jueves, 29 de abril de 2021

Agonía y descuento

Ahora que vemos al Chelsea buscando de nuevo su sitio en la élite, ahora que viene rebotado de sus propios fracasos y sus innumerables intentos por reconstruirse, ahora que le vemos jugar bien y aspirar al trono, echamos la vista atrás y recordamos aquella temporada tan tenebrosa en la que, como en esta, prescindió de su entrenador a mitad de temporada para terminar, contra pronóstico, levantando la copa de todas las copas.

El día ocho de marzo de 2012, el West Bromwich asaltaba Stamford Bridge, se llevaba el partido y, de paso, se llevó por delante la efímera etapa de André Vilas-Boas como entrenador blue. El portugués, que había llegado con la vitola de ser el nuevo Mourinho tuvo que ver como el reto se le quedaba grande y, perdido en su propias dudas, terminaba por ser cesado después de que el equipo no encontrase el juego y la identidad. El Chelsea iba quinto y Abramovich le dio las riendas a Roberto Di Matteo, entonces segundo entrenador y, hasta hacía unos años, timón en guía del equipo, y con cierta ascendencia dentro del vestuario.

Como el equipo estaba roto anímicamente y físicamente no estaba lo totalmente entero como para repartir los esfuerzos, el italiano jugó sus bazas a la Champions y, si terminó saliendo ganador del envite fue más por las vicisitudes encontradas en momentos puntuales que por el mero juego desplegado. El equipo terminó sexto en liga, lo que para un equipo, como el Chelsea, que contaba los veranos por fortunas invertidas, era poco más que un fracaso. Pero todos los reveses, en fútbol, cuentan con la oportunidad de ser redimidos, y aquel Chelsea se redimió de la manera más espectacular.

El comienzo de la competición no fue malo. De los primeros tres partidos se ganaron dos con siete goles a favor y tan sólo uno en contra. Sin embargo, en la cuarta jornada empató a uno contra el Genk de un jovencísimo Kevin De Bruyne, a quien terminará fichando en invierno, y se complicó la clasificación después de perder en Leverkusen por dos goles a cero. En aquel momento, y debido a los malos resultados en la competición liguera, la cabeza de Vilas Boas ya pendía de un hilo. O se ganaba al Valencia o se quedaba fuera en fase de grupos. El equipo sacó más orgullo que fútbol y terminó venciendo por tres goles a cero. Match ball salvado.

Pero la auténtica agonía estaba aún por llegar. La despedida a la competición bien podría haber llegado en Nápoles. Allí, ante la borrachera de juego y goles de Lavezzi y Cavani, el Chelsea aguantó de pie gracias a un solitario gol de Mata y se llevó a Londres un preocupante dolor de cabeza y la obligación de remontar un tres a uno si se quería llegar vivo a los cuartos de final. El milagro estuvo a punto de no producirse ya que un gol de Inler estuvo a punto de darle la eliminatoria a los italianos, pero un penalti transformado por Lampard llevó el partido a la prórroga y fue allí cuando comenzó el idilio entre el Chelsea y los minutos de descuento.

En cuartos, Raúl Meireles ajustició al Benfica en el minuto noventa y dos del partido de vuelta. La eliminatoria ya estaba ganada, pero había que cogerle el gusto a los minutos de descuento porque iban a resultar decisivos. Por ello, cuando el Barça de Guardiola llegó a Stamford Bridge para pelear por su lugar en la final de la Champions, el Chelsea puso el modo roca y se dedicó a esperar su oportunidad. En un festival ofensivo del Barça en la primera parte con un disparo al larguero, un balón salvado bajo palos por Cole y tres buenas paradas de Cesc, el Chelsea encontró su oportunidad en el minuto cuarenta y siete. Drogba aprovechó un balón dentro del área y el Chelsea se marchaba al descanso aprovechando su ocasión. La segunda parte, a pesar del asedio, aguantó de pie y se llevó un uno a cero a Barcelona que, como todos sabemos le terminaría valiendo.

Porque lo que sucedió en Barcelona es una mezcla entre milagro y un ejercicio de resistencia sin igual. El Chelsea, con dos a cero abajo y con un hombre menos durante casi una hora, terminó empatando el partido a dos con dos goles, como no, en los minutos de descuento de cada una de las partes. Terminado el primer tiempo, un balón al espacio fue aprovechado por Ramires para picar la pelota por encima de Valdés con mucha maestría, y cuando el Barça, que incluso había fallado un penalti, estaba completamente volcado sobre el área del Chelsea, Torres bajó un despeje para plantarse solo ante el meta azulgrana y batirle después de un perfecto regate. Era el minuto noventa y dos. El Chelsea estaba en la final. Aún quedaba rizar el rizo.

Y es que la final era, ni más ni menos que en Munich y contra el Bayern. Tocaba ganar a lo grande. Y vaya si se hizo. De la manera más inverosímil posible. Un Chelsea diezmado por las bajas de Terry, Ivanovic, Ramires y Meireles, se presentó en cuadro y se dedicó a defender su área durante noventa minutos. El Bayern encontró el gol en el ochenta y tres y cuando el partido se iba a su fin y la copa se quedaba en Munich apareció la cabeza de Didier Drogba para darle al gato su séptima vida.

En la prórroga el Bayern falló ocasiones, falló un penalti y perdió los nervios. Parecía imposible hacerle un gol al sexto clasificado de la liga inglesa. Gatitos indefensos en la Premier y fieros leones en la Champions, competían como animales mientras la parte roja de la grada se echaba las manos a la cabeza y comenzaba a temerse lo peor.

Y lo peor llegó en la tanda de penaltis. No fue fácil, claro. Nunca lo fue, pero de nuevo las circunstancias y los momentos puntuales jugaron a favor del Bayern. Empezó fallando el Chelsea, porque aquella película de suspense no iba a ser de Óscar si el protagonista empezase resolviendo el caso desde el principio. Así que el Bayern anotó los tres siguientes y se quedó a las puertas del campeonato, pero entonces falló Olic y marcó Cole, y falló Schweinsteiger y marcó Drogba, y el Chelsea fue campeón, y lo que parecía una temporada horrible terminó en doblete, porque el equipo, despojado de complejos, le había ganado la final de la FA Cup al Liverpool diez días antes, y mientras los hinchas gozaban y los jugadores abrazaban muy fuerte al mejor jugador de su historia, en los ojos de Didier Drogba se reflejaba el sufrimiento de lo que había costado llegar allí. Una final perdida, en 2008, una oportunidad perdida en los pies de Iniesta, dos años de hombros caídos y una docena de momentos puntuales abrazados a los tiempos de descuento. Porque muchas veces los campeones necesitan el talento, otras necesitan el esfuerzo y, casi siempre, unas más que otras, necesitan siempre de esa dosis de suerte que convierta en placer los momentos de agonía.

jueves, 22 de abril de 2021

Pobres hombres ricos (Por José Sámano)

El sainete de la Superliga VIP ha concluido con una victoria inesperada, al menos para los oligarcas del faraónico proyecto. El pueblo ha ganado por goleada. Al menos en Inglaterra, donde los aficionados —mucho más que clientes y súbditos, como les presuponen los megalómanos del tinglado— han prendido la rebelión definitiva, la onda expansiva que ha mandado al garete a quienes por unas horas se creyeron la jet set del fútbol. Una victoria popular incontestable: por muy ricos que ustedes sean, el fútbol es nuestro, de nuestros antepasados y futuras generaciones, hinchas anclados década tras década por un sentimiento de naturaleza casi tribal. Un lazo perpetuo con el club de toda la vida, con el equipo bandera de tal o cual ciudad, de tal o cual país. Miren ustedes, no nos importa el dueño mientras el juego sea nuestro. Rectificaron en la Premier y no hubo adhesión de la Bundesliga y la francesa Ligue 1. Finalmente, Europa cerró el paso a la ensoñación de Florentino Pérez y Andrea Agnelli, a los que el apabullante eco interior del Real Madrid y la Juventus no les sirvió como locomotora fuera de sus fronteras. Mientras, el Barça agazapado a la espera de cualquier chute financiero que le permita quitar telarañas de la caja.


Antes lo entendieron políticos como Boris Johnson y Emmanuel Macron, con más sentido demoscópico que aquellos que pretendían autoproclamarse únicos y exclusivos dueños del cotarro. Presidentes, jeques e inversores que no comprenden que pueden adueñarse de un club, pero no comprar el fútbol. Bien lo saben exjugadores como Karl-Heinz Rummenigge o Uli Hoeness, rectores del Bayern opuestos desde el principio a convertir el fútbol en una autarquía. O Pep Guardiola, contrario a esa idea ultracapitalista de obviar la esencia vertebradora y transversal de un juego basado en la meritocracia. Un motor de emociones sin parangón, ya sea en un barrio periférico o en una distinguida capital. El fútbol no se juega en Wall Street o en la sala de juntas de JP Morgan.


El error de cálculo de ese reducto de dignatarios del poder financiero ha sido mayúsculo. En primer lugar, por creer que el dinero les hace invulnerables. Solo con la chequera por delante se lanzaron a decretar un proyecto que no estaba del todo atado. Ni mucho menos, a la vista está. Con muchas, muchas razones de fondo, a los ideólogos del reseteo de la Copa de Europa les faltó un dictado transparente, conciso y persuasivo. Y, por supuesto, no elitista. Sobran argumentos para poner en jaque a la UEFA y la FIFA, más predispuestas como entidades de recaudación de lo ajeno que de compenetrarse con los clubes que sostienen su andamiaje. A los que más de una vez torpedean con calendarios imposibles o trabas comerciales impositivas con un único beneficio propio.


Es hora de que los clubes, todos, tengan más voz y voto. Si la UEFA no afloja su cerco a los primeros actores de esta industria, que ella gestione su Eurocopa y los clubes su Champions. Ocurrió en su día con las federaciones. Ya fueran LaLiga, la Bundesliga o la Premier, el fútbol entendió que había llegado el momento de la autogestión patronal en detrimento de los entes federativos. Pero esta vez no se trataba de independizarse de forma unánime de la UEFA para alumbrar una liga profesional europea. Los poderosos 12 disidentes pretendieron cerrar la mesa de una partida de póker, solo con algunas caritativas invitaciones a capricho. Hubiera bastado con presentar un plan ecuménico para pobres, ricos y clase media. Un fútbol de todos mejor para todos.


No cabe apelar a las “ruinas” económicas. Resulta paradójico que quienes inflaron el mercado galáctico como nadie, que quienes camuflan su condición de clubes-estado o quienes han agrandado hasta el infinito la caja fuerte de los intermediarios pretendan ahora aliviar la tesorería a costa de dejar en la cuneta a los que no creen de su divina condición. Con el pueblo, sea del Brighton, del Crotone o del Eibar, no se negocia. Se puede dar la espalda a toda UEFA de este mundo, pero no a las gradas. Y ya es chocante que las protestas más airadas fueran de los fans del Chelsea y el Liverpool, dos de las entidades aceptadas en esa Superliga del frac.


Tras el desaguisado es fácil distinguir el latido de estos días en las entrañas de Stamford Bridge, Anfield: nada de fútbol entendieron esos pobres hombres ricos goleados por el pueblo.



Publicado en "El País".

jueves, 8 de abril de 2021

Imparable

La evolución de los jugadores se presenta en varias etapas donde la concreción juega un papel importante y la paciencia, más que nada, juega un papel relevante. Uno empieza siendo promesa, continúa siendo un jugador a tener en cuenta, más tarde es un tipo importante y, cuando ha alcanzado la cúspide de su rendimiento, se convierte directamente en indispensable. Porque no hay más razón que el talento y no hay más condición que el físico privilegiado, para saberse dueño de una élite y saber aprovechar el momento comiéndote el mundo a zarpazos.

Es fácil comprobar cuando un jugador está en el mejor momento de su vida. Es fácil adivinar ese brillo en sus ojos, ese hambre en su rictus, esa sonrisa de disfrute en cada definición, ese grito de rabia en cada celebración. Cuando un tipo está en su cúspide pueden ocurrir dos cosas: que se trate de un jugador sencillo y se le alabe el esfuerzo o que se trate de un jugador capital y termine las jornadas subido en el altar de los venerados.

Romelu Lukaku asomó la cabeza por vez primera en el fútbol profesional cuando apenas tenía dieciséis años. La primera vez que nos fijamos en él fue el día que el Athletic se enfrentó al Anderlecht en eliminatoria de dieciseisavos de final de la Europa League. Entonces tenía diecisiete y tardó cuatro minutos en anotar un gol. Los expertos en el análisis de jóvenes promesas nos anticipaban un futbolistas rápido, voraz y con un buen juego de espaldas. Lo que vimos aquel día fue a un niño gigante y flacucho que intentaba imponer su potencia ante los curtidos San José y Amorebieta.

Su viaje a la Premier fue tan esperado como precipitado. Apenas tenía veinte años y se veía obligado a competir con el mismísimo Didier Drogba como delantero del Chelsea. Vistas las hechuras y comprobadas las costuras, el chico fue cedido dos veces, una al West Bromwich y otra al Everton, pero entre las idas, las venidas y las nostalgias, el chico no llegó a cuajar como blue. Por ello fichó por el United y, a pesar de mejorar su rendimiento, se encontró en un equipo de entreguerras que no sabía si ir o venir, y mientras todos buscaban su lugar, Antonio Conte fichó por el Inter y su primera petición fue el delantero belga que el United había puesto en el mercado. Lo que nadie sabía entonces es que lo mejor estaba por venir.

Lukaku ataca los espacios con la verocidad de la pantera, se lleva por delante a los defensores como una manada de bisontes y se impone por arriba como un águila imperial. Chuta con el alma, rompiendo la pelota y ganándose a sí mismo en un duelo constante por ser cada día mejor. En Milan ha encontrado su hábitat; un equpo que juega a mil por hora y un entrenador que cree ciegamente en sus facultades. No en vano, el equipo, como una moto, va directo a conquistar su decimonovena liga y, sobre todo, a cortar de raiz la racha de la Juventus más ganadora de la historia del Calcio. Y todo ello subido a lomos del tipo que, un domingo tras otro, abre la lata y machaca a todos sus rivales.