lunes, 27 de enero de 2020

El Flaco

Hubo una vez un tipo que nació para cambiar el juego. Con quince años ya era una estrella emergente y con veintiuno presentó credenciales en una final de la Copa de Europa que terminó perdiendo. Cualquier derrota, más allá del dolor, debe servir para forjar cimientos y corregir errores. Aquel equipo, bisoño entonces, creció exponencialmente hasta convertirse en una trituradora humana. ¿El sistema? Le preguntaron; no hay sistema. Y el niño flacucho y con pinta de romperse tras cada control, lideraba a aquel grupo de innovadores que habían empezado a jugar a otra cosa.

Presión alta, defensa adelantada, jugadores que intercambiaban su posición, un hombre libre que era un cuarto centrocampista y un tipo que arrancaba de nueve y jugaba donde le daba la gana. El líder. Aquí se hace lo que yo diga, decía con la mirada y los demás jugaban en sinfonía para que él rematase con el estruendo final. Un regate eléctrico, un pase entre líneas, un gol decisivo. La fascinación fue tal que media Europa se pegó por ver jugar al fenómeno y media Europa sucumbió a las virtudes del niño que puso a Holanda en el mapa futbolístico mundial.

Aquellas redenciones ante los equipos italianos en finales de Copa de Europa, aquel verano alemán que le encumbró aun en la derrota, aquella manera de acabar con los sueños madrileños, aquel primer año en Barcelona donde lo cambió todo para después no cambiar nada. En el haber de Cruyff viven momentos puntuales que condujeron al éxtasis; la distinción, la innovación, el liderazgo. En su debe vive el fracaso prematuro y aquel acomodamiento que le condujo a la cuneta cuando aún tenía todo por ofrecer.

El hambre, ese sustento moral que conduce al futbolista sobre la nube del éxito, le abandonó el día que se supo Dios antes que humano. Cuando perdió aquella final en Munich, aún tenía veintiséis años y todo el fútbol del mundo en sus botas, pero se dejó llevar por la vida, por el éxito y por el ego. Jugó a ser mito en un país de dioses y poco a poco fue apagando su luz mientras su equipo regresaba al hastío y su país regresaba a la derrota. Le quedó un último cartucho, en Rotterdam, dando la mayor lección moral de su vida y demostrando al mundo que los genios no mueren por más que ellos mismos se empeñen en matarse.


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