miércoles, 2 de enero de 2019

Rensenbrink al palo

Las sospechas estaban fundadas, las caras eran largas y los ojos, en cada ciudadano local, se mostraban vidriosos. Había enfados ajenos, pero Argentina era una fiesta, aunque preferían guardar el champán por si acaso las hadas les eran desfavorables.

Los argentinos vivían sumidos en el pánico pero con la esperanza de alcanzar la gloria con lo único sagrado que les une como pueblo; la pelota. La dictadura había preparado un mundial desde el silencio y el planeta fue cómplice de las torturas al tiempo que los futbolistas viajaban en primera clase.

No fue un mundial demasiado vistoso, aunque sí dejó la aparición de tipos que, años después, dominarían el fútbol con el arma de la virtud. Platini, Rossi o Zico se dieron a conocer en aquel invierno austral y anticiparon lo que habría de ser el mejor mundial de sus vidas en la madre patria. Entre ellos, se colaron dos tipos que, gol a gol, hicieron fortuna mientras la fama los arrastraba a lugares menos comunes. Kempes fue un matador de área chica con la fortaleza de un paquidermo, Rensenbrink, más liviano y astuto, hizo carrera, gol a gol, mientras miraba de reojo el éxito de sus coetáneos.

Ambos se citaron en la final y ambos se erigieron en protagonistas por razones diferentes. Holanda había ido de menos a más, como las grandes campeonas, se vio en el apuro de un empate solventado a última hora ante Escocia en la primera fase y, cuando las exigencias subieron al máximo, se vio en condiciones de tumbar a Italia y Alemania para colarse en su segunda final consecutiva.

Argentina fue mucho más irregular. Acuciado por los resultados ajenos, no se esforzó en demasía para mandar a Italia al grupo europeo y, cuando hubo de golear a Perú, retrasó su partido para, de forma más que misteriosa, terminar ganándolo con una renta de goles mayor de la necesaria. Por eso las sospechas eran fundadas y los ojos de los argentinos se mostraban vidriosos. Había final a la vista y, una vez allí, nadie se iba a parar a hacer recuento de posibles irregularidades.

Fue entonces cuando aparecieron Kempes y Rensenbrink. Para uno, la gloria, para el otro, el infortunio. Cuando Nanninga había empatado en los minutos finales de partido, toda Argentina había quedado bloqueada. Aquel miedo a la derrota se traspasó a los jugadores y ninguno de ellos fue capaz de mantener la concentración hasta el último minuto. Nadie recordaba ya la lluvia de papelitos, ni la explosión por el uno a cero, ni los cánticos de celebración que conmemoraban a los campeones. Arie Haan, el bombardero de Finsterwolde, puso una pelota en el corazón del área argentina, Jorge Olguin, defensor de San Lorenzo, se confió en exceso y dejó pasar la pelota hacia la línea de fondo y Rob Rensenbrink, el goleador del Anderlecht, atacó la pelota con fe y probabilidades. Fillol salió tarde, una vez fue consciente de que su defensa no iba a despejar la pelota y el delantero tocó el balón con la puntera. La trayectoria fue corta pero agónica, apenas un metro y medio, casi desde la línea de fondo y un ligero bote por el camino, cuando todo el país se había tapado los ojos y media europa se teñía de naranja con un gol que salvaba el orgullo continental, la pelota pegó mansamente en el palo y retrocedió hacia el interior del área donde Gallego la pateó como pudo rumbo a saque de banda.

Era el minuto noventa y uno y no hubo tiempo para mucho más. La ansiedad tornó en esperanza, el miedo tornó en ilusión, el hundimiento se convirtió en victoria. La moral regresó a las tropas y Kempes volvió a perforar la portería de Jongbloed. Diez minutos después, Bertoni refrendaba la victoria con un gol a bocajarro. Volvieron a caer mil papelitos, volvieron a sonar mil gritos y Argentina volvió a renacer desde el lugar común de sus mejores sueños; la pelota. Todos aquellos que, alborozados, llenaron las calles de buenos Aires, olvidaron que, durante un par de segundos, su respiración se había cortado y su voz se había apagado. Fue el instante que pudo cambiar el mundo, el momento en el que Rensenbrink había creído en una pelota imposible y había mandado su disparo al palo.

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