lunes, 28 de noviembre de 2022

Desde el fondo del pozo

Cuando el marroquí Said Belgola pitó el final del partido entre Francia y Brasil que coronaba a los franceses como campeones del mundo en París, Ronaldo Nazario, el fenómeno creyó que allí terminaba la peor de sus pesadillas. Apenas veinticuatro horas antes, una voz de alarma sonó en los pasillos del hotel donde se concentraba la selección brasileña: Ronaldo se moría. Si jugó aquel partido no fue por prescripción medica sino por imperativo moral. No debió hacerlo. Brasil no compareció y Francia ganó por apabullamiento físico. Quedaban cuatro años para llegar a Tokio y debían volver a empezar. Lo que nadie sabía entonces es que el camino a seguir se iba a convertir en poco menos que una pesadilla.

Tras una primera temporada fabulosa en el Inter de Milán, Ronaldo siguió siendo el mejor jugador del mundo durante la temporada siguiente. El Balón de Oro fue para Zidane, el mago francés que ejerció de ejecutor en la final del mundial, pero el tipo más decisivo era brasileño y lucía el número nueve. Por ello, cuando comenzó la temporada 1999-2000 todos exigían ya que el Inter diese el paso definitivo hacia la gloria.

Sucede en el Inter una mal gestionada autoexigencia que, a menudo, le ha conducido hacia la autodestrucción. Durante los noventa y hasta muy avanzados los dos mil, el equipo invertía sin techo y cada año comenzaba un nuevo proyecto entregando las riendas a un entrenador diferente. Mientras Milan y Juventus crecían exponencialmente, el Inter miraba de soslayo como otros equipos, aparentemente menores como Lazio y Parma, no sólo le mantenían el pulso sino que, en muchas ocasiones, incluso le superaba. Por ello, cuando el enésimo proyecto estaba agotado, Moratti le dio las riendas a la desesperada a Marcelo Lippi y la hinchada respiró hondo creyendo que aquella iba a ser la definitiva.

Pero la idiosincrasia del Inter no es la misma que la de la Juve, menos dada la extravagancia y más a la concordancia. Lippi fracasó en el Inter y antes de hacer las maletas camino de regreso a Turín, hubo de ver como algunos de sus mejores jugadores se marchaban a sudamérica para iniciar la fase de clasificación de cara al mundial de Japón y Corea.

En el primer partido de la misma, Brasil se enfrentó a Colombia y rascó un punto en Bogotá ante Colombia. Ronaldo, que había tenido molestias musculares durante las últimas semanas, no fue convocado por Wanderley Luxemburgo quien formó con la dupla formada por Jardel y Elber, dos de los delanteros de moda del fútbol europeo y que nunca más volvería a coincidir en toda la fase de clasificación.

El siguiente partido sería en Toledo ante Ecuador. El comienzo no había sido el mejor y lo peor, más allá del resultado, había sido la imagen ofrecida. Un equipo plano, sin ideas y que terminó dando por bueno el empate. Luxemburgo hubo de sufrir la feroz crítica y apostó sus fichas a la carta del mejor jugador del mundo. Con Ronaldo será otra cosa.

Ronaldo reapareció el día doce de abril del 2000 en un partido ante el Lazio. Su objetivo era ponerse en forma de cara al sprint final de temporada y así ayudar a su selección en el objetivo de clasificarse para el mundial de Japón y Corea. Apenas seis minutos después de ingresar en el terreno de juego, mediada la segunda parte, encara a Fernando Couto en la frontal del área y cuando quiere tirar dos bicicletas siente un chasquido en su pierna derecha. La caída es instantánea, el dolor es escalofriante, acuden los médicos, los compañeros se echan las manos a la cabeza y el jugador es retirado en camilla entre lágrimas y aullidos. Los pronósticos, de primeras funestos, no pueden confirmarse de peor manera; rotura del tendón rotuliano y una baja tan prolongada como inestimable.

Doce días después, Brasil recibe a Ecuador fundida en la conmoción. Edilson y Marcio Amoroso forman la dupla de ataque y comienza a sumarse un jugador que resultaría decisivo a pesar del comienzo de su declive; Rivaldo. El partido es duro y el doblete de Rivaldo termina por decantarlo a favor de un Brasil que va con la lengua fuera. Ya sin Ronaldo, han de buscarse la vida goleadora por algún lado y es Zago, el central de la Roma quien, aprovechando un balón suelto, pone el cero a uno definitivo en Perú en un partido a cara de perro.

Siete puntos en tres partidos no es el peor botín, pero toca visita de Uruguay a Maracaná y eso siempre hace revivir viejos fantasmas. El partido es un dolor de muelas, Darío Silva marca nada más comenzar el partido y cuando apenas quedan unos minutos para el final, Rivaldo marca un gol que terminaría siendo decisivo. Empate, ocho puntos y toca visita a Paraguay.

Hablar del Paraguay de principios de siglo es hablar de un equipo fuerte, aguerrido, que no regala nada y que, sobre todo, no sabe dudar. Han dejado fuera a España en el anterior mundial y casi dejan fuera a Francia, a la postre campeona. Por ello, Brasil espera un partido incómodo, pero no cuenta con el volteo que le pega la selección paraguaya. Ante un público entusiasmado, Campos marca en los minutos finales y Brasil se ve derrotado por vez primera en la fase de clasificación. No sería la última. Empieza un camino de baches que le llevaría al límite de sus posibilidades.

La preocupación se agranda cuando son conscientes de que el próximo rival es Argentina. El equipo de Bielsa es un rodillo que ha ganado los cinco partidos del grupo y llega a Brasil sediento de sangre. Ante una hincha enfervorizada, Vampeta, hombre de confianza de Luxemburgo, hace el partido de su vida y anota dos goles que hacen respirar a Brasil. Llega la euforia, temida enemiga que juega una mala pasada en el siguiente partido. Brasil visita Santiago de Chile y se lleva un revolcón terrible. En un partido perfecto de los chilenos, los cariocas se ven borrados del mapa y se marchan a casa con un tres a cero harto doloroso. Han pasado siete fechas y el equipo es tercero empatado con Uruguay y Paraguay, todos con once puntos. Los dos siguientes partidos, en teoría, son los más fáciles; esperan Bolivia y Venezuela y Luxemburgo va a tirar de los clásicos.

Romario, como bien dijo Valdano, era un jugador de dibujos animados. Si Luxemburgo decide contar con él es más por necesidad, agobio y presión popular que por verdadera vocación. Su relación nunca fue fácil, pero tener en su casa al mejor goleador de Brasil mientras Ronaldo está lesionado, es un lujo que ningún entrenador se puede permitir. Romario ya es mayor, viene de vuelta y es un habitual en las noches de Río, pero, como decirlo con tres palabras; es un puto genio. Le marca tres a Bolivia y cuatro a Venezuela. De repente, Brasil es segundo, con diecisiete puntos y tiene otra cara. La gente es feliz pero la sonrisa se desdibuja cuando saben que llega Colombia para inaugurar la segunda vuelta de la fase de clasificación y no está Romario. Claro, que tampoco está Luxemburgo quien, harto de desplantes propios y ajenos, decide abrir la puerta y salir corriendo. El partido es un suplicio y Leao, nuevo seleccionador en espera de una asignación más mediática, alinea a França y Edmundo en la línea de ataque. También da minutos a un joven emperador llamado Adriano, pero el partido sólo se resuelve con un gol de Roque Junior en el minuto noventa y tres.

De repente, el equipo de Leao es aún peor que el de Luxemburgo y a esa apatía no escapa ni Romario. La vuelta de O Baixinho no resuelve los problemas y Brasil pierde en Ecuador para, seguidamente, dejarse dos puntos en casa ante Perú. La solución a los problemas debería estar en Luiz Felipe Scolari, pero el nuevo seleccionador no es capaz de ganar en Montevideo donde un gol de Magallanes termina con Brasil y la deja, en la jornada trece en el quinto puesto empatado con Uruguay, ambos con veintiún puntos y virtualmente fuera del mundial. Quedan cinco fechas y nadie sabe si la pesadilla terminará en tormenta o escampará en un despertar aliviante.

Paraguay está dos puntos por delante y se está mostrando como una selección muy competitiva. Por eso, cuando sale derrotado por dos a cero de Porto Alegre, nadie espera una mejora carioca tan significativa. La victoria es balsámica y Scolari comienza a crear un grupo fuerte con el que irá a la guerra. Allí están Lucio, Roque Junior, Roberto Carlos, Edmilson y Rivaldo. El incipiente Ronaldinho llama la puerta con fuerza y el fenómeno Ronaldo comienza a dar buenas noticias referentes a su recuperación.

A falta de cuatro fechas y con la clasificación en juego, Brasil visita Argentina en el que será, a priori, el partido más difícil de los que restan. Ayala marca en propia meta en el minuto dos y el ejercicio de resistencia se cae con el gol homónimo de Cris que supone la remontada argentina. Vuelve a jugar Elber en un sistema de tres centrales y dos carrileros que, aun siendo contranatura en el clasicismo brasileño, terminará dando sus frutos. A falta de tres partidos, Brasil es quinto empatado a puntos con Uruguay con Colombia con un punto por detrás. Ahora mismo jugaría la repesca contra un equipo de la zona oceánica y su única oportunidad pasa por ganar los tres partidos y que Uruguay y Colombia pinchen en alguno de ellos.

El siete de octubre de 2001, Rivaldo da la victoria a Brasil ante Chile al tiempo que Uruguay y Colombia empatan a dos en Montevideo. El suspiro de alivio es tan grande que se escucha en toda sudamérica. Quedan dos partidos, ante bolivia y Venezuela y Brasil depende de sí mismo. Queda viajar a Bolivia y esperar la visita de la cenicienta Venezuela para no ser infiel a la historia y seguir estando en todos y cada uno de los mundiales.

Dos días antes del partido ante Bolivia, Ronaldo reaparece en un Inter ya entrenado por Héctor Cúper. Son sólo unos minutos y en una carrera contra su ex compañero del Barça, Popescu, siente una molestia en la parte trasera de su muslo izquierdo. Es el precio que paga por la larga inactividad. Por precaución, vuelve a retirarse y estará otro mes en la enfermería.

Entre dudas y certezas, la selección brasileña llega a Bolivia y, como tantas otras selecciones anteriormente, se deja caer por la altura de La Paz. El resultado es terrible; tres a uno a pesar de comenzar ganando. Por suerte para ellos, Uruguay no ha pasado del empate en Ecuador, pero Colombia ha ganado a Chile y están empatados a veintisiete puntos con los uruguayos sólo un punto por detrás. La última jornada debe ser sencilla, ya que llega Venezuela a Brasil, última de grupo y Uruguay recibe a la intratable Argentina al tiempo que Colombia visita Paraguay. Una victoria y está hecho ya que la diferencia de goles con Colombia está ganada gracias a aquel gol postrero de Roque Junior en el comienzo de la segunda vuelta.

El catorce de enero de dos mil dos, apenas seis meses antes del comienzo del mundial, Brasil resuelve el trámite ante Venezuela en muy pocos minutos. Aquel partido deja alguna certeza, como es la inclusión de Ronaldinho y la esperanza de cara al futuro siempre que Ronaldo se recupere del todo, pues Scolari está dispuesto a esperarle. Su reaparición se había producido un mes antes, en un partido ante el Brescia en el que había anotado el único gol del partido, gran señal. Y es que de los genios no hay que dudar nunca.

En el primer parón de selecciones tras la clasificación para el mundial, Brasil recibe a Yugoslavia en un partido amistoso y, después de dos años. Prometí esperarte y te he esperado, le sonríe Scolari. Y Ronaldo, que también vive con la sonrisa perenne agradece el detalle y espera su momento. Aquel día es suplente y tiene que ver desde el banquillo como Luizao, con quien se tendrá que jugar las castañas, anota el único gol del partido. Pero Brasil está de fiesta; el héroe a vuelto y quedan tres meses para ese momento tan especial en el que cada cuatro años el país entero se paraliza.

Tras varias semanas de baja de nuevo por varias recaídas musculares, Ronaldo reaparece de nuevo en un partido contra el Brescia en el que anota los dos goles del Inter que sirven para remontar el partido. En un sprint final apoteósico, Ronaldo marca diez goles en siete partidos con el Inter y ya nadie duda de que estará en la lista de veintidós convocados para el mundial de Corea y Japón. No puede correr como antes, ha cogido peso y rehuye el choque, pero sigue teniendo ángel de cara a la portería. No se puede prescindir de un jugador así. Y para corroborarlo, Scolari le convoca para el amistoso que se jugará contra Portugal tres días más tarde. Vuelve a ser suplente, pero en los pocos minutos que juega deja muy buenas sensaciones, así que los pronósticos se cumplen y Scolari le convoca para el mundial, ya sólo falta saber qué Ronaldo se verá y, sobre todo, qué Brasil se verá.

El único amistoso previo al mundial es placentero. El rival es Malasia y Brasil gana tres a cero con un gol de Ronaldo que, por primera vez en mucho tiempo es titular con el nueve en la selección brasileña. Han tocado los tambores y se da el pistoletazo de salida. El último partido de Brasil en un mundial había sido, ni más ni menos, una final, pero desde entonces Brasil había empobrecido su juego al tiempo que el resto de rivales de sudamérica habían crecido exponencialmente. Por ello, no se esperaba mucho de la verdeamarelha en aquel mundial pero sí se espera, por el contrario, un buen mundial de Uruguay, Paraguay, Ecuador y, sobre todo, Argentina.

Pero los pronósticos se caen a la primera de cambio. Ni Uruguay, ni Paraguay, ni Ecuador, son capaces de ganar sus partidos y tan sólo Argentina y Brasil son capaces de salvar el honor sudamericano, algo que empeorará en la segunda jornada cuando Paraguay pierda con España, Ecuador con México y Argentina contra Inglaterra. Uruguay apenas rasca un empate contra Francia y vuelve a ser Brasil quien salva el honor de la zona latina goleando a China por cuatro goles a uno.

El desastre se consuma en la última jornada. Argentina y Uruguay no pasan del empate y caen eliminados, Ecuador gana a Croacia pero el empate de Italia le condena a la eliminación y Paraguay se clasifica con apuros después de ganar a Eslovenia. Brasil, mientras tanto, sigue a lo suyo, le marca cinco goles a Costa Rica y se clasifica con solvencia sumando nueve puntos con cuatro goles de Ronaldo. Se abre un mundo nuevo.

Los octavos dejan a Brasil como único representante sudamericano después de que Alemania se deshaga con muchos apuros de Paraguay gracias a un gol de Neuville a última hora. Brasil, por su parte, gana solventemente a Bélgica, con un nuevo gol de Ronaldo y va encontrando sensaciones y, sobre todo, alegría en su juego. No es la mejor Brasil, parapetada con tres centrales y dos medios defensivos, pero sus laterales son los mejores de la historia y por delante, la triple erre, Ronaldinho, Rivaldo y Ronaldo, se encargan de disipar cualquier conato de rebelión en el equipo rival.

Y son Ronaldinho y Rivaldo quienes se encargan de liquidar a Inglaterra en cuartos para que, en semifinales, una genialidad de Ronaldo tumbe a Turquía y catapulte a Brasil a su tercera final consecutiva en un campeonato del mundo. Aquel día, Ronaldo apareció con todo el pelo rapado excepto un pequeño mechón abultado en su flequillo. Creyó que todo el mundo iba a estar pendiente de su juego y para quitarse presión, decidió hacerse ese extraño peinado para que todo el mundo comenzase a hablar de su pelo. Así se quito presión y se consolidó, una vez más, como el mejor futbolista del planeta.

En la final espera Alemania. Para cualquier otro equipo, jugar la final de un mundial significaría un exorcismo completo, pero para Brasil no hay otra opción que la victoria o todo el trabajo de Scolari no quedará más que en anécdota y mal recuerdo. Ante una Alemania que aprieta y goza de las mejores ocasiones, Ronaldo vuelve a sacar su genio de la chistera para anotar dos goles y coronarse ante el mundo. Aquella Copa al cielo en manos de Cafú no es sólo un logro, es una redención, una promesa cumplida y, sobre todo, la certeza de que todo un pozo tiene fondo pero que el talento, la fe, la constancia y la valoración ajena, forman una cuerda más que sostenible a la que poder agarrarse no sólo para salir de allí sino para remontar el camino y poder demostrarle al mundo que las leyendas no se forman por casualidad.

martes, 15 de noviembre de 2022

Pica de confianza

La victoria ajena no es fácil de digerir. Aunque mucho menos lo es la derrota propia. Por más méritos que haga el Atlético, siempre habrá un sector que, escocido por motivos diversos, estará dispuesto a lanzar sus misiles contra la línea de flotación de Diego Simeone. Siempre habrá tipos dispuestos a encontrar una mota de polvo en el mueble impoluto, la mancha de tinta en el folio en blanco o el matiz inadecuado en el análisis posterior. La victoria ajena a veces duele tanto que no nos sentamos a confrontar los lugares desde los que se recorrió el camino. Siempre un pero, siempre una mueca de insatisfacción.

Peor aún es cuando la crítica llega desde el propio sector interno. No pretendo evangelizar el cholismo porque los resultados hablan por encima de la memoria reciente. Estar en desacuerdo con el entrenador no significa tirarlo a la basura, el problema es que hay demasiada gente que ha perdido la memoria y la noción de la realidad. Pretender ser el rey cuando hace dos días eras mendigo es como soñar por encima de las posibilidades. Después de las derrotas ante Cádiz y Mallorca no fueron pocos los que salieron a la palestra para rendir cuentas pendientes. La derrota duele, casi siempre en demasía. Lo innecesario es apelar al pequeño fracaso para justificar las ganas de revancha. Cuando se habla de falta de ambición se olvida que este equipo se convirtió en casi intratable, precisamente, porque se merendó, con grandes dosis de competitividad, a casi todos los rivales con los que se fue cruzando.

Sin ambición no se llega a ser uno de los mejores equipos del mundo. Deberíamos tener en cuenta esta última afirmación porque muchos, entre los que me encuentro, aún tenemos que frotarnos los ojos antes de pronunciar la frase. “Uno de los mejores equipos del mundo”. Para un equipo que hace una década se peleaba consigo mismo y había perdido la vergüenza y la identidad, llegar a ser algo así es como ser protagonista del cuento de la cenicienta. Solo falta esperar a que las campanas tarden mucho en anunciar la llegada de la medianoche, porque solamente entonces, cuando falte nuestro hada madrina, será cuando seamos capaces de valorar todo lo logrado. Más allá de jugar con un francés o hacerlo con un portugués, el debate debería centrarse en gracias a quién, el Atlético se ha consolidado en la cúspide. Cuando todos lo tengamos claro será el momento de empezar a autoexigirnos un poco de agradecimiento. El hambre voraz de este Atleti no ha tenido parangón en ningún momento de su más reciente historia.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Pichichis: Amancio Amaro

Si entre miles y miles de futbolistas, la IFFHS te nombra el octavo mejor jugador español del siglo XX, es que has sido bueno o, directamente, muy bueno.

Amancio Amaro fue muy bueno. Con diecinueve años gobernaba los partidos vestido con la blanquiazul del Deportivo La Coruña y llegó a pasar hasta catorce temporadas jugando en el Real Madrid, lo que son palabras mayores. Allí, sus diagonales buscando el área y encontrando tesoros, se hicieron tan famosas que la gente dejó de ir al fútbol para ver a Di Stéfano y pasó a ir al fútbol para ver a Amancio.

Y eso que su fichaje no fue sencillo. El Deportivo pedía doce millones de pesetas, un dineral de la época y Bernabéu necesitaba llegar a la cifra más las arcas del Madrid estaban vacías. Por ello pidió un préstamo al directivo Lusarreta, dueño de varios cines de Madrid, asegurándole que aquella inversión le iba a salir rentable. Por ello, el chico, que siempre respondió en el campo, tuvo siempre el favor del presidente, quien le convirtió en uno de sus ojitos derechos. No era para menos; su explosividad en los últimos metros ganó muchos partidos y levantó muchas copas. Había nuevo ídolo.

Y eso que los comienzos no fueron fáciles. El runrrún del estadio siempre altera los impulsos y aquel chico, callado y tímido, también se dejó impresionar. A pesar de la insistencia de Bernabéu en que el chaval era un fenómeno, no todos lo tenían claro. El día que fue condecorado con la Real Orden del Mérito Deportivo, debió acordarse, sonrisa mediante, de esos momentos, porque la realidad fue la de un futbolista diferente, que puso en pie la tribuna y que se consagró en aquel partido en San Siro cuando, infierno mediante, fue capaz de acallar a las huestes anotando el gol que conducía al Madrid a su octava final de la Copa de Europa.

Dos años antes, en 1964, había ganado el Balón de Bronce y ya para entonces se discutía quién podía ser el mejor futbolista gallego; si el imperial Suárez o el chico que llegó al Dépor para hacerle olvidar, el tremendo Amancio Amaro. El hombre que, desde niño, se apostaba sobre la salida de vestuarios de Riazor, para ver salir a los futbolistas y soñar ser un día como ellos. Y lo fue. Debutó con un Dépor caído a segunda división y luchó con todas sus fuerzas hasta ascenderlo. Fue en la cuarta temporada, la de su consagración, la de decirle al mundo que allí había un futbolista de verdad.

El Madrid le hizo un homenaje el día tres de septiembre de 1975. Entonces seguía aún en activo, pero la normativa del club indicaba homenajear a aquellos futbolistas que habían permanecido al menos diez años en el club. No tardó mucho más en retirarse. Cuando lo hizo, se puso el chándal y tomó las riendas del Castilla desde el que, con su olfato e intuición, formó un grupo que no sólo fue campeón de Segunda sino que nutrió al primer equipo de una pandilla de jugadores extraordinarios conocidos como La Quinta del Buitre.

Como jugador del Madrid, ganó dos veces el trofeo Pichichi de máximo goleador de Primera División, ambos compartidos con los jugadores del Atlético, Gárate y Luis, lo que indica que, más allá de su pasión por el regate, también tenía mucho gol. Pero casi nunca se quitó de encima el sambenito de ser un chupón. "Amancio, te sobra un regate". Decían siempre en los mentideros. Y es que, claro, es muy fácil hablar a posteriori. Pero el ídolo de masas seguía a lo suyo, que era el ganar y dar espectáculo.

No tardó en hacerse con el número siete, dorsal que ya había glorificado Kopa y que, a partir de él, vistieron los mejores jugadores de cada generación. Era el número que portaba en La Coruña, allá donde se consagró  de donde no pensaba salir. Era feliz, simplemente. Por ello entró acojonado al Hotel Atlántico, donde le esperaba Santiago Bernabéu vestido de marino. El presidente blanco quería renovar el equipo y se había fijado en aquel joven gallego que era imparable con el balón en los pies y siempre sacaba algo a favor de su equipo en cada jugada; bien un gol, bien un penalti o bien una falta en el borde del área. Y sacar un penalti o una falta al borde del área, teniendo a Puskas en el equipo, era sinónimo de gol. El mismo Puskas con el que terminó formando pareja de ataque, el que se enfadaba con él si no se la tiraba al pie y el que le enseñó los secretos del lanzamiento a portería. El Puskas que dio un puñetazo en la mesa cuando Amancio descabalgó a Hungría del camino hacia la final de la Eurocopa del sesenta y ocho con un gol postrero, el Puskas que le felicitó cuando, ya retirado, vio como su pupilo tenía el honor de formar parte de la prestigiosa selección FIFA formada en 1968 como consecuencia de la conmemoración del décimo aniversario del primer título mundial de Brasil.

Con su característica peca, fruncida en una sonrisa, acudió a Río cargado de ilusión igual que había acudido a Ghana para jugar su primer amistoso con el Real Madrid en 1962. Allí, en un desvencijado vestuario, encontró una camiseta con el número siete pero sin el escudo cosido en el pecho. Cuando se acercó al capitán para comunicárselo, Di Stéfano, con pose de Don Alfredo, le dijo con la voz muy seria: "El escudo del Real Madrid no se regala, hay que ganárselo". Entonces entendió que a lo mejor tenían razón los que decían que era un futbolista demasiado grande para el Deportivo, pero aún era un futbolista pequeño para el Real Madrid. Pero la dimensión se gana en el campo y, sobre todo, en los grandes escenarios. En la Copa de Europa, Amancio hizo veintiún goles, uno de ellos en la final del sesenta y seis ante el Partizán de Belgrado, que consagró al Real Madrid bautizado como de los ye-yes.

Él ya tenía un idilio personal con el gol desde jovencito, y así consiguió ser Pichichi de Segunda División en la temporada 1961-62, el año de su consagración. Justo la temporada en la que el Madrid vende a Luis Del Sol a la Juventus y trata de sustituir su plaza con un jugador de perfil más bajo. Bernabéu le dice a Muñoz que Amancio es un interior fabuloso, pero Muñoz, que ya tiene a Félix Ruiz en la plantilla, opta por el navarro como interior, relegando al gallego al puesto de extremo diestro. Así que a Bernabéu le tocó esperar la explosión de su niño bonito, el mismo del que Emilio Rey, buen amigo y yerno del dueño de La Voz de Galicia, le había avisado que iba a fichar por el Barça, sí que tuvo que hacer de patriarca como cuando hubo de convencerle para que no aceptase la suculenta oferta del Milan en el verano de 1964.

Con la selección, Amancio jugó cuarenta y dos partidos y anotó once goles. Esas cifras, en una época en la que apenas había amistosos y torneos, son extraordinarias, como extraordinario era él sobre el campo; un artista de andares zambos que driblaba todo lo que se el ponía por delante. El gen ganador se lo entregó Di Stéfano, jugando más retrasado por la edad, le enseñó a buscar siempre la victoria. Y claro, costó, no mucho, pero costó. En su primer día contra el Anderlecht, quedó tan impresionado por el ambiente que le temblaron las piernas. En el entretiempo no sabía ni donde estaban los vestuarios. El Madrid empató a tres y cayó por uno a cero en Bélgica. Eliminados de la Copa de Europa a la primera. No era el mejor comienzo.

Pero pronto se rehízo. En la temporada 1969-70, doce años después de su debut con la camiseta del Deportivo, volvió a ganar el trofeo Pichichi. Para entonces ya le llamaban El Brujo, porque lo suyo eran brujerías, hechizos y fenómenos paranormales. Era imposible quitarle la pelota cuando conducía en zigzag dirección a la portería. Tres días después de su precipitado debut ante el Anderlecht, Amancio anotó uno de los goles de la victoria del Madrid en Sevilla ante el Betis. Empezaba a poner la primera piedra. Para entonces, en las concentraciones, aún no tenía galones y tenía que ver de lejos la mesa de los dioses donde se sentaban Di Stéfano, Puskas, Gento y Santamaría. Su lugar era más alejado del presidente, pero poco a poco fue ganando galones hasta convertirse en un líder silencioso.

Fue Fifo y fue Uefo, lo que quiere decir que formó parte de una selección Fifa, pero también de una selección Uefa, porque a la hora de elegir a los mejores, él siempre estaba de los primeros en la lista. Fue ganando peso en el equipo hasta que, al fin, pudo lograr su objetivo de jugar como interior derecha, mucho más cerca del área y más lejos de la banda. Fue su mejor época, sin duda, en la que mantuvo la mirada de niño travieso pero también comenzó a forjar la cabeza de un entrenador, pero fue, también, la posición en la que tuvo sus dos lesiones más graves, una en Barcelona y la otra, terrorífica, en Granada.

Joan Torrent era un jornalero del fútbol. La cábala, que no se dio, le podía haber cruzado con Amancio de otra manera, ya que el gallego estuvo a punto de firmar por el Barça antes de la irrupción de Bernabéu, pero el tiempo quiso se que se viesen como rivales y que el defensa del Barça se hubiese humillado en Chamartín. Como quiera que soportó todo tipo de críticas, cuando el Madrid devolvió visita a Barcelona, Torrent jugó con Amancio dado de la mano. Ni a respirar, se dijo. Y un mal golpe, más fortuito que causal, pero consecuente con la tensión acumulada, mandó al siete del Madrid, siete meses a la enfermería.

Pero peor fue lo de Granada. Bien es conocida la mala fama que gastaron los defensores del Granada en los años setenta. Allí estaban Aguirre Suárez, rebotado del Estudiantes argentino después de mil fechorías, Montero Castillo, uruguayo grandote que no hacía prisioneros y Pedro Fernández, uruguayo también y con menos fama que sus compañeros pero mucha peor leche. Resulta que los tres fueron un día a Chamartín y, a parte de salir goleados, Fernández se llevó un codazo de Amancio que le rompió la nariz. Su salida del campo fue concisa: "No vayas a Granada, porque si vas a Granada, te voy a matar". Y, claro, Amancio no quería ir a Granada. Se borró un año y se borró al siguiente, pero dio la circunstancia de que ambos equipos quedaron enfrentados en el sorteo de Copa del Rey y Amancio pensó que, o bien a Fernández ya se le había pasado el enfado o bien el entrenador no iba a contar con él en la partida. Y el caso es que ambos jugaron y que Amancio ganó un balón cerca del área y allí apareció Fernández para propinarle la patada más salvaje de la historia del fútbol español. Le desgarró todo; piel, músculos y huesos. Después de aquello, Amancio, que había sobrepasado la treintena, se convirtió en un ex futbolista que apenas fue capaz de jugar un puñado de partidos a segunda velocidad.

A raíz de ahí, llegaron los recuerdos; todos grandes o muy grandes. Campeón de Europa con el Madrid y con la selección junto a Suárez y Villa en la apoteosis del fútbol gallego, los veinticinco goles en veintiséis partidos la temporada de su consagración en La Coruña, aquel hat-trick al Barça que le valió el titular "De profesión extremo, de vocación interior", o las nueve ligas y tres copas ganadas vestido de blanco. Y eso que, cuando, con quince años debutó en el Victoria Club de Fútbol, equipo carismático donde se dio a conocer, no tenía mayor sueño que el de jugar al fútbol, sin parar, más allá de las copas y los reconocimientos.

Igual que había deslumbrado en Coruña con el Victoria, deslumbró en Madrid el día que vino a jugar una eliminatoria de Copa contra el Plus Ultra. Marcó un gol y todo el mundo se quedó con aquel delantero con cara de niño, un sambenito que le persiguió por siempre y que no se quitó ni en su intento de dejarse bigote; Bernabéu, a quien no gustaban los futbolistas con bigote, se acercó a él y le espetó; "Tiene aún más cara de niño". A afeitarse y a seguir jugando.

Curtido en la España de la posguerra, Amancio cultivó el regate como modo de supervivencia, en su primer año marcó quince goles y dejó muestras de lo que podía llegar a ser. Con el tiempo, una tonadilla recorrió el país y tomó mimbres de fama: "La raspa la inventó Amancio con el balón, Amancio pasa a Pirri y Pirri tira a gol". Era un Madrid nuevo, deslumbrante, joven, apoteósico, un Madrid liderado por Amancio, que jugó un total de quinientos setenta y nueve partidos y anotó doscientos veinticuatro goles. Unas cifras de leyenda, unas cifras de un tipo que se incrustó en la memoria colectiva y aún hoy resurge en las conversaciones de barra de bar, porque todos aquellos que le vieron, no le pudieron olvidar.