miércoles, 8 de septiembre de 2021

Levante, Juan

Las calles de Donostia eran un conglomerado de nervios y las calles de Gijón eran una locura. La Real era el equipo del pueblo y, sobre todo, un grupo de amigos que empujaban a una en pos de una gloria que jamás habían alcanzado. Atrás quedaban los años en lo que se había convertido en equipo ascensor y, asentado en Primera desde mediados de los sesenta, se había ido consolidando poco a poco hasta cuajar un equipo casi indestructible. Una veintena de jugadores de casa dispuestos a morir por el escudo del balón y la franja azul.

Hay nervios en la expedición. Nadie ha dicho nada pero Zamora, el motor del equipo, se queja de un tirón muscular. El fisio masajea y masajea y le pide a Zamora que haga un último esfuerzo, pero sin cometer locuras. Finalmente, da el visto bueno y el entrenador, el gran Ormaetxea, padre de todos, le incluye en el once titular. Lógicamente, con el número diez.

Basta un punto, así que el mensaje es claro: "No nos pongamos nerviosos". Y así sale el equipo, con aplomo y tratando de que el partido no se le vaya de las manos. Ha llovido mucho en Gijón durante las horas previas y el campo está encharcado. "Mejor", piensan, "Estamos acostumbrados al barro". El Sporting no se juega nada y mira. No pasa gran cosa durante los primeros minutos. La Real es campeón y no necesita más, el Madrid empata en Zorrilla y todo está saliendo según lo planeado.

Todos están de acuerdo en el que la fortaleza de la Real reside en su sistema defensivo. Es un equipo muy solidario en el que todos trabajan a destajo. En la línea de retaguardia, Olaizola, Górriz y Celayeta se encargan de los marcajes más intensos y el mariscal Kortabarria es el jefe sobre que el pasa todo el juego desde la línea de atrás. Un tipo sobrio, sin demasiados excesos, que se hace respetar con pocas palabras y mucha intensidad. Le pega bien a la pelota, muy fuerte, y eso será un arma a utilizar durante la primera gran jugada del partido.

Porque López Ufarte es objeto de un claro penalti cometido por Maceda tras un grave error de Redondo y Kortabarria se acerca al área para ultimar el pacto al que había llegado con el pequeño extremo del equipo. López Ufarte tiraba los penaltis excepto si se los hacían a él. "Si me lo hace a mí, lo tiras tú", le había dicho al número seis, así que Kortabarria colocó el balón en el punto de penalti y se dispuso a escribir la primera página de una bonita historia.

Porque el sueño ya se había convertido en pesadilla durante la temporada anterior, cuando el equipo había batido el récord de imbatibilidad de la historia de la liga pero no había sido capaz de levantar el trofeo después de una derrota en Sevilla que aún escocía en el alma y supuraba el corazón de cada uno de los seguidores y jugadores txuri urdines, sí que no debían volver a repetir la historia, aquel penalti debía ir dentro al igual que fue dentro aquel maldito penalti que les pitaron en contra en el último minuto en el Bernabéu durante la temporada anterior y del que se estuvieron acordando durante todo el verano. Porque ya debían haber sido campeones antes y, sin embargo, no habían sabido, o no les habían dejado, mantener un resultado que les era más que favorable.

Y es que el Bernabéu seguía siendo su asignatura pendiente. Aquella temporada habían vuelto a perder, merced a un gol de Santillana y, entre unos resultados y otros, ahí estaban ambos de nuevo, una vez más, jugándose una liga que el Madrid creía suya por derecho y a la que la Real seguía aspirando por propósito. Así que Kortabarria coloca la pelota con decisión y su pierna derecha es la pierna derecha de toda Guipúzcoa. La pega fuerte, arriba, como indican los cánones y la Real, que necesita un punto ya tiene dos. Sólo tiene que aguantar, cumplir el trámite y festejar.

Pero queda mucho. Un mundo. El Molinón no se siente a disgusto viendo a la Real campeonar porque a ellos, hacía dos años, un árbitro les había agraviado cuando se jugaban la liga contra el Real Madrid, así que, puestos a elegir, prefieren ver levantar la copa al vecino vasco que al tirano de la capital. Así que todos los condicionantes están a favor; el resultado, el público y la euforia. Pero llega la ansiedad, algo con lo que no contaban, porque ganar es muy bonito, pero muy difícil. Hay un momento en el que te llega el vértigo y hay que saber lidiar con él, saber controlarlo, saber superarlo. Y el Sporting, encima, aprieta de lo lindo, no se juega nada pero disputa cada pelota como si se jugase la vida. Todos sospechan una verdad que nadie cuenta y es que el Madrid ha primado al Sporting y estos tratan de hacer el partido de su vida para disgusto de su público. El Molinón está lleno de gijonenses y de guipuzcoanos y todos sienten angustia, porque no lo ven claro, porque se temen lo peor.

Y lo peor llega en los peores minutos. Uno antes del descanso y uno después del mismo. Manolo Mesa mete el pie en dos ocasiones y las dos veces la pelota entra dentro de la portería de la Real. Son dos goles evitables, sí, pero goles al fin y al cabo. Y la liga está perdida y las esperanzas mueren, y la euforia se apaga de repente.

Le toca a la Real jugar, proponer y, al menos empatar. Y para ello ha de dar vida a su línea de delanteros. Idígoras es el enlace entre el medio y el punta, algo escorado a la izquierda, siempre batallador y goleador puntual, porque el gol es cosa de Satrústegui, el máximo goleador histórico del equipo y el tipo que caza goles como quien caza liebres con su escopeta, y la magia es propiedad privada de López Ufarte, un pequeño genio acodado a la derecha que inventa regates inverosímiles y regala goles tangibles. Pero el pequeño diablo está aislado, taponado por Redondo y ahogado por las circunstancias. Los centro terminan en las manos de Castro y las jugadas terminan despejadas por la zaga del Sporting. No hay liga, no hay vida, no hay esperanza.

Otra vez igual, como cuando perdieron en Sevilla por dos goles a uno a pesar de jugar contra nueve jugadores y llevar treinta y ocho partidos sin perder. Allí habían perdido una liga que tocaban con los dedos y la historia, cruel y perversa con quien no está acostumbrado a escribirla, estaba a punto de darles otro revés. Y eso que habían sabido aprovechar todas las circunstancias. A diez jornadas del final estaban en la séptima posición, pero el Barcelona se había hundido por el secuestro de Quini y el Atlético se había desquiciado después de un arbitraje polémico en el Calderón. Y ahí habían estado, ganándole al Sporting en casa durante más de media hora y viendo como el tiempo pasaba y el Sporting, que era un equipazo, les privaba de la gloria y la historia.

Castro bajaba cada balón con las manos y la Real, que no ganaba un título desde la Copa de 1909, iba camino de completar un siglo en blanco, toda una historia. Y eso que contaba con la mejor generación de futbolistas posibles, comandados por el gran Alberto Ormaetxea, ideólogo en la sombra y sujetados por los milagros impredecibles de Luis Arconada, el ídolo de todos los niños del país quienes bajaban al descampado con sus guantes y sus rodilleras para parecerse, durante unos minutos, al mejor portero de España.

Tal era su influencia que, cada vez que Atocha veía como a su equipo le pitaban un penalti en contra, toda la afición, en coro, entonaba una coplilla que transcendió a cada rincón del país: "No pasa nada, tenemos a Arconada". Pero Arconada no había podido detener los disparos picudos de Mesa y la Real se estaba ahogando en los charcos de El Molinón en una veintiséis de abril que iba camino de convertirse en maldito.

Ni lo arreglaba Satrústegui, ni lo arreglaba Arconada, ni lo arreglaba la excelsa sala de máquinas sujetada por Diego y Alonso y dirigida por Ricardo Zamora. Zamora era un centrocampista con alma de goleador, un poco el Platini del Norte, en una época en la que el jugador francés estaba de moda después de haberse coronado como mejor jugador de la liga francesa. Un verso libre que ponía el toque de distinción a un equipo intenso que contragolpeaba con furia. Pero de nada servía ahora la furia y la ilusión, el Madrid era campeón y el Sporting estaba metido en su área, despejando cada centro, convirtiendo en inútil cualquier esfuerzo. Pero en la última jugada algo intuye Zamora para permanecer dentro del área. El centro de Olaizola, largo, lo ha despejado Castro y ha llegado hasta Kortabarria, totalmente sólo en el círculo central, que lo ha jugado, abierto hacia Alonso, Alonso la pone al área, con más corazón que cabeza y el balón, medio despejado, cae a los pies de Górriz quien amaga un disparo que no termina de salir, con ese gesto y ese error, la zaga del Sporting se ha adelantado y ha dejado solo a Zamora quien, de repente, se ve con el balón en los pies y la portería delante de él. El disparo es fuerte, pero sale demasiado centrado, parece fácil para Castro pero el portero del Sporting sólo toca el balón sin acertar a despejarlo. Cuando todos, incluidos jugadores y aficionados, quieren abrir los ojos, el balón está tocando las redes ¡Gol! El entusiasmo es generalizado, la locura es irremediable.

"Tu peor tiro fue tu mejor pase", le recuerda Zamora a Górriz y ambos, abrazados, recorren el campo de vuelta al juego sabiendo que ese título cambiará la historia del club. Después vinieron más; otra liga, una Copa y una Supercopa, pero ninguno tuvo el sabor a éxito glorioso como lo tuvo aquella liga ganada en Gijón en el último minuto. Empapados de agua y sudor, manchados de barro y gloria, marcados por las lágrimas y la euforia, los jugadores de la Real dieron la vuelta al campo mientras, en Guipúzcoa, miles de aficionados vibraban con la voz de Josean Alkorta en sus radios y con la ilusión por las certezas cumplidas erizando su piel. Aquellos chicos de casa le habían dado al equipo la mayor gloria de su historia, aquel equipo se había ganado, por derecho propio, un lugar privilegiado en el imaginario colectivo del aficionado español.

El Madrid, que había hecho sus deberes ganando por un gol a tres al Valladolid, esperaba sobre el césped de Pucela a la resolución del partido de Gijón, entre ellos, Juanito, de rodillas en el centro del campo, pues había prometido hacer el camino hacia vestuario de esa manera en caso de ganar la liga, cuando un revuelo azota los oídos de la plantilla. Hay gol en Gijón. Alguien, nervioso, y antes de escuchar el veredicto, dice que es gol del Sporting, el tercero, con lo que Juanito comienza a caminar con ambas rodillas y los brazos en cruz. Otra liga. Somos el Madrid, cómo dudar de nosotros. Pero alguien hace saber a Boskov que la información recibida es errónea. Es gol de la Real, son campeones. Por lo que el entrenador yugoslavo se dirige hacia su futbolista y le dice, resignado: "Levante, Juan, se lo han merecido".

Lo habían merecido ya el año anterior cuando no fueron capaces de rematar su faena en el Sánchez Pizjuán muertos de miedo y lo habían merecido aquel año después de cinco victorias consecutivas y de recoger todos los cadáveres que quedaban en el camino. Se cayó el Atlético, se cayó el Barça y no le alcanzó al Athletic. Atotxa volvió a ser un fortín y la Real ganó su primera liga en un último suspiro que aún permanece en el recuerdo de todos los que vivieron aquel domingo pegado a un transistor o empapándose hasta los huesos en la grada de un Molinón que terminó postrado a sus pies.

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