miércoles, 15 de febrero de 2023

El iniestazo

La vida de los equipos de fútbol, igual que la de los hombres, está marcada por puntos de inflexión, bien en negativo, bien en positivo; momentos que significan un matiz de comprensión propia en el que eres capaz de discernir si tu camino está llamado para la gloria o más bien es el fracaso quien se convertirá en tu más fiel compañero. Por ello, cuando la desesperación apremia, es cuando más nos volvemos locos, porque sabemos que, cuando ya está todo perdido, queda poco más que perder.

El Barça de Guardiola tocó el cielo un sábado y estuvo a punto de marcharse al infierno de los fracasos, tan sólo cuatro días más tarde. El periodo que fue de la éxtasis a la desesperación duró más de noventa minutos y estuvo salpicado de varias decisiones ajenas que bien podrían haberle costado todas las líneas posteriores que se volcaron a hablar de épica y glosar las virtudes de un equipo sin igual; pero lo cierto es que sin aquel zapatazo de Andrés Iniesta en Stanford Bridge, el sextete hubiese sido doblete y, quien sabe, la euforia podría haberse convertido en un laberinto de dudas.

El día dos de mayo de 2009, el Barcelona humilló al Real Madrid en el Bernabéu. Aquello seis goles aún se recitan como si de un set se tratase y se pone en la picota la actuación colectiva incidencia en la genialidad del entrenador, pues aquel día fue el estreno de Lío Messi como futbolista total. Confiados en la astucia de su fútbol y en la coral que había formado el grupo, se presentaron en Londres el día seis confiados de dar por resueltas las dudas generadas tras el partido de ida, tratando de reventar al Chelsea por el lado del fútbol espectáculo.

Lo que no se esperaba el Barça es que el Chelsea le iba a tender la trampa más vieja del fútbol; la de la competitividad más extrema. Llevándolo al límite físico, los jugadores azulgranas, pronto pudieron comprobar que aquello no iba a ser un camino de rosas y que por más que Eto'o, Messi, Iniesta y Keita cambiasen de posición, el muro seguía firme y no había ni un sólo resquicio por el que hacer filtrar el agua. El partido de ida había terminado con empate a cero, por lo que un empate con goles favorecía a un Barcelona que no pensaba volverse loco por la urgencia, pero que tuvo que tirar de la palanca de cambios en el momento en el que vio como Essien clavaba un zapatazo imposible en la escuadra de Víctor Valdés.

Poco antes del comienzo del partido, cuando la tensión de los jugadores iba en aumento, Bojan Krkic se acercó a Andrés Iniesta para hacerle una apuesta personal: "Si marcas y nos clasificamos, me das tres entradas para la final". Andrés le miró con susceptibilidad y se concentró en la tarea de hacer el partido un monólogo como venía siendo habitual, pero aquel golazo de Essien en el minuto nueve hizo aflorar los nervios y, sobre todo, les metió a todos en el cuerpo algo que hacía mucho que no sentían: miedo.

Mucho más se complicaron las cosas cuando Dani Alves hizo una entrada violenta y el árbitro, Tom Henning Obrevo, le castigó con una tarjeta amarilla que le impediría jugar una hipotética final de la Copa de Europa. Si el partido pintaba en bastos, ahora el Barça había perdido a una de sus figuras en el aspecto mental de la competición. Pero no fue esta la única baja a la que tendría que hacer frente Guardiola, pues comenzada la segunda parte, una caída dudosa de Anelka en el borde del área fue castigada con tarjeta roja para Eric Abidal. Ahora sí que el Chelsea llevaba todas las de ganar en aquella partida de póker.

Si alguien salvó al Barça aquella noche, aparte de las discutibles decisiones arbitrales, ese fue el guardameta Víctor Valdés. Altamente cualificado para los uno contra uno, Valdés le sacó una pelota de gol a Drogba que hubiese significado la sentencia y hubiese terminado con un equipo de ensueño. Y es el Barça monopolizaba la pelota, la movía, la tenía, casi siempre la robaba, pero las ocasiones claras, una detrás de otra, se iban salpicando siempre hacía el color azul del Chelsea.

Desesperados por las veces que el árbitro noruego había dejado pasar por alto acciones punibles dentro del área del Barcelona, los jugadores del Chelsea apretaron los dientes y se dijeron que allí, en su casa, nadie iba a profanar su templo con un gol a destiempo, así que defendieron con fuerza su botín hasta el punto de hacer infructuoso cualquier intento de ataque de los jugadores blaugrana. Así hasta que en el minuto noventa y dos, Iniesta pierde un balón en el centro del campo y todos comienzan a pensar que aquella oportunidad ha sido un sueño perdido durmiendo dentro de un sobre en un cajón con llave.

Pero el robo no es del todo efectivo y la pelota cae a los pies de Yaya Touré quien viene viendo la jugada de frente. Touré, que está jugando como defensa central ante las bajas que acucian al equipo en la zona defensiva, sabe que su complicación no puede pasar de darle la pelota al compañero mejor situado y como este es el mejor centrocampista del mundo, le pasa el balón a Xavi para que inicie una conducción hacia la zona central. La apertura a banda para Dani Alves es casi perfecta, pero el centro del lateral es horrible, una vez más. Terry lo prolonga hacia el lado opuesto y Eto'o no es capaz de controlar un balón que le cae a Messi después de que Essien falle en el despeje. Con el reloj a punto de dictaminar el final y todos los huecos desaparecidos,  Messi ve a Iniesta acercarse a la frontal del área con el rabillo del ojo. Ahí la tienes, Andrés, hazlo lo mejor que puedas.

El resto es historia. Un zapatazo y el grito liberador de un tipo con un talento descomunal llamado a dominar el fútbol desde el centro del campo. "La pegué con todo el alma", afirmaría después Andresito. Y tanto que lo hizo, pues el balón entró como un obús en la escuadra de Cech y de repente fue el Chelsea el que se vio dentro de un pozo negro al que no sabía cómo había llegado. Eliminados de la Champions sin perder ningún partido ante el mejor equipo del mundo. Cabeza alta, sí, pero mucho mucho enfado. Y mucha frustración.

Iniesta era un centrocampista excelso, pero apenas asomaba en el área. En cinco años, apenas había alcanzado la veintena de goles y eso que Guardiola incidía en ello. "Tienes que llegar al área, Andrés. Tienes instinto". Y ahí estaba, el gol de Iniesta y la celebración descontrolada de Pep Guardiola viéndose como el mejor entrenador del mundo con apenas un curso en la élite. Aquel Iniesta de mi vida que retumbó en nuestro oídos un año más tarde se anticipó en Stanford Bridge con un grito de liberación. "¡Tus entradas!" Gritaba "¡Tus entradas!" Los compañeros le miraban extrañados pero Bojan Krkic sabía exactamente de qué se trataba. 

Inmediatamente después de la celebración multitudinaria del gol, Iniesta es sustituido por Gudjohnsen y despedido por Stanford Bride con un silencio reverencial. Sus pasos lentos son increpados por los jugadores de un Chelsea que aún tendrán una última opción en un zapatazo de Ballack que se estrella en el antebrazo de Eto'o. De nuevo, Obrevo, se hará el sueco. O el noruego. Allí murió el Chelsea y allí comenzó el dolor. Por la tele pudimos compadecernos de las lágrimas de un niño roto por dentro y pudimos levantar la vista ante las protestas de unos jugadores que podrían haberse comido al árbitro si les hubiesen dejado.

"El fútbol ama al fútbol", dijo más tarde Laporta. Se clasificó el mejor equipo, sí, pero el Chelsea hizo un esfuerzo tan grande que no costó identificarse con aquellos tipos que golpeaban su rabia contra el cielo. Aquel gol de Iniesta fue elegido por el Barcelonismo como el mejor instante de sus vidas e hizo que la natalidad ascendiese en Barcelona nueve meses después. Aquel gol empujó al Barça a convertirse en lo que hoy recordamos como el "Barça de Guardiola"; un equipo de autor lleno de estrellas que supieron combinar entre ellas hasta el punto de alcanzar la sublimación. Iniesta jugó la final infiltrado y fruto de una conducción suya se abrió el partido con un gol de Eto'o. Después fue Messi quien puso la guinda y todo el barcelonismo quien celebró el éxtasis que les coronaba, con justicia, como el mejor equipo del mundo. Pero puestos a alabar, pocos podrían optar a una porción de mérito mayor a la de Andrés Iniesta, porque sin aquel zapatazo en Stanford Bridge no sabríamos a qué clase de miedos y dudas se habría enfrentado el que después llegaría ser considerado como el mejor equipo de la historia.

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