jueves, 10 de diciembre de 2020

A la izquierda de Dios

Se marchó en silencio después de todo el ruido que había dado. Se marchó, seguro, dándole una patada

de zurda al sufrimiento porque su vida fue un cúmulo de excesos y descuidos que dejaron atrás cualquier conato de seriedad. Se marchó para decirle a Dios que quería estar a su izquierda porque la izquierda era el lugar común del tipo que quiso ser Dios en la tierra y lo fue pegado a una pelota de cuero. Zurda celestial que ahora sólo vive en el recuerdo más eufórico y que se proclamó, por autoridad propia, como el mejor embajador de Argentina ante el resto del mundo.

Porque Argentina era un puño apretado llorando ante un cielo de color malva. Argentina era un mar de dudas que mascaba derrotas y buscaba a sus desaparecidos abrazada al desconsuelo de unas madres que se reunían cada semana en la plaza de Mayo. Argentina era el culo del mundo mientras seguía buscando su lugar una vez los buques ingleses habían abandonado sus Falkland al tiempo que amenazaban con una humillación aún peor si se atrevían a volver a levantar la voz. Argentina era depresión y llanto, tal vez desgana o tal vez deseo imposible por hallar un mesías, alguien que levantase de su tribuna de silencio a todo aquel país sumido en la derrota, alguien que les gritase que aquel era un estado democrático y había que volver a levantar las banderas.

Y el Dios mundano, aquel tipo al que elevaron a los cielos, se elevó a sí mismo hacia la gloria y tocó con la mano del todopoderoso para destruir al enemigo y recorrió el campo, como flotando por los cielos, para terminar de aniquilarlo y, mientras se regocijaba de su mejor verano y destruía igual que a los ingleses, a los italianos, belgas o alemanes, se dio el gusto de levantar la copa sagrada y besarla en una foto para la eternidad. Allí estaba el diez, en la cúspide del mundo, en un libro de historia escrito con letras mayúsculas, en un pedestal de oro fabricado con el material de los mejores recuerdos.

Incluso fue capaz de ir más allá. Sin sentirse lo suficientemente satisfecho con su Copa del Mundo en el corazón y un palmarés ligado por siempre a un verano mexicano, se propuso ser héroe del sur de Italia y derrocó las piernas de bronce de aquellos gigantes del norte que, durante años, se estuvieron burlando de los pueblos del austral transalpino. Derrocó a la Juve de Platini, al Inter de los alemanes y a esa obra tan bella que fue el Milan de Sacchi. Por encima de todos, y por primera vez en su historia, el Nápoles se erigió en campeón durante dos temporadas de ensueño que aún permanecen intactas en el imaginario colectivo.

Por todo ello; por la fuerza inusitada de su voz de mando, por su zurda incomparable y su espíritu aventurero, se lo terminaron perdonando todo. Porque despertó a un país y resucitó una región. Por ellos nadie puso en duda sus fracasos, nadie le preguntaría jamás por qué nunca pasó de segunda ronda en la Copa de Europa, nadie le preguntó porque marcó la mitad de goles que ese tipo al que pusieron la etiqueta de sucesor y, pese a haber conquistado Europa y haber batido todos los récords, se le sigue poniendo en duda porque no fue capaz de levantar a un país dormido por la derrota.

Porque Dios sólo hay uno y aunque existan mortales capaz de superar sus números, jamás existirá un tipo capaz de superar el brillo de su áurea, porque Maradona no sólo ganó un mundial sino que ganó, para siempre, el sentimiento de orgullo de un país que, una tarde de junio, lloró con un puño apretado gritando por Argentina.

Descansa en paz, genio. Ta, ta, ta, ta, ta...

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