martes, 29 de septiembre de 2020

El rugido del león

Nos habíamos visto más de una vez en una situación así. Nos habíamos confabulado, en momentos como aquel, en alguna otra ocasión, cruzando los dedos y dejando que las palabras saliesen de nuestros labios, bien en forma de susurro, bien en forma de desahogo, con el fin de que el deseo, el rezo o la exigencia, fuese capaz de derrotar al estado de nervios que nos aferraba el alma. No era la primera vez que jugábamos unos octavos de final, pero sí era la primera vez que los jugábamos con la sensación de sentirnos, esta vez sí, favoritos de verdad a la victoria final.

Pero todo recorrido tiene un proceso, unas estaciones donde detenerse, un lugar, cada vez más complejo, donde poder sentirse capaz de todo. Y aquella parada de cuartos, en el estadio de Ciudad del Cabo, nos enfrentaría a la Portugal del sempiterno Cristiano y los fantasmas pasados. Seis años antes, en nuestra anterior confrontación, los portugueses nos dieron un zarpazo en nombre de Nuno Gomes y nos mandaron a casa con la primera fase pendiente de aprobar y la vergüenza pendiente de ser rescatada. No debía pasar lo mismo. No debíamos dejar que ocurriese.

Para eso teníamos el balón, el mejor amigo de un grupo de chicos al que le encantaba tratar la pelota como si de un regalo se tratase, como si fuese un peluche al que quisieran acariciar todo el tiempo. Iban a necesitar paciencia y precisión, porque los portugueses, Cristiano aparte, eran rocosos y rápidos a la contra. Llevaban catorce partidos invictos, muchos de ellos sin encajar gol, con una primera fase irregular en la que se habían cruzado con Brasil. Mientras, nosotros, habíamos sufrido como perros para pasar de grupo, finalmente contra primeros, después de perder el primera partido contra Suiza y terminar pasteleando el resultado frente a Chile.

La oportunidad, una vez más, fue para Fernando Torres, quien, tras recuperarse de forma exprés de una lesión de rodilla mediada la temporada, había llegado al mundial falto de condición física o falto de movilidad articular. Aún así, sus ganas y su hambre habían sido tan tenidas en cuenta por Del Bosque que, por tercer partido consecutivo, le ofrecía la oportunidad de disputar el encuentro desde el principio, y, aunque tuvo un par de buenos disparos en los primeros minutos, su halo se fue apagando poco a poco a medida que la intensidad del partido subía y los portugueses incomodaban a España en la zona ancha.

Tal era la situación de espesura mental que llegarona agradecer la llegada del descanso. Para entonces, Casillas ya había hecho tres paradas más o menos meritorias y había visto pasar la pelota cerca de su portería en más de una ocasión. Tocaba cambiar el ritmo del remo y esperar a que los timoneles tomaran el mando. Pero tocaba, más que nada, cambiar la dinámica atacante porque el estado de Fernando Torres no daba para incomodar al Bruno Alves y Ricardo Carvalho. Fue por ello que Del Bosque recurrió al león y el león respondió con un rugido que acogotó en tablas a la selección portuguesa.

La primera intervención de Fernando Llorente, el león de San Mamés, fue un cabezazo en plancha que despejó con apuros Eduardo. De repente fuimos conscientes, y los fueron los defensores portugueses, de que teníamos delantero centro. Un delantero centro que fijó la marca en los balones largos y que cruzó desmarques en las transiciones. Eso dejó a Villa un panorama de libertad del que no había gozado durante los anteriores sesenta minutos. El siguiente ataque terminó con un disparo del Guaje rozando el palo y el siguiente, apenas dos jugadas después, terminó en los pies del número siete quien, sólo en el área y delante de Eduardo, aprovechó un rechace tras tiro forzado y coló la pelota en la portería portuguesa para deleite de los millones de españoles que lo veíamos desde la distancia.

Conseguido lo más difícil, tocaba hacer lo fácil, defenderse con la pelota. Con Xavi en el campo, cualquier discurso en torno al balón es irrebatible. El barcelonista tomó el mando y, apoyado en el incombustible Alonso y el mágico Iniesta, España comenzó con su particular rondo que terminó con la desesperación portuguesa y la consagración de un tipo que, poco a poco, había comenzado a comerse el mundo desde su rincón favorito de San Mamés. Un león del área, de mirada tímida y gestos de caballero, un tipo que se coló en la lista para, por si un día lo necesitaba España, terminar desatascando un partido complicado. Aquella tarde de octavos de final, el león rugió y los portugueses recularon. Ganó cada duelo, cada balón cruzado, cada salto, cada descarga. Y es que aquel mundial, pese a tener una estrella de honor en la memoria, fue el coto privado para que cada futbolista español gozase de su particular momento de gloria.

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