miércoles, 28 de marzo de 2018

De la revolución a la histeria

De la revolución a la histeria tan sólo hay un paso. Cuando todo está perdido, cuando no se sabe qué camino tomar, cuando acecha la prisa y consume la duda, es momento para detenerse a pensar. Es momento para la catarsis. De las peores derrotas han surgido los mejores proyectos. Aunque también, porque no decirlo, han surgido, de igual modo, las peores crisis.

La situación del fútbol argentino es un galimatías de proporciones bíblicas. La AFA no tiene peso alguno, los dirigentes de los clubes intentan engordar una gallina que ya no sabe poner huevos y los futbolistas parten demasiado jóvenes a Europa, muchos de ellos para dejar de ser proyectos y convertirse en lo que no pudo ser.

Nadie se ha parado a pensar en qué hizo bien el equipo para alcanzar tres finales de manera consecutiva. Ha habido demasiado regodeo con la desgracia, como si llegar allí no fuese más que una anécdota y no hubo ningún análisis en positivo. Contar con el mejor futbolista del mundo debería ayudar a formar a un proyecto alrededor de él, pero en ningún momento Messi se ha sentido dueño de su destino jugando con la albiceleste y, mucho menos, se ha sentido en posición de dominar los partidos. La ansiedad, primero, y la derrota, después, provocaron que Messi declinase seguir.


A Argentina le hubiese sido difícil seguir sin Messi. De hecho, cómo se vio anoche, le reuslta imposible agarrarse a algo factible sino está él. Maradona dejó un legado y, en el impasse tras su marcha, la selección ganó dos Copas América. Y si lo hizo fue porque consiguió algo que lleva tiempo sin lograr; conjuntar un bloque. Argentina necesita sus mejores futbolistas, pero, más que ello, necesita un cataclismo. Necesita regenerar la selección y creer en un proyecto. No todos los partidos pueden ser once contra once y que Messi se las arregle, más que nada porque cuando Messi no está, los partidos, aunque sean amistosos, corren el riesgo de acabar en ridículo.

martes, 27 de marzo de 2018

Proteger a un genio - Por Santiago Segurola

El fútbol está contenido en el cuerpo de un pequeño jugador, un chico de 18 años que podría pasar desapercibido en cualquier calle. Es la magia de este juego maravilloso, abierto a la excelencia de un Nijinski de 1,90, como Van Basten, o la magia de un imberbe, de aspecto adolescente, apenas 1,68 de estatura, pero un gigante en toda regla. Se llama Leo Messi y hay todo el derecho a pensar que estamos ante un jugador excepcional, la aparición más fulgurante de los últimos años, figura indiscutible a una edad que sólo se permite a los privilegiados. A esa edad, sólo genios del calibre de Pelé o Maradona dominaban los partidos de la manera en que Messi lo hizo en Londres. No merece la pena entrar en comparaciones. De eso se encargará el futuro, con toda la carga de incertidumbres que eso significa en el fútbol. El presente ya está escrito. De Stamford Brige emergió una gran estrella.

La actuación de Messi hay que medirla en todos los órdenes. Es en partidos acomo el de ayer donde se observa al jugador en las condiciones más extremas de dificultad. Todo lo que se podía exigir a Messi, o a cualquiera de los astros que se asomaron al encuentro, se condensó en Stamford Bridge: dos excelentes equipos, la más exigente de las eliminatorias, la atención mundial, un campo infame que multiplicó las complicaciones a los jugadores, la tensión siempre, la violencia en muchas ocasiones. Un partido para futbolistas trascendentes no sólo por la técnica, el oportunismo o el carácter competitivo. Un partido, en definitiva, para proclamarse rey del fútbol. A eso se dedicó Messi durante todo la noche.

Las condiciones del encuentro le podían animar a la deserción. Del Horno le golpeó de tal manera durante la primera media hora que a nadie hubiera extrañado el repliegue de Messi. Podría haber buscado refugio en su juventud, o en la jerarquía del Barça, donde todavía no tiene los galones de Ronaldinho o Eto'o. Podría haber cuidado sus piernas, machacadas por las patadas de los defensas del Chelsea. Un gran jugador cualquiera tenía las excusas necesarias para dejar cuatro detalles y pasar con buena nota. Pero lo que hizo Messi fue inolvidable. En una demostración pocas veces vista de habilidad, inteligencia y coraje, destrozó al Chelsea ante el estupor de la hinchada inglesa, que reaccionó como suele suceder cuando un futbolista produce pánico. Por debajo de los abucheos que le dedicaron en cada jugada, se manifestó el pavor de los aficionados ingleses ante la arrolladora demostración de Messi.

No es posible dominar un partido de este calibre con 18 años. El fútbol tiene muy pocos precedentes, y los que se recuerdan están referidos a genios. Pelé, en la final del Mundial de 1958; Maradona, en el Mundial juvenil de 1979 y en las noches gloriosas de Boca; quizá Cruyff en la célebre eliminatoria de desempate frente al Benfica -año 1969- o George Best en Lisboa, también ante el equipo portugués, tres años antes. Y en los dos últimos casos se trataba de jugadores de 20 años, con una acreditada experiencia en la competición internacional. La hazaña de Messi es la un muchacho que debutó como titular en la Liga en noviembre. No fue una aparición cualquiera. Irrumpió en el Bernabéu y fue decisivo en la sonada victoria del Barça frente al Madrid.

La diferencia con aquel encuentro es que, en Londres, Messi estuvo a una distancia sideral de los demás. Fue el mejor y el más valeroso en el partido más difícil posible. En cada jugada mezcló la habilidad para superar a los defensas con un coraje casi insensato, con otra particularidad: nunca se quejó de la intolerable violencia que padeció. Ese carácter inalterable es otra característica singular de Messi, una cualidad impagable por lo que supone de deportividad y respeto al juego. Ahora le toca al fútbol respetarle a él. Un jugador como Messi es el tesoro más valioso que puede encontrarse. No puede quedar sometido al imperio de la violencia. El fútbol se encuentra ante una obligación imperativa: proteger a Messi, proteger a un genio.



Publicado por El País el 23 de febrero de 2006.

lunes, 26 de marzo de 2018

El problema de la comparación


El problema de sustituir al ídolo es el de la eterna comparación. Rensenbrink era rápido, pero no tanto como Cruyff, era listo, pero no tanto como Cruyff, era hábil, pero no tanto Cruyff, era un goleador, pero no tanto como Cruyff. No era Cruyff, pero era bueno. Le tocó el papel de sustituir al ídolo y dejó la impronta de un mundial excelente, la impronta de un equipo que, como el de Cruyff, jugó un buen fútbol y perdió una final contra el anfitrión. La impronta de un equipo que no pudo pasar a la historia porque no había sido pionero, porque, como sabemos, el problema es siempre la eterna comparación.

En aquel equipo sobrevivían varios del primer milagro alemán, pero faltaba el flaco. El viejo y sabio Ernst Happel, austriaco en el corazón, holandés para la ocasión, había depositado su confianza en el habilidoso delantero del Anderlecht. Se había hecho un hombre lejos de casa, lejos de los focos del gran Ajax y el incipiente Feyenoord, lejos de la gloria, buscando su parcela de historia particular. Aún hoy es una leyenda, allí donde se convirtió en un ídolo y allí donde se convirtió en un sustituto de lujo. Porque sabía cuándo correr, sabía dónde frenar, sabía dónde jugar.

Caía a banda y jugaba hacia adentro, se interponía por dentro y abría hacia los costados y, llegando desde atrás, gustaba sorprender con un remate certero. Físicamente, incluso en algunos de sus rasgos, se parecía a aquel flaco que maravilló al mundo y se hizo dueño del Balón de Oro. Rensenbrink nunca ganó uno, pero ganó un lugar en la historia. Lo hizo gracias a una carrera de menos a más en un equipo que glorificó con goles. Y lo hizo, sobre todo, en aquel escenario monumental, en un lugar junto a los Andes, cuando regaló un mes de fútbol trepidante. Y es que, aunque el problema resida en la comparación, la solución reside siempre en el fútbol. No hay mayor verdad que el juego y no hay mayor premio que el reconocimiento.

jueves, 22 de marzo de 2018

Pichichis: Pruden

El chico había nacido en Salamanca y se sentía salmantino por derecho. Había llegado al mundo en un frío diciembre y se había criado entre primos y libros viajando del pueblo a la ciudad y regresando al pueblo cada verano. Se había hecho futbolista por afición, pues sus principios eran los estudios. Quiso ser médico antes que futbolista, pero fue futbolista antes que médico porque, ante todo, se le daba muy bien marcar goles. Tan bien que se convirtió en leyenda allá donde tuvo ocasión de enfundarse una zamarra.

Jugó cinco temporadas en el Real Madrid y anotó casi cien goles. En una época de pocos partidos y mucho barro, se hizo amo del área del viejo Chamartín como antes lo había hecho en el nuevo Metropolitano. Fue en 1943 cuando el Salamanca accede a cederlo al conjunto blanco con el fin de que se convierta en el puntal que necesita el equipo de cara a enfrentar la fase final de la Copa del Generalísimo. La condición es que dispute, hasta donde llegue, la promoción de ascenso a primera con el Salamanca. El Salamanca no asciende, pero el joven Pruden ya no quiere parar de subir. En aquellos primeros días como blanco ha de enfrentarse al Barcelona en la eliminatoria de semifinales de Copa. La vieja nueva historia. La vieja nueva rivalidad. El Madrid anota once goles en casa y Pruden es autor de tres de ellos. No tarda mucho en convertirse en el nuevo ídolo de la tribuna.

La temporada siguiente, ya asentado como jugador madridista, el equipo capitalino le devuelve el favor al Salamanca. Tras una liga dura y disputada, el Madrid cede a su futbolista al equipo helmántico para que dispute la promoción de ascenso a primera. Vuelve a no conseguirlo, pero Pruden vuelve a ser feliz durante unos días. Su Salamanca querida le sabe a infancia y a recreo, a balón de trapo y calles empedradas, a goles en un descampado y a sobresalientes en un aula desvencijada. Allí había vuelto hacía unos años para terminar sus estudios y, fue cuando dejó el fútbol cuando se convirtió en doctor especializado en medicina deportiva. El Madrid le otorgó un puesto y allí fue un galeno respetable hasta que las canas le devolvieron a un cómodo sillón rodeado de hijos y nietos.

El chico ya había sido máximo goleador de la primera división española en el año 1941. En el Atlético Aviación había jugado muy bien y la gente se había enamorado de su eficacia. Había anotado treinta y tres goles y el equipo había salido campeón de liga. Pero el Atlético no le había tratado bien. No le quiso renovar el contrato porque desconfiaba de una supuesta lesión de peroné mal curada. El chico se quejaba, era cierto, pero ninguna molestia le había impedido hacer goles. Regresó a su ciudad para seguir sacando sobresalientes y seguir anotando goles. Así era su vida de jovencito eficaz.

Dos años más tarde regresó a Madrid y como jugador blanco consiguió afianzarse en la capital de España. Allí ganó dos Copas del Generalísimo y, sobre todo, ganó el corazón de los madridistas igual que lo había hecho con los atléticos. Se marcharía cinco años más tarde, con alguna cana y muchos golpes en las piernas. Se retiró en el vetusto Plus Ultra, y antes vistió la zamarra del Zaragoza al que intentó ayudar del pozo en el que se había metido, perdido en las profundidades de la tercera división. Para entonces seguía siendo un tipo listo, pero había perdido velocidad y potencia. Pocos futbolistas sobrevivían a la jungla de barro y sangre sin aquellas condiciones.

Su sueño de ser ídolo del Atlético Aviación se truncó el día que se vio obligado a pagar cincuenta mil pesetas para comprar su libertad y regresar a casa. Su sueño de ser futbolista, casi se trunca cuando la cruenta Guerra Civil dividió a España y partió en dos nuestra historia. El sueño de ser sempiterno casi se rompe el día que la diosa fortuna emparejó a su nuevo equipo, el Real Madrid, con el equipo de su corazón, el Salamanca, en la primera ronda de la Copa del Generalísimo. Cómo no llorar amando, como no cumplir queriendo. El Madrid anotó cinco goles y Pruden fue autor de dos de ellos. Sin formalismos, sin aspavientos, sin el menor trámite. Aunque algo parecido le había ocurrido un par de años antes. Recién llegado a Salamanca, el sorteo le había emparejado al Atlético Aviación. Después de anotar el gol de la victoria en el viejo estadio del Calvario en Salamanca, el conjunto unionista viajó a Madrid con Pruden al frente y las expectativas en lo alto. La previa fue apoteósica; los atléticos, aficionados que vivían agradecidos por sus goles, le agasajaban por la calle. El club no se había portado bien, pero aquellos hombres seguían estando en su corazón. Aunque casi se lo rompe. Aunque el Atlético había terminado ganando bien el partido, el descanso había reflejado un cero a uno con gol de Pruden que casi hace saltar la banca.


Y es que en el Atlético había sido un goleador letal. Fue el primer futbolista en encadenar siete y ocho jornadas consecutivas anotando gol en liga. Fue el primer futbolista en superar los treinta goles. Fue el primer futbolista en coronarse como máximo goleador con la camiseta rojiblanca. Para hacernos una idea de su juego, basta esta descripción del omnipresente diario Marca: "…Y el salmantino correspondió a la táctica con la característica de siempre, con la inexplicable teoría de su juego, con su trotar desgalichado, con su posición heterodoxa, pero con esa tremenda soltura que adquiere, como por milagro, en los metros finales. Con su disparo seco y colocado, que parece que los porteros han de alcanzar con facilidad…, pero que casi nunca aciertan a sujetar..."

En total jugó ciento treinta y ocho partidos entre el Atlético y el Real y anotó ciento diecinueve goles. Son cifras de otra época, en las que las ligas eran cortas y las copas eran intensas. Épocas de marcajes férreos, balones pesados y tapetes huecos. Fue un goleador eficaz y un profesional intachable. Para el Atlético ganó una liga, para el Madrid ganó dos Copas anotando gol en sendas finales y para el Salamanca ganó el corazón de un tipo inmortal. Probablemente, el mejor jugador que haya vestido la camiseta blanca el viejo Calvario.