Llevaba días con la entrada sobre la mesilla. La acariciaba cada noche, justo antes de dormirme, la imaginaba en su lugar de destino, picada por un torno, dándome acceso a ese lugar donde los sueños se convierten en verdades y donde las verdades viven más allá del resultado. Un lugar donde los deseos viven en forma de canción y las canciones viven en el seno de la leyenda.
Cuando el sorteo dirimió, por capricho, que el rival
sería el Liverpool, activé el móvil, envié un mensaje y supe la respuesta
incluso antes de recibirla.
“Nos vamos a Anfield ¿No?”
“Of Course”.
Charly era, más que un amigo, un compañero de vida.
Con él había celebrado un doblete, llorado un descenso y gritado, indignado, a
todos aquellos tipos que, durante una década, se dedicaron a ensuciar el escudo
del equipo y a desprestigiar una historia que, con sus más y sus menos, llevaba
grabada la palabra grandeza junto al nombre del equipo. Habíamos soñado juntos,
reído juntos e incluso habíamos llorado en silencio mientras nos ofrecíamos un abrazo
y nos regalábamos una palmada en la espalda que decía otra vez será y lo nuestro
es siempre volver a levantarse.
Así que no íbamos a dejar pasar una oportunidad como
aquella. Habíamos viajado a Alemania, a Rumanía, a Italia, a Portugal y alguna
que otra vez a Inglaterra, pero no habíamos podido estar en Anfield ni cuando
Pernía metió una pierna sin contactar, ni cuando Forlán estrelló contra la red
todos los malos augurios que habían conducido al equipo hacia su
autodestrucción. Aquella semifinal de Europa League la había visto con Charly
en el bar de Cisco, bebiendo cerveza, gritando a la tele y cantando el gol con
toda la energía que le supuraba del alma.
El bar de Cisco era un templo sagrado. Allí se servían
las mejores cañas de cerveza y las mejores tapas de morro de cerdo a la
plancha. Los olores, peculiares y ya familiares se entremezclaban con las
voces. La gente acudía allí a emborracharse, a liberarse, a recordar y, sobre
todo, a aislarse de un mundo que les tenía agarrados por las pelotas.
Y nosotros acudíamos allí a ver los partidos del
Atleti como visitante, a llenar la barriga de cerveza, a eructar y a gritar
como animales mientras nos tocábamos las pelotas y mandábamos al carajo a los
aficionados del equipo rival mediante cortes de manga y dedos corazones mostrándose
en el aire como un arma arrojadiza ante la amenaza.
Lo único que mostrábamos era nuestra estupidez y,
sobre todo, nuestra mala educación, pero no nos quedaban modales ni nos quedaba
paciencia. A primeros de febrero, y sufriendo por el resultado del sorteo para
los octavos de Champions, el Madrid nos ganó por uno a cero después de
escamotearnos el penalti de rigor y acabamos a tortas con alguno de los
clientes del Cisco después de que nos cantasen el gol y la victoria a veinte
centímetros de nuestras narices.
La violencia nunca fue el camino correcto hacia la
razón, pero para nosotros era el camino más corto hacia el silencio, porque
mientras golpeábamos nos olvidábamos de todo; de las derrotas, de la
frustración y de la rabia por no tener un equipo acorde a nuestras
expectativas. Aun así, seguíamos creyendo en él. Aun así, sabíamos que Anfield
nos esperaba con los brazos abiertos y las ganas en todo lo alto.
Aquella semana la pasamos de casa al trabajo y del
trabajo a casa mientras veíamos en las noticias como un montón de chinos se
morían por un virus que estaba asolando una de sus regiones. Como aquello nos
pillaba lejos y nosotros sólo pensábamos en rojo y blanco nos dejamos llevar
por las verdaderas noticias que nos importaban y eran las que nos decían que la
redención debería llegar el sábado en el partido ante el Granada. Los chinos
seguían muriendo por miles pero nosotros le ganamos al Granada y ninguno
quisimos pensar en ello. Para qué preocuparse por algo que estaba ocurriendo a
miles de kilómetros y que no dejaba de ser sino otra gripe estacional como
aquellas otras con las que tanto nos amenazaron y al final no significaron más
que una alarma en lugar de una realidad.
Con la entrada para Anfield guardada en el cajón de
los sueños pendientes de cumplir, nos dedicamos a trabajar y a vivir la vida y
la monotonía de la manera más rutinaria posible mientras conseguíamos vuelos de
bajo coste y billetes de tren que nos llevarían desde Londres hasta Liverpool
en un viaje de tres horas con la garganta preparada y los ojos encendidos.
Beberíamos cerveza, recorreríamos Penny Lane y
cantaríamos en The Cavern mientras algún solista nos deleitase con alguna
versión de los Beatles. La penúltima sería en The Albert y rendiríamos
pleitesía al viejo Bill Shankly antes de buscar nuestro lugar en el estadio y
prepararnos para una noche de infarto.
El viernes empatamos a dos en Mestalla después de un
partido más que decente y nos pusimos el traje de aficionados en una semana que
nos debería hacer entrar en los libros de historia. El Liverpool llevaba casi
un año sin perder, era líder destacado de la Premier League y practicaba el
contragolpe con la precisión y la belleza de los más grandes de la historia.
Nadie decía que éramos favoritos y sin embargo llegamos al Metropolitano
insuflados de ánimo y ebrios de cerveza.
El autobús buscó un hueco entre nuestros cuerpos,
nuestras bengalas y nuestros gritos de ánimo, y el equipo, encendido por el
recibimiento y empujado por la responsabilidad, se marcó uno de esos partidos
en los que no deja jugar a su rival y sabe sacar máximo rendimiento de sus
oportunidades. Uno a cero, gol de Saúl y nos vemos en Anfield, colegas y va a
ser muy duro.
Duros estaba siendo, en realidad, aquellos días en el
norte de Italia. El Valencia había jugado en Milán y se comentaba aquel viaje
como una temeridad por parte de los aficionados españoles. Más allá de las
realidades estaba lo que nos contaban. Es una gripe, chavales, no es para
tanto, y por qué nos íbamos a preocupar nosotros por una gripe si ya habíamos sufrido a Messi, a Cristiano y a la madre que los parió a los dos juntos.
La inercia positiva nos hizo ganar al Villarreal por
tres goles a uno después de un buen partido y a pesar de haber empezado
perdiendo. Por segundo año consecutivo, le ganábamos al Villarreal en casa, lo
que no era mala noticia viendo lo que había ocurrido en temporadas anteriores.
Ese equipo se nos atascaba como pocos, igual que se atascaba la salud de muchos
italianos en el norte. Por ello, cuando visitamos al Espanyol el día uno de
marzo, en el bar de Cisco había un par de locos con una mascarilla. Nos reímos
por lo bajini de ellos mientras, por otro lado, nos condenábamos a galeras
mentalmente por el paupérrimo juego ofrecido por el equipo.
El Atleti como ya le ocurría a algunos españoles,
andaba flojo de salud. Por vez primera, aquel segundo día de marzo, tras
regresar del trabajo y mirar el telediario, temimos por la factibilidad de
nuestro viaje a Liverpool. Aun así, preferimos obviar el peligro y durante toda
la semana anduvimos quedando en bares y negocios para charlar, beber cerveza y
olvidarnos de un mundo que quería mandarnos a todos a tomar por saco.
El viernes me levanté con una tos molesta a la que
quise quitar importancia. Sería la primavera, o el tabaco, o váyase usted a
saber qué. El caso es que, aunque molesta, fue remitiendo a lo largo del día
con copas de anís y cigarrillos intempestivos. Charly y yo nos despedimos con
un abrazo y quedamos para ir el día siguiente al Metropolitano para darle caña
al Sevilla y tomarnos unas birras antes y después.
Lo que sentí el sábado, además de tos, fue una
sensación de malestar que me había robado las ganas hasta de levantarme de la
cama. Intenté tomarme un café pero pronto descubrí que no me sabía a nada.
Defequé, de un tiró, toda la cena de la noche anterior y me alarmé al comprobar
que mi olfato no podía detectar ni un ápice de aquel mal olor. Alertado por la sensación,
me puse un termómetro en la axila y el pitido, segundos después, me alertó de
una temperatura anómala; treinta y ocho coma dos.
Acojonado por las noticias que iban llegando y alarmado por la situación sanitaria, marqué un número de teléfono que había
encontrado en internet, pero allí no había información ni atención. Directamente, tras la línea, no había nadie. Sonaba y sonaba y nadie respondía
y yo cada vez me sentía peor, no sé si fruto de los síntomas o fruto del miedo.
El caso es que me tomé dos paracetamoles y me tumbé a esperar a que hiciesen
efecto mientras escuchaba en la radio las impresiones del partido que, el día
anterior, habían jugado Alavés y Valencia y que había puesto al equipo Che, una
vez más, en la picota de la mala planificación y el abismo de una temporada sin
objetivos.
Con el sonido de la voz del locutor, me quedé dormido
y desperté una hora más tarde con el cuerpo repuesto y los ánimos, de nuevo,
encendidos. Tenía ganas de partido. Volví a recalentar el café y lo apuré de un
trago queriendo creer que el sabor amargo me había inundado la boca. Volví a
colocarme el termómetro y la temperatura regresó a los treinta y seis grados
habituales, desapareció el malestar y el dolor de estómago, así que me puse la
rojiblanca, marqué el número de Charly y le emplacé a las dos y media en la
puerta del treinta y cinco. El ritual de siempre; un par de birras, unas
cuantas risas, tres cánticos y al fondo con los de siempre.
La cerveza nos calentó el alma y nos entonó el ánimo.
Con la garganta encendida olvidamos los dolores y quisimos apagar la tos con
las canciones previas a cada partido. Era un madridista quien no botase, un
vikingo quien no cantase y un desarraigado quien no pusiera lo que había que
poner para ganarle al Sevilla y colocarnos en la posición de privilegio que ya
nos pertenecía por derecho propio.
Incluso nos permitimos el lujo, en plena previa, y ya
situados en nuestros sitios de fondo sur, de planificar la hora de quedada para
llegar con tiempo a la Terminal cuatro del aeropuerto y poder tomar un café
caliente antes de hacer el embarque. El miércoles a las seis de la mañana en el
andén de Metro de Nuevos Ministerios.
El partido ante el Sevilla fue un quiero y no puedo y
nos dejó una sensación de amargor en la boca que difícilmente se iba a
conseguir quitar ante el campeón de Europa. A pesar de dominar durante gran
parte del encuentro y de gozar de las mejores ocasiones, no conseguimos pasar
del empate a dos después de conceder una ocasión clara y un penalti en dos
acciones defensivas absurdas. Difícil sorprender al Liverpool en casa con
semejante nivel de concentración.
Pero nada nos iba a impedir dejar de creer; ni el
resultado ante el Sevilla, ni la fortaleza del Liverpool, ni mucho menos esa
enfermedad que decían se extendía por España e iba a impedir realizar viajes
más allá de nuestras fronteras.
Cómo íbamos a imaginar entonces cuánto de estúpidas
eran nuestra ilusiones. El domingo casi no pude levantarme de la cama, y cuando
lo hice fue dando bandazos de pared en pared hasta llegar al salón y poder
ponerme el termómetro. Treinta y nueve con tres. Inmediatamente traté de
acompasar la respiración pensando que el ahogo me lo estaba produciendo el
estado de nervios, pero rápidamente me di cuenta de que tenía los pulmones
bloqueados y apenas podía expulsar el aire que exhalaba.
Me temblaba la mano cuando agarré el móvil, tanto que
apenas fui capaz de marcar el uno, uno, dos. Lo conseguí a la sexta y tras
muchas dificultades. Tras un largo esfuerzo por aplacar la voz logré decirle al
operador que me estaba muriendo y que necesitaba que una ambulancia viniese a
por mí. Cuando me preguntó por la dirección de mi domicilio se me vino el mundo
encima, no tenía aire para aguantar hablando durante más de dos segundos. Tardé
dos minutos en poder decirle dónde vivía y cómo me llamaba. Cuando sonó el
timbre habían pasado veinticinco minutos y yo ya creía que habían pasado
veinticinco días.
Me derrumbé nada más abrirles la puerta. En un
sinsentido que me llevó a navegar más allá de la realidad, pude notar como me
introducían un tubo por la boca, como presionaban mi pecho para tratar de
reanimarme y como me subían, a duras penas, a una camilla que no entraba por el
ascensor. No recuerdo como llegué al hospital. Supongo que cerraron la puerta
sin preguntar, que me bajaron como buenamente pudieron y que me introdujeron en
la ambulancia para buscarme un sitio en la UCI del hospital más cercano.
Pude abrir los ojos una hora y media más tarde.
Comprobé, en un estado de calma inusual, totalmente drogado por los calmantes,
como me habían enchufado a un monitor y como una máscara, enchufada a la toma de
oxígeno, tapaba gran parte de mi cara. Y como apenas podía moverme. Pero lo que
más me alertó fue el tremendo dolor que sentí en el pecho cuando hice el amago
de toser.
Dos señoras vestidas de blanco se acercaron a mí y
manipularon los tubos y la vía que me unía a ellos mediante un mecanismo enchufado en el brazo.
Creo que me inyectaron un calmante porque no tardé en volver a perder la
consciencia. Cuando la recuperé ya no podía ni toser porque tenía la garganta
perforada y un tubo enganchado a la misma directamente. Supuse que aquello iba a parar a la toma de
oxígeno. Mis suposiciones empezaron a ganarle terreno a las certezas ya que no
podía ver nada de lo que ocurría en la habitación; me encontraba boca abajo y
era presa de una incomodidad tan latente que, por momentos, me daban
tentaciones de querer terminar con todo allí mismo y en aquel preciso momento.
Durante un tiempo alterné momentos de extraña lucidez
con otros en los que sentía como los párpados me pesaban y terminaba sumiéndome
en un extraño estado de somnolencia donde las pesadillas le ganaban a los sueños
y donde el dolor le ganaba siempre a la incomodidad. Con los brazos atrapados y
la garganta perforada, me pregunté si no era mejor morir, y si no hubiese sido
mejor quedarse en casa cualquiera de esos días en los que empecé a toser y
preferí mirar hacia otro lado antes que afrontar que aquello de lo que tanto
hablaban en la televisión era realmente una amenaza y no una simple noticia
lejana.
Me ardía el pecho, pero no tanto como lo hacía la
garganta. No podía respirar por mí mismo y no tardé en darme cuenta, en aquel
estado de semiinconsciencia, de que era presa de una máquina y mi respiración
era más mecánica que natural. Dormía y despertaba, despertaba y volvía a
dormir, me alimentaban a través de una vía enchufada a mi mano derecha, por
donde también entraba medicina y que tenía colocada en una postura antinatural
que me provocaba incomodidad y ganas de arrancarme el brazo y salir corriendo.
Perdí la noción del tiempo de tal manera que no supe, ni intuí, cuanto tiempo estuve intubado boca abajo hasta que el sonido del móvil
de una de las enfermeras me devolvió al mundo real. En aquella combinación
siniestra entre la realidad y el mundo de las pesadillas, en aquel estado de
letargo en el que los minutos eran horas y las horas eran años mientras
intentaba luchar contra mis párpados y buscaba un resquicio de aire dentro de
mis pulmones, la voz de un locutor de radio me dio una bofetada de realidad. Yo
debería estar en Anfield y estaba postrado en la cama de un hospital. Debería
estar animando a mi equipo, ebrio de cerveza e ilusión y, sin embargo, mi lucha
no era la de obtener el billete para cuartos de final sino la de intentar salir
con vida de aquella habitación donde los pitidos de una máquina acompañaban el
son de mis sueños desesperanzadores.
La enfermera
iba y venía. Me colocaba la sonda, comprobaba mis constantes, me tomaba la
temperatura, miraba la saturación e, inmediatamente, se iba alejando mientras
pasaba revisión al resto de box de la Unidad de Cuidados Intensivos. Pero el
sonido de la radio, retransmitiendo el partido del Atleti no dejaba de sonar, y
a medida que se alejaba yo iba perdiendo la comba de la narración hasta que el
sonido se convertía en un susurro y, otra vez, en nada. Y así una y otra vez.
El Liverpool dominaba, Oblak paraba y el Atleti, según decían, parecía que
aguantaba ¿Irían cero a cero?
No sé cuánto tiempo permanecí dormido en aquel letargo
en el que se había convertido mi vida, pero hubo un momento en el que desperté
para creer que, sí, entonces ya estaba muriendo. Coincidió la falta de aire, el
malestar general y la sensación de tener el cuerpo ardiendo cuando la radio me
devolvió el sonido de un gol. Liverpool dos, Atlético de Madrid cero. Primera
parte de la prórroga.
Sentí como me bombeaban el aire, como presionaban mi
pecho, como trataban de recuperar mis constantes. El móvil, con la voz del
locutor, seguía sonando, en voz baja, pero lo suficientemente alta como para
llevármela al otro mundo como el último sonido que había escuchado en mi vida.
Y encima, el cabronazo, me estaba relatando una derrota del Atleti. Un Atleti
eliminado y un hincha muerto. Caprichos inmóviles de la vida.
Estaba a punto de espirar el último aliento de mi vida
cuando una voz, seguida de un alboroto, se coló en el box y mi corazón volvió a
bombear, como por arte de magia. Llámenlo milagro. Llámenlo Llorente.
Porque ese es el nombre que escuchaba sin cesar.
Llorente, Llorente, Llorente. Yo quería sacar aquel entumecimiento de mi cabeza
y saber, de una puñetera vez, quien era ese tipo del que tanto hablaban porque
el sobrino nieto del extremo del Madrid de los cincuenta no podía ser. Era un
mediocentro sin condiciones para el pase y sin habilidades para la conducción.
Llorente, Llorente, Llorente.
-
¿Qué pasa? – Escuché preguntar a una enfermera. O igual
era una auxiliar. O un médico. O alguien que pasaba por allí en zapatillas de
andar por casa.
-
Gol del Atleti.
Se dispararon las constantes. Se aceleró el pulso, aumentaron los
latidos, subió la saturación, sentí como el aire, de repente, regresaba a mis
pulmones.
-
¿Otro?
-
Sí. Empate a dos. Los dos goles de Llorente.
Llorente, Llorente, Llorente.
En aquel momento abrí los ojos. Como dos resortes empujados por la
necesidad de atención, saltaron mis párpados hacia arriba y quedé con la mirada
expuesta hacia el vacío que había bajo el colchón. Sábanas, suelo y unos zuecos
desgastados.
-
Se está recuperando. – Dijo la voz.
-
Como el Atleti. – Contestó la chica que portaba la radio.
Con el tercer gol, el de Morata, comencé a toser sonoramente. Ya no
necesitaba intubación, es más, aquel aparato del demonio me estaba produciendo
una asfixia horrible e insoportable. Sentí como las flemas se amontonaban en la
garganta e intenté respirar hondo, pero lo único que pude hacer es toser con un
sonido casi agónico.
-
¡Corre, desintúbale!
Sentí el alivio cuando me sacaron el tubo de la tráquea y pude respirar,
por fin, por mis propios medios. Me manipularon y me colocaron boca arriba. El
locutor de radio cantó el final del partido y la clasificación del Atleti para
los cuartos de final de la Champions League y yo, de repente, pude esbozar una
forzada sonrisa.
-
Parece que está contento.
-
Quién lo diría. Hace unos minutos pensábamos que se
iba.
Llorente, Llorente, Llorente.
Y en aquel, momento, antes de cerrar los ojos y dejar que el cansancio me
venciese, sentí que mi alma y mi voz estaban en Anfield con todos mis
compañeros de grada.
Así que de eso trataba la felicidad.
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