miércoles, 9 de enero de 2019

Pichichis: César

Cuando el Elche acudió a jugar al viejo Les Corts en la pretemporada del verano de 1958, el número nueve franjiverde lo tuvo claro; aquí yo sólo puedo vestir de azulgrana. Era un homenaje dentro del homenaje. El estadio se había llenado para ver a su gran ídolo, el primero tras la miseria de la guerra, el chico que habían fichado del Juventudes de León para convertirse, año a año, en el auténtico jefe del área.

César, el hombre, regresó al club como entrenador. Muchas cosas habían cambiado desde la última vez; nuevo estadio, nuevos directivos y nuevas expectativas. Aquel Barça ya no era dueño de su destino sino eterno candidato a segundón, siempre por detrás del Real Madrid. Tras un mal partido, el club decidió multarles, entrenador incluído. Y César, dignidad mediante y todo conciencia renunció al puesto. Tardaría más de veinte años en volver y para entonces ya no era un padre sino un abuelo consejero.

Fue en 1980 cuando regresó, de la mano de Kubala, al banquillo del Barça como segundo entrenador. Seguía siendo un Barça con urgencias, un Barça sin premio, un Barça sin rumbo. Kubala, el tipo con el que dijeron no podía jugar pero que, sin embargo, terminó convirtiéndose en uno de sus grandes amigos. Infinidad de recuerdos quedaron grabados mientras los dos acudían a la Peña Solera a beber vino y jugar a las cartas. Eran otros tiempos. Tiempos de alterne y compadreo entre diario y goles a mansalva los fines de semana. Cuando el dúo volvió a ser despedido, el Barça tomó la decisión de pagarles un sueldo mensual mientras permaneciesen vivos. No había una mejor manera de agradecer los servicios a quienes, un día, les hicieron tan grandes como soñaron.

Si existe un partido en el imaginario colectivo para recordar a César, ese fue la final de Copa de 1951. Se enfrentaron a la Real Sociedad y el Barça ganó con dos goles de El Pelucas. Así le llamaron y así se quedó para siempre. Un apodo bastante jocoso dado que el chico perdía pelo a marchas forzadas y él se esforzaba por mantener intacto su escasa mata de cabello. El Pelucas, goleador por oficio, borró el recuerdo que el gran Paulino Alcántara había dejado en los más nostálgicos y encadenó siete temporadas consecutivas siendo el máximo goleador del equipo.

Y pese a ser barcelonés adoptivo, donde se convirtió en santo y seña, él nunca renunció a su León natal. Allí regresaba cada verano, para recargar las pilas, y allí regresaba siempre que necesitaba un momento de inspiración. Y los tuvo a raudales. En total anotó doscientos veintiún goles en liga, convirtiéndose en el séptimo goleador histórico del campeonato. Lideró a un Barça casi intratable que terminó mordiendo el polvo ante el incipiente Madrid de Di Stéfano. Allí se acabó su ciclo. Cuando el triunfo tomó el puente aéreo, el Barça acometió la renovación y prescindió de los hombres que le habían hecho grande. Entre ellos, Basora y César, antaño pareja letal que fabricaron cientos de goles y ahora, vicisitudes del fútbol, carne de cañón.

Pudo ser la Copa de Oro Argentina, precuela de la actual supercopa, su último título importante como azulgrana. Cuando llegaron las derrotas, llegaron los reproches y llegó el despido. Se marchó un cabeceador impenitente, un tipo con una buena técnica para resolver problemas en el área y listo para encontrar siempre el mejor desmarque. Poco antes, en la temporada 1950-51, anotó veintinueve goles en la liga, su mejor cifra y que, pese a ello, no le valió para ser máximo goleador, algo que ya había conseguido dos temporadas antes cuando había anotado veintiocho goles en veinticuatro partidos.

A su habilidad como cazagoles se había abocado el Barça para levantar la Copa Duarte y la Copa Latina, a día de hoy, los dos primeros torneos internacionales del club. Antes de llegar allí, sin embargo, había mostrado su habilidad como goleador en el modesto Sabadell, club al que fue cedido para que pudiese pulir su bisoñez y, sobre todo, en el Granada, club en el que hizo historia durante dos años apoteósicos. Llegó a Granada para hacer la mili y, dada la comodidad, el Barcelona le permitió jugar dos años como cedido en el equipo de la ciudad. El primer año lo convirtió en campeón de segunda división y al siguiente quedó como segundo máximo goleador de la primera categoría tan sólo por detrás de Mundo. Fue un escopetazo tremendo. El chico por el que el Barça había pagado mil pesetas había terminado por explotar.

Lo habían descubierto en un partido amistoso entre la Cultural Leonesa y el Juventudes de León. Los hermanos Rodríguez formaban en ambos bandos, Calo y Severino en la Leonesa, César, el nueve, en las Juventudes. Font, antiguo jugador del Barça que andaba por la zona, se acercó a ver el partido y quedó maravillado con el repertorio del delantero de la SEU. Era el menor de los tres hermanos, pero ningún otro tenía su potencial. Rápidamente se puso en contacto con el club y se aceleró el fichaje ante el interés del Atlético Aviación. Desde entonces hasta su marcha fueron trescientos cincuenta y un partidos y una sociedad inolvidable junto a Basora dentro del campo y junto a Biosca fuera de él. Ellos formaron parte de un equipo inolvidable, aquel que cantó Serrat y que logró cinco copas en 1951. Fue el Crepúsculo de los Dioses. Apenas cinco años más tarde, César dejaba España rumbo a Perpiñán, lugar donde, además de clases de fútbol, tomó clases de finanzas que le ayudaron, a la postre, a llevar, junto a sus hermanos, el negocio familiar que su padre les legó en herencia.

César ya había vuelto a León en 1955. Una vez se vio fuera del Barcelona tuvo claro que quería regresar a su tierra. La Cultural acababa de ascender a Primera y el hijo pródigo no quería perderse la fiesta. No jugó mucho allí, apenas quince partidos en los que anotó tres goles, pero en aquel momento todos sabían que era el mejor jugador que había dado la tierra. El hombre que había marchado siendo un niño y regresaba con cinco ligas y tres copas en el zurrón de su palmarés. Poco antes del homenaje que recibió en Les Corts en julio de 1958, volvió a visitar la barbería Lucena, se acicaló y partió rumbo a su escenario favorito. Allí le esperaban cuarenta y ocho mil espectadores entregados a la causa. El Barça le ganó al Elche por tres goles a dos y César se despidió entre vítores. Aquel partido clausuró el estadio e inauguró una nueva época. Costó arrancar; ya no estaba César y Kubala era un futbolista crepuscular. Herrera y Suárez ganaron dos ligas y, tras ellos, sin copas, llegó la sequía.

La magia de César se fraguó en su carácter afable y su espíritu competitivo. Buscaba ganar, como todos, pero no de cualquier manera. Era un futbolista de corte clásico; correcto, esforzado, cabal. Junto a sus hermanos formó un triunvirato que se recordó en León durante años y junto a Basora, Kubala, Moreno y Manchón formó una delantera histórica en la que dejó cientos de goles. Durante más de medio siglo, y hasta que a un tal Messi le dio por superarlo, fue el máximo goleador en la historia del Fútbol Club Barcelona. Aquel fue el equipo de su vida, en el que dejó las mejores tardes, en el que goleó sin piedad. Murió, años más tarde, en día de partido. Era un día grande, se esperaba al Paris Sant Germain y el Barça se dio un batacazo. En marzo de 1995 aún había mucha nostalgia y fueron muchos los que lloraron a César.

Pero son muchos los que aún le recuerdan. Sobre todo en Elche, donde aún se loa su mayor gesta. César llegó a Alicante mediada la temporada 1956/57, el Elche estaba en tercera y él era considerado como una vieja gloria. Las cosas no iban bien en el campo pero los jugadores se entregaron a la ascendencia que César tenía sobre ellos. Hubo una conversación con el presidente y se tomó una decisión; se despidió al técnico y César quedaría a cargo de la plantilla en calidad de entrenador jugador. Aquello, que parecía una boutade, fue el despegue de un equipo aún recordado en la ciudad. La temporada siguiente, aún en tercera, César anotó treinta y tres goles que ayudaron al ascenso del equipo. Pero la gloria que les esperaba era aún mayor; la siguente temporada, ya en segunda, quedaron campeones y lograron el billete a la máxima categoría. El Elche se convirtió en un equipo de tertulias y César en el entrenador de moda. Un año más y lo dejó. Dejó el fútbol, pero no los banquillos. Afianzado el Elche en primera fichó por el Zaragoza donde cuajó tres años buenos. De allí regresó a Barcelona, pero en el Camp Nou se acabó la magia. César siguió entrenando pero no volvió a tener éxito; el equipo que le bautizó, terminó por enterrarle. Paradojas de la vida. Paradojas del fútbol.

El día que el presidente de Juventudes de León le puso en la mesa las dos ofertas, César lo tuvo claro. "No tengo nada contra el Atlético Aviación, pero yo quiero ver el mar". Y lo vio. Se compró una casa frente al océano y jugó a ser feliz. Le costó entrar; tras regresar de Granada como una promesa en firme jugó cuatro partidos sin anotar un solo gol. Y llegó el runrrún. "El chaval tiene voluntad, pero no tiene gol". Mentira, claro. Llegó el partido ante el Betis y César hizo dos, y allí empezó la fiesta. Uno tras otro. Ídolo, delantero y referente que se coronó como persona en un partido ante el Real Murcia. César cayó dentro del área y el árbitro señaló penalti. "Me he resbalado", le dijo con sinceridad, pero la decisión estaba tomada. Noble como era y justo como debía, César disparó mansamente al centro de la portería. La ovación fue atronadora. El reconocimiento fue unánime.

"No sé si está acabado pero se debe marchar". Con estas declaraciones, el entrador del Barça, Puppo, ponía fin a la estancia de César en el club blaugrana. Fue una decisión en caliente y que, en frío, fue analizada con dolor. El número nueve quedaba huérfano. Atrás quedaban ciento noventa y cinco goles en liga como jugador barcelonista y seis goles en doce partidos como internacional. Tuvo el honor, más allá del adiós, de ser el primer goleador de la Cultural Leonesa en primera división del mismo modo que ya lo había sido del Granada. Honor para quien honor merece. "...Temps d'Una, Grande y Libre, Metro Goldwyn Mayer, lo toma o lo deja, gomas y lavajes, Quintero León i Quiroga, panellets i penellons, Basora, César, Kubala, Moreno i Manchón...".

La inmortalidad también puede ser una canción.

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