viernes, 22 de febrero de 2019

Más allá del resultado

La globalización del juego nos ha conducido a un lugar donde la opinión cuenta más que el análisis. Estamos en un lugar donde no sólo queremos que nos escuchen sino que queremos, además, que el resto de la gente nos diga aquello que queremos escuchar. Hemos entrado en el juego de la desvirtualización hasta el punto de que es más importante decirle a los demás lo que tienen que creer antes de saber lo que los demás piensan de nuestra creencia.

Soy del Atleti, algo que nunca he ocultado, por pasión y por convicción. Muchas veces he pensado qué hubiese sentido de haber decidido hinchar por otro equipo más ganador, pero ello no me convierte en un ciudadano de segunda fila. Resulta curioso analizar de qué manera se empiezan a discernir las clasificaciones personales en función de a qué equipo perteneces; como si el fútbol fuese un reflejo de la vida y la cotidaniedad se midiese en Copas de Europa.

Desde luego que no me considero más que nadie, mucho menos moralmente. No tengo mayor problema con el Real Madrid más allá de querer que pierda siempre. Pero eso no es tan malo; no confundamos rivalidad con odio. Siento una profunda admiración por el Real Madrid como equipo de fútbol, no lo escondo. Esa manera de controlar las emociones, esa manera de empujar en el extremo de la cuerda, esa manera de someter a los rivales son intangibles que producen absoluta admiración. Ahora bien, si mi equipo no los tiene y en sus valores entran otros preceptos, no tengo porque ser un ciudadano de segunda fila. Yo elegí ser de un equipo, todos lo hacemos, porque más allá de la admiración existe un lugar destinado para la pasión.

El devenir del aficionado atlético viene marcado por el pasado. Demasiado fatalista como para no sentir miedo y demasiado cruel como para no ser prudente. Entiendo, aunque no comparto, la soberbia que gastan algunos incitados por la seguridad que les otorga el palmarés, el presente y las realidades. Por ello, me esquilma sobremanera encontrar a alguno de los nuestros con esos aires de gallardía que rozan el ridículo. No nos equivoquemos, nosotros no somos como ellos, no por conducta moral ni por ciencia pragmática, sino porque no podemos y no debemos. Ni mejores, ni peores, todos somos diferentes. Ellos tienen un colchón sobre el que amortiguar los golpes porque cuentan con un palmarés envidiable y un ADN incorregible. Para encontrar el orgullo, los que no podemos remontar medio siglo de historia ni alcanzar la cumbre de un rascacielos escalando por los alfeízares, debemos olvidar el tremendismo, dejar la agonía a un lado y seguir disfrutando de momentos irrepetibles.

Nunca alcanzaremos su palmarés, ni su grandeza deportiva, eso lo tenemos asumido, pero la sala de trofeos de un club no convierte a sus seguidores en ciudadanos de segunda; tan sólo somos personas que decidimos seguir a un equipo y nos dejamos la vida por ellos más allá de las victorias. Desde luego que queremos ganar ¿Quién no lo quiere? Pero entre querer que tu equipo gane y querer a tu equipo porque gane existe una criba que separa a los aficionados al fútbol de los globeros morales. A todos nos gusta ganar pero no todos sienten el gusanillo en el estómago antes de cada partido ni todos saben lo que es llorar después de una victoria o una derrota. Emoción o tristeza; el éxtasis del sentimiento separa a los respetuosos de los forofos, porque todos aquellos que apagan la tele cuando el resultado no les interesa o abandonan el campo cuando lo ven imposible, no son aficionados a un equipo de fútbol sino fieles oportunistas adscritos a lo único que les interesa; la victoria. Y, como dijo Bielsa "deberíamos explicarle a la gente que el éxito es una excepción". Quien no entiende el matiz no conoce el verdadero valor de la pasión; porque el orgullo, la mayoría de las veces, viaja más allá del resultado.

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