viernes, 15 de junio de 2018

Centrocampistas de antes

El fútbol ha evolucionado tanto en lo físico que hemos covertido a los mediocampistas en atletas sin compasión, y ha evolucionado tanto en lo táctico que hemos convertido a los líderes en máquinas de precisión. En un juego donde la pelota corre a cien por hora y cada disputa es una cita con el destino, los tipos cerebrales sobresalen por encima del resto porque de ellos depende la nota de distinción. Hubo un día, sin embargo, en el que el fútbol, más rudo, pero algo más romántico, se movía por preceptos más básicos; marcaje al hombre, juego directo y, siempre, un centrocampista aseado por encima de la defensa.

El medio tapón que hoy conocemos como el tipo que asfixia al juego del rival, tan imprescindible por su agotamiento como por su insistencia, es la evolución de un fútbol menos visceral pero más enérgico. No hace tanto, sin embargo, nos embaucábamos con tipos que, jugando en la posición de centrocampista central, eran capaces de ejercer el oficio con distinción y jugar la pelota con elegancia.
En aquellos ochenta tan manidos y tan recordados por todos aquellos que pulsamos el botón de la nostalgia siempre que apelamos a tiempos relativamente mejores, existían equipos de menor calado que sobrevivían gracias a la clase de sus mejores centrocampistas. En el norte, tierra de tipos bravos, dónde el fútbol se aprendía en el barro y el juego se aprendía en piques de descampado, sobrevivieron, con éxito, dos equipos que hubieron de hacer sombra a los inapelables equipos vascos.

Sporting y Racing tenían su punto de distinción en el convencimiento y en la profundidad. Especialmente mágica fue la época de un Sporting que llegó a pelear por la liga y se quedó con la miel en los labios en dos finales de copa. Allí, entre hombres fuertes que, bigote recio, hacían hormigón en defensa y, tipos livianos que hacían magia en ataque, gobernaba un hombre de cabeza alta y mirada acaparadora. Su fútbol era sencillo pero eficaz; generalmente a uno o dos toques, siempre preciso, nunca erróneo, y el equipo, paso a paso iba acogotando al rival al ritmo de su coordinador. En Santander el juego era más febril, más británico, pero cuando reinaba el caos, aparecía el toque distinto de un tipo que entendía el fútbol como un oficio de estilistas. La cabeza siempre arriba, en el pie siempre un guante y la pelota, siempre, en el lugar preciso. Siempre en el pie del compañero mejor situado.

Joaquín Alonso y Enrique Setién fueron futbolistas de su tiempo, de una época donde las batallas se jugaban en las áreas, donde los defensores tenían patente de corso y los delanteros debían ingeniarse la búsqueda del espacio. Una época de marcajes al hombre, una época de extremos hábiles y balones cruzados. Una época donde el fútbol, como siempre, terminaba jugándose en los pies de los tipos con mando en plaza. Capitanes de otra época, futbolistas, como siempre, capacitados para empujar con lo pelota antes que con el físico. Nunca ha resultado tan sencillo explicarlo; el fútbol, al final, pertenece a quien sabe jugarlo.

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