martes, 4 de junio de 2019

O Fenómeno

La capacidad de asombro de un futbolista se mide, principalmente, por el impacto inicial que supone su aparición. A Ronaldo Nazario, los más eruditos, consumidores de fútbol en la era pre Internet, le conocía de sus primeras andanzas en el Cruzeiro y su explosión en el PSV Eindhoven, pero no eran muchos los que le conocían cuando llegó a Barcelona. Le habíamos visto, durante el verano, liderar con goles a la Brasil subcampeona olímpica, pero no esperábamos esa aparición tan arrebatadora que nos llevó a todos la memoria por delante.

Ronaldo era potencia, era calidad, era definición, era gol. Era una tormenta perfecta en los últimos cuarenta metros, era una manada de búfalos atacando en tromba a la defensa rival, era un torrente incontrolable que se llevaba por delante a quien osara querer detenerle. Fueron cuarenta y siete los goles en aquel curso, la mayoría de ellos de una precisión exquisita, otros tantos precedidos de una demostración de fuerza casi sideral, como aquella tarde en Compostela cuando el frío arreciaba y los asombros asomaban en cada uno de los gestos.

O como aquella vez que se filtró entre la defensa del Valencia y apareció para vacunar, o esa otra que se llevó por delante a la defensa del Deportivo para poner al equipo en la órbita de un campeonato que no terminó ganando. Porque a aquel Barça de Ronaldo se le escapó la liga y ganó todo lo demás, con goles suyos en las finales, con goles decisivos en cada ronda.

Tal fue el impacto generado que las grandes fortunas se encapricharon de él y sus agentes jugaron al gato y el ratón con Núñez hasta terminar por desacreditarlo y mandar al chico a Italia. Allí disfrutó de liderazgo pero le faltó regularidad. El equipo era un quiero y no puedo y, cuando el estallido había iluminado los ojos de San Siro, su rodilla hizo crack y al chico le dijeron que jamás volvería a ser el mismo.

El Ronaldo que regresó no era tan potente, ni tan rápido, ni siquiera tan hábil, pero era listo como un lince y arrollador en el área como siempre. Aprendió a dosificar esfuerzos, aprendió a sobrevivir en la línea de fuera de juego y comprendió que quien arranca primero arranca dos veces. Era un maestro en el mano a mano y un artista en la definición. Ganó el mundial, regresó a España y se colmó de honores mientras el Madrid trataba de darle el único título que le faltó, la Copa de Europa.

No la logró. Turín, Mónaco, Londres y Munich fueron obstáculos insalvables. Pero a aquellas alturas ya todo daba igual. Ronaldo era el mejor jugador de su generación y, posbiblemente, el mejor delantero centro de la historia. Más allá de los títulos quedaba el recuerdo y quedaba, inamovible, aquel impacto inicial en el que demostró que su carrera no iba a ser un cuento de hadas sino una película de acción.


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