miércoles, 6 de julio de 2022

En el nombre del padre

A finales de los años cuarenta Italia se recuperaba de los destrozos físicos, psíquicos y económicos que había provocado la gran guerra sobre su territorio y en su ejército. Todo el país buscaba un motivo para la ilusión y encontraron en el fútbol la excusa perfecta donde derrochar todos sus ánimos y si había un equipo que hubiese heredado los viejos valores de la escuela italiana que había sido dos veces campeona del mundo, ese era el Torino.

El Torino era el equipo del pueblo turinés, un conjunto de futbolistas que había conseguido revolucionar el fútbol cuando el siglo veinte amenazaba con cumplir la mitad de su vida, un grupo de personas que ganaron tantos partidos como podía haberles permitido su propia imaginación.

Y en aquel Torino, base de la selección italiana, destacaba, por encima de todos, la figura de Valentino Mazzola, un futbolista fuerte, de rápidos movimientos y una certera ejecución de cara a la portería; un jugador que escribía una leyenda en cada partido portando en su brazo el brazalete de capitán, un ídolo nacional al que sus compañeros respetaban y los aficionados adoraban como el ídolo más esperado.

Después de pasearse por Italia ganando cinco scudettos consecutivos, el equipo comenzó a ser reclamado en el resto de Europa como un atractivo representante para los aficionados. Y así fue como el Torino comenzó, en la primavera de 1949, una gira por Europa que le llevó a disputar partidos en los mejores campos del continente. En aquella gira el Torino hizo valer su fama y, poco a poco, fue constituyéndose como el mejor equipo del mundo a ojos de todos. Y con esa convicción vistiendo el orgullo de cada jugador, el equipo embarcó en Lisboa para coger un vuelo rumbo a Italia después de haber disputado un épico partido contra el Benfica.

Aquel vuelo comenzó con la promesa de un nuevo partido y terminó en una tragedia que paralizó a todo el país. El avión sufrió una avería en pleno vuelo mientras sobrevolaba las inmediaciones de la localidad de Superga y fue a estrellarse contra la iglesia de la localidad. Todos los jugadores murieron, incluído Mazzola, quien dejó un recuerdo imborrable y un hijo de seis años que conoció la crudeza de la vida en plena infancia.

El pequeño Alessandro, nombre con el que el gran Valentino había bautizado a su retoño, se crió en brazos Benito Lorenzi, delantero titular del Inter de Milán y compañero de su padre en la selección italiana, y con él aprendió que el fútbol no solamente vivía en su corazón sino también en su cabeza.

El pequeño Mazzola creció como futbolista desde el mismo momento en el que la desgracia entró en su vida por la puerta de atrás y sus deseos eran tan grandes que no existió obstáculo que impidiese su evolución hasta consagrarse en la élite. De la mano de Lorenzi llegó al Inter cuando sólo tenía dieciséis años y un año después ya disputaba partidos como titular en el primer equipo. La llegada de Helenio Herrera le había hecho mejor jugador y del Mazzola alborotado de su primera época había pasado a convertirse en un Mazzola más ambicioso, un jugador que utilizaba su fortaleza física para dominar el juego y que jugaba por todo el campo sintiendo especial comodidad en las inmediaciones del área rival. Fue por todo ello por lo que Herrera le bautizó como un jugador de todo campo, porque Mazzola no se dedicaba exclusivamente al gol sino que participaba en la jugada desde sus inicios y generalmente ponía la puntilla definitiva en el corazón del área.

Claro que, como bien opinaba Mazzola, jugar bien en aquel equipo era tarea fácil y se sentía en sí mismo eternamente agradecido sus compañeros por haberle ayudado a convertirse en un gran jugador. Mazzola protagonizaba sus mejores jugadas generando combinaciones majestuosas con el brasileño Jair desde el flanco derecho del ataque, pero la verdadera esencia de aquel equipo residía en la banda izquierda donde Fachetti, Suárez y Corso impartían magisterio partido tras partido y enseñaban al propio Mazzola que jugar bonito es cuestión de proponérselo.

Y aquel equipo, que ya había sido campeón de Europa en 1964, se presentó de nuevo en la final de la máxima competición el año siguiente y, pese a que el Benfica se había convertido en leyenda bailando al ritmo de Eusebio, aquella táctica tan disciplinada y aquel sistema donde primaba el orden por encima de cualquier licencia, había colocado al Inter como principal favorito de cara al partido.

El Inter de Herrera vivía de tres líneas bien diferenciadas, un cuatro, tres, tres en el que Picchi ponía el corazón y Suárez y Mazzola ponían el fútbol, un equipo donde creció Fachetti como el primer lateral moderno y un equipo en el que Corso se consolidó bajo el apodo de “El pie izquierdo de Dios”. Era fácil jugar allí, sí, volvió a pensar Mazzola, y pensaba en el fútbol en tantas ocasiones como en las que pensaba en su padre, porque de su padre había aprendido a ser un ídolo y de su padre había aprendido a triunfar y seguir deseando la victoria por encima de todo.

Mazzola volvió a saltar al campo vistiendo la camiseta con el número ocho cosido a la espalda y sintió un emotivo cosquilleo que le recorrió todo el cuerpo e hizo que todos sus pelos se erizaran cuando vio como toda la grada de San Siro se volcaba, un partido más, con su equipo. El viejo San Siro era su talismán, el campo donde se sentía como en su propia casa y, por una afortunada gestión del destino, el estadio designado para convertirse en sede de la final de la Copa de Europa de 1965. Y en San Siro volvió Mazzola a pensar en su padre, y pese a que el recuerdo que tenía de su progenitor era muy leve, quiso remitirse a una imagen de su infancia que le presentaba de nuevo a su padre dedicándole un guiño, y se sintió tan emocionado como aquel día en el que Ferenc Puskas buscó abrazarle para decirle al oído: “Yo vi jugar a tu padre y puedo asegurarte que has honrado su nombre de la manera más grande”.

Había sido en aquel momento, cuando había escuchado aquellas palabras de boca del mayor ídolo de su infancia, cuando Mazzola se había sentido futbolista de verdad por primera vez en su vida. Ganar al Real Madrid había sido algo grande, pero mucho más grande había sido recibir los elogios de quien un día había sido el jugador más admirado del mundo. Y ahora tocaba refrendar todos los logros y demostrarle a toda Europa que el título conseguido durante el año anterior no había sido fruto de un golpe de suerte y eso pasaba por vencer al Benfica.

Precisamente el Benfica. Mazzola respiró hondo e intentó que la emoción no se apoderase de sus instintos ganadores; el Benfica había sido el último rival al que se había enfrentado su padre antes de dejarse la vida en un avión y el Benfica había de ser su último rival en aquella décima final de la Copa de Europa.

Mazzola jugó un partido trabado e intentó en todo momento incluir su talento en cada jugada para ayudar a su equipo a lograr su objetivo. Pero fue un partido feo porque los nervios se habían apoderado de las capacidades de cada uno de los jugadores y porque el Inter se había preocupado más de impedir jugar a Eusebio que de conseguir que sus centrocampistas se hiciesen amos del balón. Un gol de Jair liquidó a los portugueses y un pensamiento de gloria volvió a nacer en la cabeza de Sandro Mazzola, porque, aunque no estaba tan seguro de haber honrado el nombre de su padre como lo había hecho durante la final del año anterior, sí se sentía orgulloso por haber honrado su memoria y haberse reafirmado en la élite del fútbol venciendo, en el partido más importante del mundo, al mismo rival al que su padre pudo derrotar por última vez.

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