lunes, 8 de junio de 2020

Balones de oro: Gerd Müller

Alemania había ganado el mundial del cincuenta y cuatro, pero ni siquiera allí había sido favorito. De
hecho, visto en perspectiva, parece imposible que una victoria de Alemania contra Hungría sea hoy considerada como un milagro, pero aquel milagro de Berna, como lo bautizaron quienes allí estuvieron, no fue sino el punto de partida de un fútbol que fue sacando la cabeza poco a poco pero a quien le costó mucho esfuerzo y, sobre todo, muchas derrotas, terminar de consagrarse.

Para ello, cuando en 1970 estuvo a un minuto de alcanzar la final, fueron muchos lo que supieron que allí se había reencontrado, por fin, la generación perdida. Ya en el sesenta y séis habían amagado con un nuevo milagro, pero lo de México era algo más, era la consagración de un grupo que había nacido de manera espontánea y que amenazaba con dominar el fútbol durante la siguiente década. Y así fue, pese al fracaso del mundial del setenta y ocho, cuando los alemanes se marcharon de Argentina, ya sin el núcleo duro de su mejor equipo, lo hicieron como un equipo consagrado, como una generación de campeones en pos de volver a reinventarse. Desde Maier, Beckenbauer y Müller ficharon por el Bayern en 1964, un equipo entonces en segunda división, Alemania encontró un nuevo espectro y fabricó, poco a poco, un equipo convertido en un rodillo mecánico que, sin deslumbrar en exceso, era capaz de aplastar a cualquiera que se le pusiera por delante.

Eran pocos los que conocían a Gerd Müller en junio de 1970. Por entonces ya llevaba un lustro goleando en la Busdesliga, pero ante el poder latino y británico, los alemanes apenas habían rascado alguna victoria importante en el escaparate de la Copa de Europa. Cuando salió de allí ya era toda una estrella. Diez goles en seis partidos, con dos hat-trick en la fase de grupos. Un tipo raro, sí, pero un goleador implacable.

Aquel incipiente Bayern había asomado al plano internacional en 1967 después de ganarle la Recopa al Glasgow Rangers con un solitario gol de Franz Roth. Aquel había sido el primer año del equipo en la Bundesliga en la que cumplió con creces después de haber presentado sus credenciales ganando la Copa el año anterior siendo equipo de Segunda División. Un equipo que se fue asentando poco a poco y que contaba con Müller como punta de lanza, un tipo que se las apañaba muy bien en el área pero que necesitaba un compañero que le abriese los espacios. Lo que se le abrió fue el cielo cuando apareció en el equipo Uli Hoeness. Hoeness ponía el juego y la movilidad y Müller ponía el gol. Juntos hicieron gloria durante un lustro inolvidable que se consagró cuando ambos golearon impenitentemente al Atlético de Madrid en el partido de desempate por la final de la Copa de Europa de 1974. Fueron ocho años de pareja inmortal, que se rompió cuando Müller por culpa de una hernia y su propio carácter decidió decirle adiós al Bayern e iniciar una exótica aventura en la NASL de Estados Unidos.

Tenía treinta y tres años y estableció su residencia en Florida donde no le fue del todo bien. Futbolísticamente cumplió, anotando cuarenta goles en tres temporadas, pero personalmente allí comenzó su caída a los infiernos. Volvió a coger peso y recordó, de nuevo, a aquel "Molinero gordito" cuyo apodo había surgido de su primer entrenador en el Bayern en relación al empleo de su padre en el Molino de Nördlingen. Menudo gordito había sido. Tan sólo en partidos clasificatorios para competiciones internacionales de selecciones, había anotado veintidós goles en dieciséis partidos. Y es que con Alemania tocó el cielo después de ganar la Eurocopa de 1974 y el Mundial de 1974 anotando, él mismo, goles en ambas finales. Porque eso era lo suyo, los goles. Hasta en cuatro ocasiones fue máximo goleador de la Copa de Europa y otras siete lo fue de la Bundesliga, campeonato en el que llegó a marcar trescientos sesenta y cinco goles convirtiéndose en el máximo goleador histórico.

Ese primer paso suyo, lleno de aceleración, le hizo ganar muchos espacios en el área, allí donde las piernas se multiplicaban y los alientos empañaban el cogote. De nada de eso se acuerda hoy, ingresado en una clínica víctima del Alzheimer, esa maldita enfermedad con nombre de delantero alemán que se ha empeñado en postrarle en el olvido. No lo hará, porque por más que él no recuerde sus goles, el mundo, y la afición del Bayern, ya le ha convertido hace tiempo en leyenda inmortal. Porque Müller fue siete veces máximo goleador de la Bundesliga y porque, sobre todo, estableció un récord de cuarenta años que sólo pudo romper Lío Messi cuando, en 1972, anotó ochenta y cinco goles durante el año natural.

Tan acostumbrado a la gloria estaba, a ser imprescindible y a jugarlo todo, que en febrero de 1979, después de haber sido sustituído por primera vez en su carrera, decidió que aquel había sido su último partido con la camiseta del Bayer. Aquella pataleta le hizo decir adiós al fútbol y lo hizo, curiosamente, el mismo día que lo anunció el gran Eusebio Ferreira. Eso sí, para no quitarle todo el protagonismo, Müller decidió regresar meses más tarde cuando aceptó al oferta del Fort Lauderdale Strikers. Atrás quedaba la historia del dos veces bota de oro, del tipo que hizo del área su zona de confort, del delantero al que la palabra gol le hizo justicia con total merecimiento.

Fue en agosto de 1958 cuando George Münzinger, el presidente del TSV 1861 Nördlingen, pueblo natal de Müller, convenció al muchacho, en principio reacio por su timidez, a que se integrase en el equipo. Y es que, al principio, ni él mismo confiaba mucho en sus posibilidades. No tenía unas características especiales, no regateaba, no se iba en velocidad y no ganaba los balones largos, pero tenía una condición superior al resto y era su capacidad para encontrar el gol en cualquier posición dentro del área. Su fama de goleador corrió por todo Baviera y el Bayern Munich, en plena disputa con el Munich 1860, consiguió ficharlo. Cuando se presentó en el primer entrenamiento, el entrenador Pal Czernai, se dirigió al primer directivo que vio y le espetó: "Yo no puedo poner a jugar a ese pequeño elefante".

El pequeño elefante se convirtió, con el tiempo, en el más prolijo goleador en la historia de Alemania, anotando sesenta y ocho goles en sesenta y dos partidos como internacional con la Mannschaft. Porque Müller, que a los catorce años había si contratado como tejedor en una fábrica local, sabía que había vida más allá del fútbol y por ello jugaba con más entusiasmo que presión. Hizo del oportunismo su modo de vida y de la colocación su modus operandi. No era el más fuerte, pero, aún así, anotó muchos goles de cabeza gracias a su capacidad de anticipación y su instinto para colocarse siempre en el lugar idóneo dentro del área.

Cuando se marchó del Bayern, dejó a Rummenigge como sustituto natural. Eran los años en los que el Bayern fabricaba Balones de Oro y Alemania jugaba finales sin cesar. Porque, junto a Müller, llegaron al Bayern Franz Beckenbauer y Sepp Maier, mejor futbolista y mejor portero alemán de la historia respectivamente. Ellos le ayudaron, en gran medida, a ganar tanto como ganó. Uno ponía los milagros, el otro el juego y Müller los goles. En la temporada 1971-72 estableció un récord de cuarenta goles anotados en la Bundesliga, convirtiéndose, con el décimo goleador histórico de los torneos de primera división. Su sustituto en la selección, también Müller, pero de nombre Dieter, no consiguió tapar su hueco, al igual que tampoco consiguió hacerlo el otro Hoeness, también de nombre Dieter, quien, por más tosquedad que mostrase, fue incapaz de llenar el hueco que había dejado el mejor goleador de la historia de Alemania. Y es que, entre ambos, anotaron diez goles con la selección, cuando Müller ya había anotado ocho en sus primero ocho partidos, cuando le valió un sólo mundial, el de México, para anotar diez goles, jugó, en total, mil doscientos dieciséis partidos desde que empezó en su Nördlingen natal y anotó mil cuatrocientos sesenta y un goles. Datos impresionantes para alguien impresionante.

Tan ducho era en el área que el día veinte de octubre de 1965, después de una lesión de Maier, accedió a ponerse de portero durante los últimos minutos de un partido. Y cumplió. Porque siempre cumplía. Él era la punta de lanza del martillo alemán que dominó los años setenta y fue un martillo para sí mismo cuando dijo adiós al fútbol y se vio huérfano de diversión. Perdió el juego, el dinero y la ilusión. Se refugió en el alcohol y se dejó llevar hacia la ruína. Por un momento quiso recordar a George Best, con quien coincidió en el Fort Lauderdale Strikers, ambos barbudos, pasados de peso, con los ojos amarillentos y la melancolía instalada en su corazón. Fueron sus antiguos compañeros, Hoeness y Beckenbauer, quienes le rescataron y le reintegraron en el Bayern como coordinador de las categorías inferiores. No podían dejar que el ídolo cayese más de la cuenta hacia los infiernos.

Y es que todo el mundo necesita a alguien que le ayude a redimirse. Futbolísticamente, su prócer fue Udo Lattek, el tipo que creyó del todo en él y el que ayudó a bajar de peso, a afinarse y a convertirse en el mejor delantero del mundo. Con él en el Bayern, Müller ganó tres Bundeslingas y la primera Copa de Europa. Cuando se marchó, el Bayern continuó mandando en Europa pero dejó de hacerlo en Alemania. Lattek se marchó al Borussia Mönchengladbach y el equipo de Renania del Norte ganó las tres siguientes Bundesligas. Y es que todo campeón necesita un rival que le ponga contra las cuerdas. El Gladbach, en los setenta, fue un equipo descomunal, que ganó cinco veces la liga y dos veces la Copa de la Uefa. Si no pudo conquistar Europa fue porque la tiranía del Bayern primero y del Liverpool después le pusieron de cara a la pared y de bruces con la realidad. Muchas veces no basta ser el mejor sino que hace falta ser el más certero. Y el más certero era siempre Gerd Müller. En 1976, en plena disputa por el trofeo de máximo goleador con Jupp Heynckes, anotó cinco goles en la última jornada. El Gladbach era el campeón, pero él no se iba a dejar levantar el título de mejor goleador. Y es que ya, en 1965, en su primera temporada en segunda división, había anotado treinta y nueve goles. Y eso que Czernai no creía en él.

Müller estuvo a punto de no formar parte del exitoso Bayern campeón de Europa durante tres años consecutivos. En 1973 aceptó una oferta del Barça después de negociar una importante subida de ficha. El Bayern se negó a venderle y él se sintió ofendido. Aunque siguió jugando y cumpliendo. Hubiese sido divertido ver en el mismo equipo a Cruyff y Müller, aunque quizá el radio de acción de uno hubiese eclipsado al otro. Nunca se sabrá, aunque imaginar es bonito.

El Bayern, y Müller, completaron del todo su palmarés cuando, en 1976, le ganaron la Copa Intercontinental al Cruzeiro de Belo Horizonte. Fue su primera participación en el torneo pese a haber ganado las dos ediciones anteriores de la Copa de Europa. La dureza con la que se empleaban los equipos sudamericanos, provocó la negativa de los alemanes a participar tanto en 1974 como en 1975. En el setenta y cuatro, el Altético de Madrid, en condición de subcampeón de Europa, accedió a disputar la final ante Independiente, pero en 1975 ningún equipo europeo accedió a participar y el palmarés se anotó como un torneo sin campeón. La Intercontinental, pues, estuvo a punto de morir, pero tras duras negociaciones para evitar que así fuese, el Bayern accedió a jugar ante Cruzeiro, ganando dos a cero en Alemania con gol de Müller y empatando a cero en Brasil coronándose como rey del mundo.

Gracias a sus piernas cortas y su bajo, pero fuerte, tren inferior, se manejaba como pez en el agua en espacios cortos. Ganaba siempre el primer paso en la carrera y era muy difícil de derribar por muy fuerte que le pegaran. Eso lo supo ver el presidente del Bayern de Munich cuando en 1964 le ofreció, además de un contrato para jugar en segunda, un empleo fijo en una tienda de muebles de la ciudad. Si el fútbol no se te da bien, al menos aprenderás un oficio. Pero su oficio era golear. Más de mil cuatrocientos goles de los cuales, el número mil, bonitas coincidencia de la vida, lo anotó en la final de la Copa del Mundo. Veinte años después, Alemania reinaba en el planeta y, veinte años después, derrotaba al mejor equipo del torneo. La Hungría de Puskas y la Holanda de Cruyff cayeron ante el martillo alemán. Aquel día, el Torpedo Müller, sobrenombre que le vino por su inagotable capacidad para perforar porterías, tocó el cielo. Ocho años más tarde, poco antes de que Alemania jugase una nueva final del mundial, decidió decir adiós al fútbol par siempre. Le dolían las piernas y la espalda. Le dolía, sobre todo, el orgullo, por no ser capaz de seguir goleando.

Aquella tarde de 1974 había marcado un gol de los que él ya sabía marcar en su Nördlingen natal. Un gol de patio de colegio; uso del cuerpo, giro de cintura, tiro cruzado. Gol. Siempre gol. Gol a gol, cayeron una Eurocopa, un Mundial, cuatro Bundesligas, cuatro copas alemanas, tres copas de Europa, una Recopa y la Intercontinental. Poco más que pedir. Y es que ya lo dijo Beckenbauer cuando le preguntaron por él: "Sin los goles de Müller, el Bayern no sería lo que es hoy". Ni el Bayern ni, quizá, Alemania. El dieciocho de junio de 1972 le hizo dos goles a la Unión Soviética para que Alemania confirmase las sensaciones de campeón que había dado en el mundial de 1970. Se confirmaba el inicio del gran ciclo. Terceros en México 70, campeones de Europa y del mundo en 1972 y 1974 y subcampeones de Europa y del Mundo en 1976 y 1982 además de nuevamente campeones de Europa en 1980. Y, aunque Müller había abandonado la selección en 1974 tras ser campeón del mundo, el legado que aquella generación dejó a sus sucesores fue tal mangnitud que se convirtió en una mentalidad ganadora que aún perdura y sitúa a Alemania como la gran favorita ante cualquier competición.

Sin ser un poemario, Müller manejaba los dos pies y entendía el juego con la sencillez de los triunfadores. Fuera del área jugaba a un toque y buscaba siempre el desmarque, gracias a su intución encontraba siempre el lugar. Fue héroe en Munich y villano en algunas partes de Europa donde no se toleraba el dominio de un equipo tan mecánico. El treinta y uno de marzo de 1976 el Bayern viajó a Madrid con el runrún de que a los blancos les beneficiaban los arbitrajes en Europa después de haber eliminado al Mönchengladbach con dos goles alemanes anulados de manera injusta. El ambiente preduelo pudo condicionar al árbitro quien no fue todo lo casero que se hubiese deseado. Müller marcó y enfrió al público y, en plena vorágine de protesta, un aficionado bajó para darle un guantazo al árbitro. Se le conoció como "El loco del Bernabéu". En la vuelta, el Bayern ganó dos a cero con otros dos goles de Müller. Y es que al Torpedo le daban igual los colores y la historia de sus enemigos. No conocía el miedo y no conocía la piedad.

Fueron quince años en el Bayern en los que marcó más de seiscientos goles y dos mundiales disputados en los que anotó catorce. En un principio destilaba desconfianza, porque era un delantero antialemán, lejos de los cánones que representaba, por ejemplo, Uwe Seeler, el tipo que, durante años ocupó el puesto de delantero centro en la selección y que era idolatrado y respetado a lo largo del país. Porque toda leyenda precisa de un sustituto a la altura y todo delantero necesita el gol para convertirse en mito. Seeler fue leyenda y Müller es el mito sobre el que se cimentaron las mayores glorias del fútbol alemán. El goleador incansable sobre el que se concretaron las primeras grandes victorias, los primeros grandes ciclos, las primeras historias de terror sobre un coco alemán que llegaba por la noche y te machacaba a goles. Torpedo Müller fue gol, fue el bombardero de una nación que aprendió a ganar al ritmo de sus celebraciones con los brazos abiertos y los ojos pensando en la siguiente ocasión.

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