempre en el hilo de la posibilidad. Quien es elegante no lo es por perseverancia sino que lo es por naturaleza, porque quien porta la etiqueta de elegancia es siempre alguien dispuesto a hacerse notar por propia condición; nunca forzando, siempre, sencillamente, ejecutando.

A Marco Van Basten se le rompieron los tobillos de tanto danzar sobre ellos en el césped. Lo suyo era un baile original patentado por su propia habilidad para proteger la pelota de espaldas. La jugada, de tan simple, se convertía en hipnótica siempre que la ejecutaba con esa sencillez que le otorgaba la técnica; balón al pecho y, de repente, la cámara lenta apareciendo para hacernos cómplices de la maniobra. Pecho, rodilla, tobillo, giro y descarga. Así de fácil, así de complejo.

Y siempre, después, el desmarque y, por último, para asombrar al mundo con un repertorio interminable, el remate. Porque Van Basten jugaba como un centrocampista en tres cuartos pero era un delantero total en el área. Nunca fue el más rápido, ni el más fuerte, pero era el más listo y, sobre todo, era el más hábil. Sabía rematar de cabeza, de volea, de chilena, de tacón, y sabía definir, siempre, hacia el lugar donde el portero jamás podía llegar. Porque su oficio fue goleador impenitente, pero no un goleador cualquiera, sino un tipo que dibujaba los goles que nosotros habíamos soñado previamente en nuestras noches de asombro.

Fruto de la interminable escuela del Ajax, Van Basten dejó Holanda, Recopa en mano, para enrolarse en las filas de un Milan en el que haría historia. Seis temporadas de ensueño en las que lo ganó todo y en el que todos se fijaron en él. Hasta él, los delanteros jugaban al choque, desde él, los delanteros jugaron a la recepción. Hubo muchos que perfeccionaron el juego de espaldas, pero ninguno lo hizo con la misma elegancia que Marco Van Basten.


miércoles, 8 de mayo de 2019

La interpretación del fracaso

A menudo me sorprende la ligereza con que se utiliza la palabra fracaso, generalmente utilizada por tipos que, seguramente, hayan tenido que conformarse con una vida con la que no soñaron de pequeño. El fracaso, como signo de medida ante una derrota, puede calificar en diferentes niveles, pero, generalmente, se ceba en el ente más intrínseco, porque lo superfluo no cuenta a la hora de medir responsabilidades. Suele ocurrir que nos duelen tanto las victorias de los rivales que siempre andamos con un ojo pendientes de su derrota para sacar el hacha a relucir. Y esperamos a la vuelta de la esquina para resolver cuentas pendientes; siempre con el calor del resultado, claro está. Y siempre con la intención de convertir en nimio cualquier éxito ajeno, porque para nosotros fracasar significa siempre perder, sin analizar que quizá, en cada derrota, haya un elemento de seducción que tendemos a obviar para derribar nuestros propios muros psicológicos; cuando alguien lo hace muy mal, el error, generalmente, viene conducido porque el otro lo hizo muy bien.

A mí, que me gusta analizar siempre el fútbol desde la victoria, que desde el ventajismo de la derrota, prefiero pensar que el éxito sonrió a un Liverpool que siempre creyó en sí mismo y que si el Barça perdió fue porque no pudo con el empuje y moralidad física de un equipo que siempre supo tener al alcance una gesta que ayer le glorificó, una vez más, como club de fútbol. El calor del resultado nos hace soltar improperios y desclasificar viejos fantasmas, pero lo cierto es que el éxito ajeno raramente suele ser fuente de interpretación para calificar nuestras decepciones. Hablar de fracaso en una semifinal de Champions, con varias ligas en el zurrón y un lustro jugando finales de Copa, me parece una barbaridad. Está claro que fue una decepción, una de las más grandes, pero lo fue porque en esta sociedad que hemos creado en la que sólo nos sirve alcanzar el máximo, no somos capaces de concebir que quizá nuestros equipos no estén capacitados para ciertas afrentas. El Barça lo intentó en su medida en el partido de ida y no consiguió frenar el vendaval que le llegó en el partido de vuelta.

Los recuerdos futbolísticos de mi infancia están marcados por un equipo que se paseó por España sin ser capaz de saltar la barrera de las semifinales en la Copa de Europa. Si a alguien le decimos hoy que el Madrid de la Quinta del Buitre fue un fracaso, se echaría las manos a la cabeza con razón, en cuanto está instalado en nuestra memoria como una fuente de buen fútbol del que bebieron generaciones posteriores. Al Barça de Messi, que, por cierto, ha ganado cuatro Champions, se le quiere archivar con la etiqueta del fracaso porque no ha sido capaz de sostener buenos resultados en rondas finales de la máxima competición. Si la Champions la ganasen varios equipos al año, entonces podríamos exigir una oportunidad de verse en el olimpo, pero todos los títulos son tan selectivos que sólo permiten un ganador por temporada. Esto pone en sintonía el éxito del último Real Madrid, pero no tiene porque ser motivo para despreciar a un equipo y, mucho menos, a un futbolista que ha sostenido el nivel de nuestra liga durante la última década. El fracaso, con semejante derroche de jugadores y presupuesto, sería no jugar la Champions, porque sería no cumplir un objetivo mínimo, pero quedarse a las puertas de una final en un torneo que sólo concede un ganador al año no puede ser un fracaso porque entonces estamos poniendo un nivel de exigencia por encima de las expectativas.

Porque cada uno tiene que ser consciente de su capacidad antes de exigir un nivel en las capacidades ajenas. El fracaso es caer en la ignominia, no conseguir algo es, simplemente, una decepción. Y las hay pequeñas, de las que salimos indemnes, con una esquirla en la memoria, y las hay grandes, como Roma o Liverpool, en las que salimos tocados y creyendo que, quizá, la próxima sí puede ser la nuestra.

lunes, 6 de mayo de 2019

Pichichis: Ferenc Puskas

Dicen que la historia la escriben los ganadores. Dicen que los que vencen son los que roban la memoria al resto porque gustan de dejar impronta en papel de la memoria. Pero los que verdaderamente dejan huella son aquellos que pasan por la vida dejando un legado de asombrosa peculiaridad. Belleza y templanza, vencer y convencer, caerse y, siempre, volverse a levantar.

Ferenc Puskas fue el líder de los dos mejores equipos del fútbol húngaro y dos de los mejores equipos de la historia del fútbol. El Hondved, previamente Kispest de Budapest, fue pionero en un estilo de juego donde primaba la combinación por encima de la dirección. Un estilo que el gran Gusztav Sebes trasladó a la selección húngara y que, apoyado por las estrellas del Hondved y un puñado de grandes futbolistas más, estuvo más de tres años invicto contabilizando un total de treinta y dos partidos. En una época donde no existía la palabra "amistoso" y cualquier encuentro entre selecciones nacionales era una llamada a la defensa y el compromiso con la patria.

Entre aquellas exhibiciones contínuas, destacó la doble victoria ante Inglaterra en 1953. El tres a seis en Wembley en el que se bautizó como "El partido del siglo" y el siete a uno en Budapest en un festival de juego ofensivo. Porque aquella Hungría era así, un festival de fútbol continuo en el que cada partido era un motivo de aplauso.

Pero el currículum de Puskas no se remitió a la mejor selección de fútbol de los años cincuenta, sino que, una vez hubo abandonado su país y sus miedos, decidió enrolarse en las filas del mejor club de fútbol de la década. Allí, en el Real Madrid, le acogieron como a un niño grande con los brazos abiertos, le apodaron "Cañoncito Pum" como homenaje a su colosal pierna izquierda y él mismo se encontró tan agusto que fijó en Madrid su residencia hasta que, dos décadas más tarde, el gobierno húngaro le permitió volver a pisar su tierra.

Fue allí, en Hungría, donde se hizo hombre y futbolista monumental. Siempre de la mano de su inseparable Jozsef Boksic, capitán de la selección, y a quien conoció siendo un niño, se coronó como rey del fútbol en una época donde el deporte tenía sus príncipes. Jugó ochenta y cinco partidos con Hungría y anotó ochenta y cuatro goles, uno de ellos en la final del mundial de 1954 que terminaron perdiendo ante Alemania, y otro más, dos años antes, en la final de los Juegos Olímpicos en la que terminaron derrotando a Yugoslavia.

Aquella final ante Alemania le jugó mermado porque en el partido de la fase de grupos jugado ante la misma selección, el defensor Werner Liebrich le propinó una fuerte patada que le lastimó el tobillo. Acortó los plazos y jugó la final, pero no pudo dar de sí lo que el fútbol hubiese querido. Tal era su capacidad para anotar goles, muchos de ellos inverosímiles, que en la actualidad la FIFA homenajea el mejor gol del año nombrándolo como Premio Puskas. Y es que Puskas fue un futbolista técnicamente exquisito y un goleador excelso que fabricó su historia a base de goles decisivos.

Ya desde pequeño, cuando formaba parte del equipo infantil del Kispest, los aficionados del club construyeron un camino que iba desde su casa hasta el campo de entrenamiento. Tal era la devoción que causaba ya con doce años que sus propios aficionados le facilitaban el acceso a las instalaciones deportivas. Por ello, por saberse siempre protegido por los suyos, Puskas tendió al descuido siempre que se vio fuera de los terrenos de juego. Cuando fichó por el Real Madrid después de dos años sin jugar oficialmente, el técnico Carniglia corrió a quejarse a Santiago Bernabéu: "Presidente, me ha traído a un futbolista al que le sobran veinte kilos ¿Dígame qué puedo hacer con él?". Pero el mesías blanco fue certero al espetar a su entrenador: "¿Y usted me lo pregunta? Póngale en forma, ese es su trabajo, y deje de quejarse".

Puskas llegó a Madrid con treinta y un años y en sus primeras apariciones parecía un ex futbolista. Gordo, ajado y lento, el público comenzó a sospechar de él hasta que él decidió apagar sus dudas. Le llamaron "Pancho" de manera cariñosa y se quedó ocho años en el club hasta que decidió marcharse rondando los cuarenta y con cientos de goles en la mochila. Si en Hungría había sido el líder del equipo, aquí fue la guinda de un pastel espectacular. Porque el equipo ya tenía un líder y ya sabía ganar, pero con Puskas ganó de manera aún más rotunda. Más espectacular.

Al "Mayor galopante" sólo le pudo el Alzheimer cuando ya rondaba los ochenta años. No se acordaba de nada, pero el mundo le recordaba por todo. Atrás dejó una cifra de más de quinientos goles en primera división, repartidos entre las ligas húngara y española y una exigua carrera como entrenador que comenzó de forma exitosa en Panathinakos y terminó de forma desastrosa en Murcia. En Grecia, un año después de retirarse, se proclamó campeón de liga para, en el año siguiente, plantar al equipo en la final de la Copa de Europa. Como si de un guiño del destino se tratase, allí sucumbió ante el incipiente Ajax de un Johan Cruyff que prometía gobernar el fútbol. Aquella noche se juntaron la esencia más pura de las dos selecciones más bellas; la Hungría del cincuenta y cuatro y la Holanda del setenta y cuatro. Dos finalistas honorables, dos equipos que perdieron ante Alemania y que, aún así, pervivieron para siempre en la memoria colectiva como dos ejemplos para la imitación.

Porque en Suiza, Hungría asombró al mundo hasta que en la final se encontró con sus peores fantasmas. Arrasó a todos los equipos en la primera fase y fue excelso y competitivo para eliminar a Brasil y Urugay en las rondas eliminatorias. En la final, con Puskas mermado y los alemanes enérgicamente motivados, Alemania remontó un cero dos inicial para firmar una de las derrotas más tristes de la historia. Dicen que la historia la ganan los ganadores. Dicen. Pero aquel mundial será, para siempre, el mundial de Hungría.

Aquella Hungría, como el Hondved, murió deportivamente en 1956. El Hondved lo hizo en San Mamés, después de un partido en la Copa de Europa en la que el Athletic pasó de ronda y los húngaros pasaron a la historia. La noticia de que los tanques soviéticos habían invadido Budapest para solventar el conato de revolución, provocó el miedo y la furia en los integrantes del equipo. El plantel, en su mayoría, decidió no regresar a casa y pidió asilo político en España. Antes que Puskas, Czibor y Kocsis ficharon por el Barcelona, lo que animó a Ferenc a aceptar la oferta del Real Madrid. Había estado dos años sin jugar, sancionado por la FIFA ante las acusaciones de desertor del gobierno de su país. La inactividad le hizo ganar kilos, pero no consiguió que se le olvidase jugar al fútbol. En aquel Madrid liderado por Di Stéfano, Puskas se sintió libre y goleó por doquier. En total, a lo largo de su carrera, disputó setecientos veinte partidos y anotó setecientos nueve goles. No en vano, fue nombrado mejor goleador del siglo XX por la IFFHS.

En el Madrid formó parte de una delantera gloriosa que, aún hoy, se recita de carrerilla: Kopa, Rial, Di Stéfano, Puskas y Gento. Los mejores del mundo en el mismo equipo. El mejor equipo en el mejor momento. Tanto destacó en el frente de ataque que marcó siete goles en dos finales de la Copa de Europa; cuatro ante el Eintrach en la ganada en 1960 y tres ante el Benfica en la perdida en 1962. Y es que el oficio de golear en las finales era el ejercicio preferido de Ferenc Puskas. 1952, final de los Juegos Olímpicos (ganada), gol. 1954, final del mundial (ganada), gol. 1960, final de la Copa de Europa (ganada), cuatro goles. 1960, final de la Copa del Rey (perdida), gol. 1960, partido de vuelta de la Copa Intercontinental (ganada), dos goles. 1961, final de la Copa del Rey (perdida), gol. 1962, final del copa de Europa (perdida), tres goles. 1962, final de la Copa del Rey (ganada), dos goles.

Después de semejantes exhibiciones dejó seca su pólvora en las finales y solamente jugó una más al alto nivel, fue en 1964, en el último partido de Di Stéfano con el Madrid, en la que el equipo blanco sucumbió ante el Inter de Helenio Herrera y tras la cual, Puskas se acercó a Sandro Mazzola para intercambiar con él su camiseta. "Tu padre estaría orgulloso", le dijo. "Eres digno de él".

Entre todos los años gloriosos de su carrera, ninguno se acercará excelsamente a lo que logró en 1960. Aquel año marcó veintiseis goles en liga en la que el Madrid sería segundo, doce en la Copa de Europa, incluídos tres en semifinales contra el Barcelona y los cuatro de la final, que el Madrid terminó ganando, diez goles en la Copa del Rey, incluido uno en la final que el Madrid perdió frente al Atlético y dos goles en el partido de vuelta de la Copa Intercontinental en el que el Madrid derrotó por cinco goles a uno a Peñarol de Montevideo. En total fueron cincuenta goles, la mayoría de ellos decisivos, que no le sirvieron para ganar el Balón de Oro.

La historia ha demostrado que, en el fondo, los premios no son más que un trozo dorado que no siempre se instalan en el estante de la memoria. Florian Albert fue el único húngaro en ganar el Balón de Oro y, sin embargo, nadie duda de que Puskas ha sido, de largo, el mejor futbolista en la historia del país. El goleador excelso, el artista que jugaba con la pausa y desaparecía con la aceleración. Un pie izquierdo celestial que marcó treinta y cinco goles en sus treinta y siete aparciones en la Copa de Europa. El hombre que lideró a unos magiares que llamaron mágicos por su manera de trenzar el fútbol, el delantero que le anotó dos hat-trick al Barcelona en 1961 y apuntilló así una revancha que llevaba tiempo ideando. Aquel Barça post Herrera que le había ganado dos ligas al Madrid y al que Puskas goleaba una y otra vez sin piedad que le frenase. El mismo tipo que, en 1962, y después de dos finales perdidas, goleó de nuevo en el Camp Nou para jugar una nueva final de Copa y marcar el tanto decisivo que le dio el triunfo a su equipo. Porque así era él, pertinaz, goleador y decisivo. Una máquina de hacer goles que llegó tarde a Madrid y se fue demasiado rápido por tanto como se le disfrutó.

Aquella Hungría inolvidable se apagó en 1956 con aquella desbandada planificada en Bilbao, pero deportivamente ya había tocado a su fin cuando Checoslovaquia les había derrotado en un trepidante partido después de otros dos años sin conocer la derrota. Era el fin de una era y el comienzo de una emigración que llevó a sus integrantes a distintos puntos del continente. Cuando Bernabéu comentó a Samitier su intención de fichar a Puskas, el secretario técnico se negó en redondo. Le había visto jugar pachangas y sabía que estaba viejo y fuera de forma. "Entonces serás tú quien debas irte", respondió el presidente blanco al tipo que había gestionado los fichajes de Di Stéfano y Kopa. Y se fue. Y llegó Puskas y, andando y pateando, dio clases magistrales de fútbol de salón. Tan efusiva fue su estancia en España que, aún con treinta y tres años encima, se nacionalizó español para formar parte del plantel que debía jugar con España el mundial de Chile. Por unos momentos, los españoles quisieron soñar con algo grande. Di Stéfano y Puskas juntos, aquello era una llamada a la esperanza. Pero Di Stéfano no estuvo y Puskas rindió al nivel que solían hacerlo los futbolistas de la época cada vez que se vestían de rojo. Con el Madrid les podía la ilusión, con España les podía la responsabilidad. Y aunque la selección fue campeona de Europa tres años más tarde, por entonces, Puskas, que aún seguía goleando, había pasado a formar parte del recuerdo patrio para un equipo que vivía en continuo proceso de renovación.

En su primera temporada de blanco, anotó cuatro tripletes y en la última, se despidió de la Copa de Europa con un partido apoteósico ante el Feyenoord al que anotó cutaro goles en el Bernabéu rondando los cuarenta años. Cuando se marchó, vencido por la edad y los dolores, se sentó en el banquillo del Panathinaikos y lo condujo a la final de la Copa de Europa en tan sólo dos temporadas. Después entrenó en España, en Chile, en Arabia, en Egipto, en Paraguay y hasta en su Hungría natal, donde abandonó la vocación y se quedó a vivir para siempre en paz consigo mismo. Ningún fracaso como entrenador empañó su gloria como jugador y así se le reconoció en el año 2011 cuando la FIFA lo incluyó en el Salón de la Fama de la Historia del Fútbol. Un jugador así no podía tener un menor reconocimiento.

El hombre que nunca estuvo allí

En "El hombre que nunca estuvo allí", Billy Bob Thornton interpreta a un triste barbero que cree alcanzar su momento de gloria cuando consigue diez mil euros a través de un chantaje. Es el momento cénit de un tipo sin pasado y sin futuro, un tipo que aparece un instante, fruto de un subidón inspiracional, y desaparece con el polvo a medida que el mundo va descubriendo cada uno de sus errores.

Maris Verpakovskis jugó en muchos equipos, pero a veces parece que no estuvo en ninguno de ellos. Su momento cumbre lo vivió en Portugal cuando en la Eurocopa de 2004 se presentó en sociedad con la camiseta de Lituania y volvió loca a la defensa alemana con sus desmarques y su velocidad. Unos días antes le había anotado un gol a la República Checa tras un contragolpe perfecto y el mundo creyó haber descubierto a un tipo que vivía a mil por hora y pedía una oportunidad al tiempo que derrumbaba una puerta de una patada.

Para entonces jugaba en el Dinamo de Kiev, quien le había fichado el verano anterior y aún seguía esperando ver cumplidas las promesas que había hecho mientras goleaba con la camiseta del Skonto de Riga. Aquella Eurocopa le ofreció una segunda oportunidad, pero tres años y muchas suplencias después, el equipo ucraniano se decidió a hacer caja con su otrora jugador estrella. Fue entonces cuando volvimos a escuchar su nombre después de tres años sin conocer detalles sobre su paradero. Mediada la temporada 2006-2007, el Getafe le presentó como flamante refuerzo invernal.

Hoy pocos lo recuerdan, pero Maris Verpakovskis jugó sesenta y tres minutos del partido de semifinal de Copa del Rey en el que el Getafe derrotó al Barcelona por cuatro goles a cero y certificó su pase a la gran final del Bernabeu. Allí, hizo pareja con Güiza en la punta de ataque y dejó que su compañero se llevase toda la gloria mientras él pasaba todo el partido tirando desmarques que nunca encontraban su destino.

Harto de verle correr y no encontrarse, el Getafe decidió desprenderse de él después de ver como dejaba de jugar al tiempo que el equipo crecía exponencialmente con otros delanteros como Manu y Albín. Viajó a Croacia para jugar un año en el Hadjuk y hacer creer a la gente que en España había triunfado a pesar de haber sido capaz de anotar tan sólo dos goles. Fue entonces cuando le fichó el Celta de Vigo y fue entonces cuando todos nos dimos cuenta que sí, que definitivamente aquella aparició en Portugal había sido un espejismo y que Verpakovskis, como Billy Bob Thornton, realmente nunca había estado allí. Seguía siendo un tipo anodino, sin demasiadas condiciones, con alguna buena característica pero sin más pena que gloria.

Cuando dejó España para no volver, se enroló en las filas del Ergotelis griego e inició un periplo por las ligas griega y azerbayana que terminó, como al principio, en su Lituania natal. Verpakovskis jugó hasta 2016 en las filas del FK Liepaja, justo hasta que decidió decir adiós y colgar las botas asumiendo, como Billy Bob Thornton en la película, que no era más que un tipo mediocre que quiso encontrar la gloria en un momento determinado. Muchos creen recordarle aún en lo más profundo de la memoria, pero realmente él nunca estuvo allí, tan sólo era la sombra de un recuerdo que nos hizo creer que quizá, pero sólo quizá, había nacido un buen futbolista en lo que tan sólo fue un espejismo de verano.