viernes, 17 de julio de 2020

Dos metros de Romario

El Arsenal era poco más que un cadáver cuando Arsene Wenger llegó al rescate en septiembre del noventa y seis. Poco quedaba de aquel equipo que había ganado la Recopa dos años antes y se había quedado a dos segundos de alcanzar la tanda de penaltis en la final del año siguiente. Un histórico con pedigrí que le había disputado, y ganado, el título al Liverpool a finales de los ochenta y que, sin embargo, en esos ejercicios de autodestrucción tan típicos en él, se había ido apagando hasta convertirse en una sombra de sí mismo.

Durante los años sesenta y setenta, mientras Liverpool, Leeds o incluso Chelsea, destacaban por un fútbol vistoso y vigoroso, el Arsenal seguía su tradición de pelota larga y prolongación en busca de una segunda jugada o un disparo lejano. Boring Arsenal le llamaban. Ganó el doblete en el setenta y uno y no volvió a ganar una liga hasta el ochenta y nueve. Con tan solo una FA Cup en aquella travesía del desierto, solamente se pueden entender las frustraciones de los hinchas desde la lectura; Nick Hornby escribió Fever Pitch y nos habló de la rabia, la desidia y el desamparo. Ese era el Arsenal que recogió Arsene Wenger.

Con bloque de diez aguerridos británicos y Dennis Bergkamp como estilista, el Arsenal ganó la liga del noventa y ocho. El título, más allá de una celebración, valió un punto de inflexión. Tardó otros cuatro años en volver a ganarlo, pero, entre medias se fue elaborando un equipo que nada tenía que ver con el Arsenal aburrido de décadas atrás. El balón largo y la prolongación se cambiaron por el toque preciso, la circulación rápida y el juego profundo, siempre a ras de césped. Para interpretar sus sinfonías, Wenger fichó a jugadores de buena pierna y ganas de triunfo. A Bergkamp se le unió su compatriota Overmars, con quien ya había hecho una buena sociedad en el Ajax y en la selección holandesa, y desde Francia llegaron los rocosos Vieira y Petit, además del delantero Anelka, rebotado tras su fracaso como fichaje estrella en el Real Madrid.

Entre aquel grupo de tipos duros con buen gusto, se coló un delantero que había despuntado en el Ajax campeón de Europa y se la había pegado, como casi todos los fichajes sonados de la época, en el Inter de Milán. Cortado del equipo italiano tras serle detectado un problema en el corazón, Nwankwo Kanu fue rescatado por Wenger para hacer subir al Arsenal un peldaño más. El tipo era alto, más alto de lo normal y si destacaba, más que por su altura, era por la habilidad que tenía para mover sus ciento noventa y ocho centímetros.

Nacido para asombrar, sus quiebros imposibles, sus definiciones asombrosas y sus toques de balón estando de espaldas a la portería, hicieron que el público de Highbury se enamorase de aquel nigeriano grandullón que sólo sabía marcar goles bonitos. Gracias a sus habilidades en el área y a sus aptitudes fuera de ella, Jorge Valdano, al que tanto recurrimos aquí, llegó a decir que Kanu eran dos metros de Romario.

Más allá de lo exagerado, o no, de la comparación, y el agravio comparativo que nos dejó el tiempo, lo cierto es que Kanu dejó varias obras de arte antes de marcharse de peregrinación al sur y convertirse en leyenda menor en el Portsmouth. Una de ellas, quizá la más sonada, es aquel gol imposible que dejó el día que el Arsenal anotó seis goles en el estadio del Middlesbrough. Tras una combinación entre Parlour y Dixon, el eterno lateral del Arsenal puso el balón en el corazón del área para que Kanu, con un taconazo inverosímil, pusiese el estadio patas arriba. Era su manera de entender el fútbol dentro del área. Allí, o eres genio, no no eres nada. O eres un Romario de dos metros o no habrá manera de ganarse la inmortalidad.


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