lunes, 17 de febrero de 2020

Román

"Dios ya no vive aquí, ahora hace milagros en Barcelona". Con tan contundente declaración de amor, recibió la hinchada de Boca a su equipo en el primer partido sin Juan Román Riquelme. Tan invadidos por la pena, tan atacados por la nostalgia, los hinchas de La Bombonera tocaron palmas y recordaron a su ídolo, porque su ídolo no era otro que el tipo que les había llevado a alcanzar la gloria jugando a la pelota como un artista de circo.

Riquelme fue un tipo apegado a sí mismo, a su mirada, a su estilo, a su propia condición física. Era lento y a veces pesado, pero cuando recibía la pelota lo hacía con la convicción de quien sabe que va a ejecutar un pase perfecto, un regate elegante, un disparo certero. Pensaba rápido y pensaba bien y en el virtuosismo de sus acciones vivía la magia de un tipo que nació para vivir rodeado de creyentes. Aquel que no creyese en él se vería abocado al infierno.

Y Van Gaal no creyó en él. Y de repente, el que se vio abocado al infierno fue Riquelme, convertido en parche innecesario, en bulto sospechoso, en una constante duda sobre un sistema de juego que no encajaba con sus características. Le acusaron de frío, de distante, de tímido, de raro. Y el tipo se vino abajo mientras añoraba los días en los que La Bombonera coreaba su nombre y celebraba sus títulos.

Ávido de fútbol, cansado de esperar y loco por jugar, Riquelme marchó a Villarreal para volver a disfrutar del fútbol y para reencontrarse con sí mismo. Aquel fue el mejor Villarreal de la historia, lo apodaron Submarino Amarillo porque su fútbol era una partitura pop y a Riquelme lo rebautizaron como ídolo porque hacía jugadas de ensueño y filtraba pases de maravilla.

Cuando Román pisaba la pelota, el mundo se paraba. Como un jugador de fútbol sala, se deslizaba por la hierba con la pelota bajo los tacos y el cuerpo por delante del defensor, de espaldas, como un funambulista en una cuerda floja sólo que sin un vacío al que caer. Pero con una gloria que alcanzar. Podía regatear en estático, tirar un caño, salir airoso sobre la línea de cal y encontrar siempre al compañero mejor colocado. Jugaba lento, sí, pero jugaba muy bonito.

Tan bonito lo hizo que dejó un recuerdo inolvidable junto a la Costa del Azahar a pesar de ser el tipo que convivirá con la maldición de haber fallado aquel penalti en el último instante. La gente dice que aquel penalti hubiese llevado al Villarreal a la final y lo cierto es que lo hubiese llevado a la prórroga. Nadie sabe lo que hubiese ocurrido allí. Lo que sí se sabe es que aquel equipo no hubiese llegado tan alto si no hubiese tenido en sus filas a Riquelme y si no hubiese contratado al uruguayo Forlán para generar, junto a Román, una de las parejas más efectistas que ha dado el fútbol español.

Aquello fue gloria sobre un campo de fútbol. Paredes imposibles, centros inapelables, goles increíbles, celebraciones certeras. Aquellos dos tipos fueron felices juntos y eso jamás lo olvidará una afición que años antes había nacido para viajar a campos de tierra y ahora veía como su equipo se ganaba un puesto en la gloria más absoluta contra los mejores equipos del continente.

Pero en todo cuento de hadas la carroza, al final, termina convirtiéndose en calabaza. Se marchó Forlán y se fue el gol, se marchó Riquelme y se fue el fútbol. Todo acabó para el Villarreal pero todo volvió a empezar para Boca. Porque Román nunca necesitó correr para sentirse hombre, nunca necesitó gritar más de lo debido para sentirse respetado. Vistió la franja amarilla, tomó la pelota y la orquesta empezó a tocar, de nuevo, al son de sus vicisitudes.

Una nueva Libertadores, en el crepúsculo de su carrera, terminó por glorificar una figura ya ensalzada de antemano y endiosada en la postrimería. Porque el Boca Juniors del siglo XXI es el Boca Juniors de Juan Román Riquelme. Porque nunca dejó de jugar al fútbol como un niño en el potrero de su barrio, ya fuese en Barcelona, en Villarreal o en La Bombonera. Dios regresó a su casa y volvió el fútbol en forma de milagro.


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