miércoles, 13 de abril de 2011

La consagración de un niño

Todo futbolista tiene su momento especial, su punto de partida, su primera firma honorífica en la hoja de servicios. Para la majestuosidad del asombro no existe mejor escaparate que un mundial de fútbol y para un pueblo que lamía las heridas de su depresión, no hubo mejor mesías que un chavalín enclenque que, con diecisiete años recién cumplidos se propuso llamar la atención del mundo y regresó a Brasil como un héroe después de haber viajado hacia Europa siendo un semi desconocido.

Pero eran muchos los que confiaban en las habilidades del pequeño Edson. El niño, al que su familia llamaba Pelé, había llegado a Suecia en detrimento de Luizinho. En una decisión tan polémica como atrevida, Feola había optado por el atrevimiento del joven delantero del Santos antes que por la mala condición física de la gran estrella del Corinthians. El tiempo, y los brasileños, le dieron la razón. Aunque no fue fácil. Pelé sufrió una dura entrada en un amistoso días antes de viajar a Europa y comenzó el torneo, contra la voluntad de los capitanes, sentado en el banquillo de los suplentes.

El partido de semifinales contra Francia pondría en juego a los dos mejores equipos del torneo. Por un lado el conjunto galo, un grupo de hijos de inmigrantes del este de Europa que conjugaba la rapidez del fútbol báltico con el arrojo del fútbol latino. Por otro lado, Brasil, una explosión de técnica y talento al servicio del espectador. El ganador, como en tantas otras ocasiones, fue el fútbol, practicado de manera primorosa y elevado a categoría de arte gracias a una pandilla de locos atrevidos que se atrevieron a conjugar el verbo divertir.

El cinco a dos final no es más que anécdota si tenemos en cuenta la cantidad de ocasiones que se repartieron, la cantidad de regates que regalaron y la cantidad de filigranas que inventaron. A aquellas alturas del torneo, Pelé ya era titular y Solna se echaba a la calle para encontrar un lugar en el estadio Rasunda donde poder disfrutar de la calidad del joven que estaba maravillando al mundo. Su duelo con Jonquet, el mejor defensor francés duró apenas media hora, el tiempo que duró el elegante número diez francés en sentir crujir la rodilla y salir del campo a la pata coja. En aquella época aún no había derecho a realizar sustituciones y Francia hubo de aguantar, con diez hombres, el chaparrón de fútbol que se le vino encima.

Hasta la lesión de Jonquet, el marcador reflejaba un igualado empate a uno. Había adelantado Vavá a Brasil en la primera jugada de ataque del partido tras parar con el pecho un magistral envío de Didí y fusilar a Abbes a media altura. El delantero del Vasco da Gama, que tras el mundial ficharía por el Atlético de Madrid, mantenía un precioso duelo con Fontaine en pos de dirimirse como mejor artillero del campeonato. Sin embargo, sus goles y sus actuaciones quedaron eclipsadas aquella tarde por el niño que había debutado como profesional apenas seis meses antes y que aquella tarde se consagró con un triplete que quedó grabado con letras de oro en los anales de la historia del fútbol.

Aquel equipo brasileño, para muchos el mejor Brasil de la historia por encima incluso del que maravillaría en México doce años más tarde, formó aquella tarde de semifinal con Gilmar, De Sordi, Orlando, Bellini, Nilton Santos, Zito, Didí, Garrincha, Pelé, Vavá y Zagallo. Francia, por su parte, para muchos considerada también como la mejor selección francesa nunca vista, por encima de los equipos liderados por Platini primero y Zidane después, jugó aquel partido con Abbes, Lerond, Jonquet, Penverne, Kaelber, Marcel, Wisnieski, Piantoni, Fontaine, Kopa y Vincent.

En el equipo francés, amén de su capitán Jonquet, alma máter del grupo, destacaban dos delanteros hábiles, incisivos y talentosos. Uno era Kopa, estrella en el Real Madrid de Di Stéfano y el gran artista de la generación. El otro era Fontaine, un tipo veloz, intuitivo y voraz ante el gol que raramente perdonaba en sus duelos contra el portero rival. Y fue precisamente Fontaine quien, aprovechando un genial servicio de Kopa, rompió la línea brasileña para driblar a Gilmar y anotar el empate a uno en el marcador. Habían transcurrido nueve minutos y el partido ya era lo más parecido a una montaña rusa.

De aquel maravilloso equipo carioca, inducidos por la táctica costumbrista de la época, la gente gustó de recitar de memoria una delantera formada por Garrincha, Pelé, Vavá, Didí y Zagallo. Lo que muchos no fueron capaces de descubrir es que aquel equipo había dado una vuelta de tuerca a la táctica y no jugaba con cinco si no con cuatro puntas. Uno de ellos, Didí, formaba línea, junto a Zito, en el centro de campo, lugar de operaciones desde el que podía abarcar cada milímetro y planificar cada segundo de la batalla. Didí era un organizador exquisito, de toque sutil, conducción elegante y llegada sorpresiva. Unas virtudes que puso en práctica en el minuto treinta y nueve de partido cuando aprovechó un balón suelto en el borde del área para controlar, mirar y soltar un zapatazo que se colaría por la escuadra de la portería de Abbes y que ponía fin a la magnífica función representada en el primer acto.

Poco más dejaron los brasileños lucirse al equipo galo. Más allá de la fantástica dupla formada por Kopa y Fontaine, la selección francesa contaba con un ala derecha mágica; Piantoni y Wisnieski eran acrobacia e ingenio, elegancia y velocidad, profundidad y talento. Uno era un pequeño diablo diablo del norte que anotaba goles sin piedad en el temido Stade Reims. El otro era un ídolo del Lens que gustaba ganar la línea de fondo y dar centros de gol como quien reparte caramelos en una fiesta de niños.

Aunque si en aquel partido había alguien acostrumbrado a ganar la línea de fondo y regalar goles como quien reparte caramelos en una fiesta de niños, ese era Manuel Francisco Dos Santos. Al joven extremo brasileño, corto de miras y largo de expectativas, le llamaban Garrincha porque decían que se parecía a un pájaro feo. Más que feo era un pájaro escurridizo; el once cosido en la espalda, las piernas arqueadas por un defecto de crecimiento, la columna torcida y los pies zambos. No había dificultad que pudiese con su talento, no había defensa que pudiese frenarle.

Garrincha, Pelé y Zito, la savia fresca de aquel equipo que llegaba a Suecia con la mochila repleta de expectativas, habían comenzado el torneo en el banquillo de los suplentes. "No puede ser", dijeron los capitanes Djalma y Nilton Santos después de empatar a cero contra Inglaterra, "Estos chicos tienen que jugar". Forzaron al gordo Feola y el entrenador sacrificó a Sani, Joel y Altafini para que los tres chicos jugasen como titulares. Y no le fue del todo mal; dos a cero contra la Unión Soviética, uno a cero frente a Gales y camino al título con parada en semifinales contra la impactante Francia. Una francia con diez jugadores que no pudo aguantar la fiebre competitiva de un equipo cuya cotización subía al alza tras cada partido.

En el minuto cincuenta y dos, Nilton Santos, la enciclopedia de Botafogo, ganó la línea de fondo, centro raso al corazón del área chica y se encontró con las manos de Abbes. El portero francés, quizá más pendiente de donde poner el balón antes que de atajarlo, dejó el esférico suelto a los pies de Pelé quien no desperdició el regalo y hacía el tres a uno con la puerta vacía.

Fue entonces cuando comenzó el recital Garrincha. En el minuto sesenta y cuatro citó a Penverne, amagó, engañó y ganó el espacio suficiente para dejar el balón atrás. Allí apareció una vez más Pelé que, con el descaro que le proporcionaba su juventud, intentó un regate imposible elevando el balón por encima del rival. No lo consiguió, pero el rechace volvió a caer a sus pies y, desde el punto de penalti, batía a Abbes por cuarta vez y ponía la puntilla a una Francia completamente derrotada.

Pero aún hubo más. Diez minutos más tarde, Garrincha volvió a repetir jugada; te la enseño, te la escondo, me lanzo y me voy, volvió a retrasar el balón hacia la frontal y volvió a aparecer Pelé para completar su triplete con un disparo ajustado junto al palo.

Quedaban quince minutos y la función ya había terminado. Sin embargo, el incisivo Piantoni quiso dejar su sello de goleador implacable con una bonita jugada con arrancada desde la línea de tres cuartos y caño incluido que terminó en gol tras un preciso disparo desde el borde del área. Era el punto final a un inolvidable partido de fútbol, la obra perfectamente recreada para el lucimiento de un niño de diecisiete años que pasaría a ser leyenda, el primer paso hacia la eternidad, la segunda final para un país que había abandonado el color blanco para vestir de amarillo y el penúltimo suspiro de una generación de futbolistas franceses que se fueron perdiendo en el olvido y que dejaron el listón tan alto que al país le costó tres décadas firmar una resurrección. En Suecia comenzó un sueño, en Solna se disfrutó un gran partido y el mundo recuerda aquella tarde como una de las mejores sinfonías de la orquesta del fútbol.

1 comentario:

Jorge Eduardo Robles dijo...

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