jueves, 21 de febrero de 2019

El escupitajo de Rijkaard




Las rivalidades tienen connotaciones tan dispares que resulta difícil discernir cuál puede ser el motivo de ciertos comportamientos. A menudo, nos encontramos con personas tan amablemente calmadas que nos resulta imposible imaginarles en un estado de histeria. Cuando el hombre pierde los nervios pierde, generalmente la razón. Y cuando el escaparate es el lugar hacia el que el mundo pierde todas sus miradas, es cuando la salida de tono pasa de ser comidilla a leyenda.

Nadie sabe qué le ocurrió exactamente a Frank Rijkaard en el verano de 1990 para perder los papeles hasta el punto de convertirse en enemigo del mundo. El tipo tranquilo, correcto y cortés que entrenó al Barça durante la primera década del siglo, había sido señalado, años atrás, por un momento concreto; el momento en el que se convirtió en un pendenciero de poca monta destrozando su prestigio después de escupir durante dos ocasiones al delantero alemán Rudi Völler.

El punto de partida de cada historia se puede ubicar en el hito de la rivalidad. Dicen que los holandeses pasaron año odiando a los alemanes. No sería descabellado pensarlo en tanto y cuando los nazis invadieron holanda y exterminaron a medio millón de judíos al tiempo que sometían al resto de la población. De aquí nacieron odios que, como muchos otros, se extrapolaron al mundo del deporte. La final perdida en el setenta y cuatro es, para los holandeses, la madre de todas las derrotas. El título ganado por Holanda en el ochenta y ocho en tierras teutonas, fue celebrado por Ronald Koeman, según las malas lenguas, pasándose por el trasero la camiseta que el alemán Olaf Thon le había regalado tras la semifinal.

Puede que Rijkaard hubiese crecido influido por aquellas historias de nazis y judíos. Puede que odiase a los alemanes como tantos otros, puede que aquello, para él fuese más que un duelo. Pero lo cierto es que hacía semanas que se había separado de su mujer, había afrontado el mundial sin apenas preparación tras la celebración de la Copa de Europa y se había reencontrado con uno de los delanteros que más quebraderos de cabeza le había dado durante su etapa en el Calcio. Mediaron las palabras y, en el minuto veinte, el centrocampista holandés arrolló a Gullit en una entrada que bien valió la tarjeta amarilla. Cuando fue a recuperar la posición, escupió en el cabello rizado del alemán y este se volvió loco ante el colegadio argentino Juan Carlos Loustau. El árbitro, deseoso de de que el partido no se le fuese de las manos, amonestó a Völler. Yo no he visto nada, vuelva usted al juego.

Y el juego volvió con un balón colgado por Brehme al corazón del área holandesa. Allí emergió Van Breukelen, el gato de Utrech, para acomodar el balón entre el pecho y los brazos, pero Völler, revolucionado por la acción anterior, buscó una pelota imposible haciendo falta al guardameta. Van Breukelen recriminó a Völler la entrada y Rijkaard que ya venía caliente, comenzó de nuevo a increparle de forma aviesa. La discusión se fue de madre y el árbitro, antes de llamar al diálogo, los mando a ambos al vestuario con sendas tarjetas rojas.

Aquello no fue sino el preludio de la batalla final. Camino de vestuarios, Völler se anticipó a Rijkaard con una única intención; partirle la cara. Y el hecho hubiese sucedido sino hubiesen mediado técnicos de ambas selecciones. Ambos jugadores fueron sancionados, Alemania ganó el partido y Völler no pudo disputar el partido de cuartos de final. Fue un verano alemán en tierras italianas. Holanda fue el primer escollo; después llegarían las agonías ante Checoslovaquia e Inglaterra (el camino estaba minado de viejos enemigos) y la apoteosis final ante Argentina. Atrás quedaba, también, el sueño holandés de coronarse como una selección irrepetible. Cuando Van Basten, Gullit y Rijkaard quisieron jugar otro mundial, a uno le habían podido las lesiones, a otro la edad y al último, la vergüenza. Rijkaard será para siempre señalado en Alemania como un sucio defensor y, en Holanda, será siempre admirado por ser el tipo que se atrevió a ofender, por fin, a la poderosa nación teutona.

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