lunes, 26 de noviembre de 2018

El hombre tranquilo

Existen futbolistas cuya carrera es una aventura con matices de reivindicación, un paso al frente con ritos de presencia, una epopeya, en ocasiones, digna de una novela de aventuras. Porque existen futbolistas tocados con la varita de la magia y van regando de elogios cada una de sus actuaciones. Porque ha habido futbolistas tan increiblemente vehementes que han escrito renglones de sensación, pero otros, por el mero hecho de la calidad inherente, han escrito páginas de recuerdo con el simple hecho de dejarse llevar.

Romario era el hombre más frío en los rincones del área. Sin necesidad de acelerar el pulso, sin ocasión alguna para dejarse ir por la irremediable pasión transmitida desde afuera, salía a hacer su trabajo y goleaba con la exquisitez del poeta romántico. Recibía de perfil, aceleraba en un toque y ganaba cinco metros de carrera y allí, en el área, donde los profetas de lo auténtico aseguran que el pateo debe ser lo más certero por potencia, él lo hacía por calidad. Ponía el pie en la pelota y la acariciaba hacia el palo más lejano. A nadie se le ha vuelto a ver definir con tanta dulzura, a nadie se le ha vuelto a ver en el área con aquella desenvoltura de niño bueno.

Revivió, una y otra vez, la misma aventura. Acuciado por la saudade, escapó de Europa cuando creyó que la Copa del Mundo colmaba todas sus aspiraciones. Atrás había dejado años de ensueño en Holanda y un año inolvidable en Barcelona. Y allí, en su brasil natal, mientras se dejaba el estrés en noches de samba junto a Copacabana, resucitaba cada tarde para dejar esquirlas de precisión. De nuevo, como siempre, un control, una aceleración y un toque, pic, al palo más largo. Se presignaba y volvía a empezar. Porque la vida de los genios es tan sencilla que asusta por su complejidad.

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