miércoles, 7 de febrero de 2024

La pulga

Ahora que los flashes se apagan, que la cuesta a abajo parece un precipicio, que la lejanía nos envía ecos de enfermería, que las viejas amistades han llegado para arroparle en su penúltimo viaje, ahora que el mundial soñado está en la estantería de las promesas cumplidas, que los premios han vuelto a relucir el expediente, ahora que los críticos quieren trocear su decrepitud, que el fútbol sigue siendo sabio pero el tiempo desagradecido, ahora que no quedan tipos como él, ahora que sabemos que no veremos otro como él, es de merecida obligación rendir el homenaje porque lo póstumo suele llevar el aroma de cierta demagogia sentimental, pero lo sincero siempre es doblemente abrumador, primero porque cuenta la historia, segundo por la englosa.

Lionel Messi ha sido Dios sin necesitarlo y discípulo eterno sin pretenderlo. Porque lo suyo fue más allá del corazón; lo suyo fue un idilio con la pelota que empezó cuando no podía crecer y terminará el día en el que diga adiós entre lágrimas. Se marchó del Barça y el agujero que dejó fue tan grande que ni las viejas glorias de banquillo han sido capaz de taparlo. Y es que Messi fue al Barça, como la llegada del profeta llegado desde otra tierra, el tipo que les hizo creer inmortales, el hombre que, con su sóla presencia, condicionó el fútbol de todos los rivales a los que se enfrentaron.

Porque Messi fue tres jugadores a lo largo de su carrera. Primero un extremo inciso que driblaba por talento y definía por condición, después un nueve retrasado que abarcaba el espacio y dominaba los tiempos y, finalmente, un gobernador con puño de hierro que conseguía el propósito de que los partidos se jugasen dónde y cómo él quería. De esta manera llegó el título mundial, con un grupo de compañeros entregados a él y un último servicio a la causa de una majestuosidad tan grande que pasará el tiempo y se le comparará, esta vez sin miramientos, con los más grandes de la historia.

Porque el lugar de Messi es ese; el olimpo de los dioses del balón donde perviven las sinfonías de Di Stéfano, las invenciones de Pelé y el genio ingobernable de Maradona. El hombre que convirtió en oro lo que tocó también llegó de Sudamérica, tierra de ínfulas y sueños, de despechos y realidades, de pasión y gloria. Allí lo crió un potrero y el mundo aprendió su nombre desde que se presentó ante la gente volviendo loco a Mourinho y su plan defensivo el día que cayó el Chelsea y el ciclo del fútbol viró ciento ochenta grados buscando fortuna en el pie izquierdo de un niño que llegará a hombre colmado de honores.

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