miércoles, 6 de abril de 2022

El exiliado

 Una vez más Alemania volvía a convertirse en testigo de excepción de las páginas más importantes que se estaban escribiendo en la aún bisoña Copa de Europa. Si en febrero de 1958 la ciudad de Munich se había convertido en un infierno para una plantilla de jugadores ingleses dispuestos a conquistar el continente, ahora era la ciudad de Stuttgart la que había sido elegida para convertirse en la sala de juicios en la que Real Madrid y Stade Reims volvían a verse las caras tres años después de que el equipo español se coronase por vez primera como mejor equipo de Europa.

 Desde aquel mayo parisino de 1956 hasta este mayo alemán de 1959 habían transcurrido cientos de partidos, miles de goles, millones de anécdotas y una desgracia que había paralizado a Europa: el accidente aéreo que había masacrado al Manchester United. Con todo, el Real Madrid seguía siendo dueño y señor de la competición y cada año que transcurría iba apuntalando su inigualable plantilla con los mejores jugadores del mundo. Así, tras Di Stéfano y Rial llegaron Kopa y Santamaría, y tras la última lección de superioridad dada ante el Milan en la final disputada en Bruselas la temporada anterior, Santiago Bernabéu se había empeñado en rizar aún más el rizo contratando al húngaro Ferenc Puskas.

 Puskas llegó a Madrid rebotado por una huída indeseada y un exilio plagado de nostalgia y buenos recuerdos. Los aficionados al fútbol aún podían recordar sus exhibiciones cuando Hungría se paseaba por Europa como máximo referente del fútbol mundial. Una vez hubo abandonado su país y tras dos años inhabilitado para practicar lo que más le divertía, regresaba a los terrenos de juego para convertirse en eje fundamental del equipo de moda en aquel momento: el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano.

 La primera vez que Puskas disputó un partido de la Copa de Europa con la camiseta blanca del Real Madrid, lo hizo sintiendo el deseo de quitarse la espina de su última final disputada y demostrar al mundo que en su incipiente tripa no descansaban los restos de un jugador acabado. Varias veces había soñado con aquel partido en el que Alemania le había arrebatado la gloria en la final del campeonato del mundo de Suiza y varias veces había despertado maldiciendo al cielo y al alemán Liebrich que le hubiesen impedido disputar aquella final en el tope máximo de sus facultades. De haber sido así, seguramente la historia habría escrito otro nombre en el renglón de los vencedores.

 Puskas amaba a Hungría por encima de todo, pero sentía que regresar allí era meterse en la boca del Infierno, por ello, una vez que decidió no regresar a su país mientras el comunismo siguiese derribando las costumbres y acallando las voces de su patria, se convirtió en un exiliado ilustre para sus paisanos y, al mismo tiempo, en un cobarde indeseado para el gobierno invasor. Puskas, que había defendido a su país sirviendo en el ejército y había sido elevado a la categoría de coronel gracias a sus goles, sentía un vacío en el alma cada vez que pensaba en su tierra y era consciente de que, posiblemente, jamás regresaría al lugar que le vio nacer, crecer y convertirse en el mejor futbolista de Europa.

 Apenas llevaba unos meses en Madrid y ya le habían cambiado el nombre. El impronunciable Ferenc para los españoles se había convertido en un castizo Pancho y su chut imparable con la pierna izquierda había pasado a conocerse popularmente como “Cañoncito Pum”.

 Se sentía cómodo en España, allí había encontrado unas costumbres totalmente diferentes a las que se había acostumbrado durante su juventud en Budapest. Una gente más cercana y temperamental y un país sumido en el silencio de una dictadura que pasaba factura a cada palabra pero que respetaba al Real Madrid hasta consentirle cualquier atisbo de reivindicación, pues el equipo blanco se había convertido en la mejor bandera con la que hacer propaganda del país ante los ojos del mundo.

 Por todo ello Puskas fue valorado como un ídolo y como tal fue tratado desde su primer gol. Llevaba poco tiempo en Madrid pero ya era consciente de la grandeza del equipo y de la calidad de sus compañeros, sobre todo de Alfredo Di Stéfano, el único compañero que había sido capaz de arrebatarle todo el protagonismo sobre el terreno de juego. Aún recordaba Puskas, con una sonrisa vestida de orgullo, aquella vez en que le dieron la vuelta al fútbol y derrotaron dos veces a Inglaterra, una de ellas en su inexpugnable Wembley. La prensa inglesa, más dada al alcance del acontecimiento que a la noticia en sí, calificó al día siguiente el encuentro como “El Partido del Siglo”, toda una descripción en regla del revolucionario esquema que habían presentado en la disputa y que les había coronado como un equipo invencible.

 La WM que habían representado en la inolvidable actuación de Wembley podía ser repetida en el Real Madrid con la creciente ventaja de que Di Stéfano era mejor que Hidegkuti y Gento era aún más veloz que Czibor, con semejante elenco y con Rial y Kopa empeñados en hacer de Puskas el mejor goleador de la historia, era imposible que la Copa de Europa tuviese otro ganador que no fuese el Real Madrid.

 Pero las semifinales habían terminado por aniquilar al equipo. El Atlético de Madrid, el único equipo ante el que Puskas sentía verdadera sensación de igualdad, les puso la lección en latín y fueron ellos mismos los que tuvieron que aprender a dar misa y expiar sus pecados en un partido de desempate que dejó a todo el equipo físicamente herido. Puskas anotó el gol de la victoria y unos días después terminaba de romperse y se unía a Kopa en la lista oficial de bajas de cara a la final de Stuttgart ante el Stade Reims.

 Puskas se tuvo que conformar con ver el partido desde la grada y contemplar como los nervios se apoderaban de él mientras volvía a maldecir al cielo que le hubiese negado esta nueva oportunidad para demostrar quien era el mejor goleador del mundo. Su sutituto, Mateos, se convirtió en el auténtico protagonista del partido al anotar un gol y fallar posteriormente un penalti. A pesar de que Di Stéfano le había instado a que dejase que fuese él mismo el que se encargara de lanzar la pena máxima, Mateos, que buscaba en aquella final una renovación que le atase laboralmente al Madrid y económicamente a la vida durante el resto de su vida, hizo oídos sordos a aquella recomendación y lanzó el penalti a las manos del imponente portero Colonna. Mateos no consiguió su renovación pero el equipo sí renovó victoria gracias a un segundo gol de Di Stéfano que, una vez más volvía a convertirse en protagonista de la final e iba acrecentando su legendaria figura al convertirse en el único jugador que había anotado en todas las finales de la competición.

 Puskas no disputó la final, pero una vez concluyó el partido supo de inmediato que el destino volvería a otorgarle una nueva oportunidad pues con aquel equipo, volver a llegar a lo más alto solamente era cuestión de seguir jugando.

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