viernes, 15 de febrero de 2019

Pichichis: Juan Arza

El panorama pintaba feo para el joven Juan Arza. Se había marchado lejos de casa y apenas unos meses después, el Málaga perdía contra el Athletic y ponía los dos pies en segunda división. El panorama era feo pero había un sol en el horizonte. Tres meses después de aquella derrota en San Mamés, Juan Arza se estrenaba como jugador de primera división vistiendo la camiseta del Sevilla; se enfrentó al Sabadell y anotó tres goles. Comenzaba, así, la leyenda del mejor jugador navarro de la historia.

Porque Arza era navarro de nacimiento aunque terminase siendo andaluz de adopción. En Sevilla ganó su único trofeo de máximo goleador, anotando veintiocho goles en la temporada 1954-55, y en Sevilla encontró la gloria, la vida y la memoria. Llegó, por cuarenta y cinco mil pesetas, a un club que vivía sumido en la nostalgia. La gloriosa delantera Stuka (Raimundo, López, Pepillo, Berrocal y Campanal) había alcanzado su cénit crepuscular, el equipo estaba melancólico y la ciudad necesitaba a alguien.

La historia, fútbol mediante, había comenzado durante los cruentos años de la Guerra Civil. La familia Arza, refugiada en Estella, había acogido a un joven miliciano bajo el seno protector. Fueron meses en los que hablaron de la vida y de fútbol. Años más tarde, Juanito, el pequeño de los Arza y Rafael Iriondo, aquel miliciano convertido en estrella del Athletic de Bilbao, coincidieron por vez primera en los terrenos de juego. Iriondo sintió el descenso del Málaga por el niño Arza, pero sabía que el chaval tenía potencial de sobra para jugar al fútbol. Se le había escapado al Athletic, pero sería gloria en Sevilla.

En 1949, un equipo colombiano giró por Europa arrasando por donde pasara. Cuando llegó a Sevilla, Arza les dijo a los suyos que él era mejor que aquel tal Di Stéfano de quien tanto hablaban. Millonarios, que había ganado por aplastamiento en Chamartín días antes, no pudo pasar del empate y Arza fue alzado a los altares del fútbol patrio. Allí había una verdadera estrella.

Su aparición en la élite fue fulgurante; en un fútbol de hombres rudos, el joven menudo, aún casi un niño, anotó catorce goles en su primera temporada. Fue el comienzo de las grandes tardes que brindó Arza al sevillismo. Coetaneo de Pepe Luis Vázquez, Sevilla se paraba en primavera cada vez que los dos hombres salían al escenario, iban de La Maestranza a Nervión y de Nervió a La Maestranza, con la esperanza de sentir el pellizco en el corazón. Sevilla, siempre reluciente, siempre tierra de héroes propios.

Insta decir que el Sabadell fue una de sus víctimas predilectas; pero no por ser a quien más goles anotó, si no por ser el equipo ante el que debutó como profesional con el Alavés y el equipo con el que debutó con la camiseta del Sevilla. Poco después de aquel debut, llegó a Sevilla el intratable San Lorenzo de Almagro. Embarcado en un gira sin fin, se había medido, y ganado, a la mayoría de grandes equipos españoles, pero como ocurriría más tarde con Millonarios de Bogotá, San Lorenzo encontró freno en Sevilla; empate a cinco y una tarde gloriosa para Juanito Arza. Sevilla había encontrado a un gran jugador y aquel día encontró a un ídolo.

Los auspicios de Amadeo García Salazar se estaban haciendo realidad. Fue él, ex seleccionador español, quien lo había llevado al Alavés y quien lo había recomendado a Málaga y a Sevilla. El Ratón del área se convirtió en un jugador de combinación y desmarque que, con los años, fue tomando los galones del equipo. Jugó, y perdió, el partido de inauguración del nuevo estadio, construido por el presidente Ramón Sánchez Pizuján, para dar cabida a tanta sevillanía loca por verle jugar y se retiró poco después tras jugar cuatrocientos setenta y seis partidos y anotar doscientos veintiocho goles. Un mito viviente.

Después, una vez lejos del fútbol, fue llamado en más de una ocasión como apagafuegos. Cuando el equipo iba mal, sonaba el teléfono "Te necesitamos, Juanito", y Juan Arza acudía presto a la misión, salvaba al equipo y regresaba a casa, hasta la siguiente ocasión. Y es que no hacía falta pronunciar el apellido Arza sin ligarlo previamente al Sevilla Fútbol Club. Allí ganó una liga, la única del club en su historia, y allí ganó una Copa. No fue extraño, pues, que en el día de su homenaje, el estadio entero se pusiera en pie para reconocer sus méritos. Jugó en una seleccción de veteranos del Sevilla ante una selección de veteranos del Barcelona; allí estaba Kubala, su gran amigo. El tipo que, años más tarde, le concedió el privilegio de ser seleccionador por un día. Era el veintiséis de septiembre de 1979 y España se enfrentaba a Portugal en Vigo. Kubala sufrió una indisposición y, aprovechando que Arza trabajaba como entrenador del Celta, le pidió ser su sustituto. Un honor. Empate a uno y anécdota. Porque el fútbol vive de momentos fugaces.

Desde su debut como juvenil en el Izarra de Estella, Arza siempre había mostrado una picaresca sutil y una forma física envidiable. El afán por ganar convierte a los niños en hombres y a los hombres en héroes. Pero para triunfar, además de hambre, le faltaba valentía para dejar a los suyos. Cuando fichó por el Alavés, puso como condición poder seguir viviendo en Estella. Se lo permitieron, y el chico se infló a viajes en tren, teniendo que coger, dos veces al día, el expreso vasco navarro. Uno de los días que se retrasó el tren, vio cerrada la puerta de acceso a los futbolistas y hubo de llamar. El portero, le vio y le mandó con sus padres. Niño, no molestes. Tan joven era que daba ternura, pero en el campo era tan vivaz que provocaba terror. Empezó como delantero por su facilidad innata para encontrar el gol, pero poco a poco se fue convirtiendo en interior consagrándose como un futbolista completo capaz de armar la jugada y llegar al área para rematarla.

A aquel joven filigranero sólo le faltó ser presidente en el Sevilla. Fue jugador, goleador, autor del gol mil en la historia del club, entrenador, segundo entrenador y delegado. Toda una vida dedicada al sevillismo a quien entregó su fútbol y su carácter. El ímpetu de su juego se mezcló con el arte del fútbol sevillano y se transformó en un jugador de salón. Aún se recuerda su furia contra Azón el día que el árbitro catalán anuló un gol a Araujo que decía una liga. Aquel fue el principio del fin. Las llegadas de Kubala y Di Stéfano dejó al resto de equipos sin pastel y Arza hubo de jugar, año a año, con más ilusión que esperanza. Se marchó dieciséis años después de llegar, a Almería, para jugar un año junto al mar y para cumplir una promesa a su amigo Diego Villalonga, entrenador del equipo.

Desde el gol en el partido del ascenso del Alavés, hasta el gol en la final de Copa del cuarenta y ocho frente al Celta, se empezó a vislumbrar la carrera meteórica de un chico que golpeaba las puertas desde el asombro. El mundial de Brasil no estaba lejos y todos empezaron a barajar su nombre, pero no fue. Y no sólo no fue al mundial sino que, inexplicablemente, tan sólo jugó dos veces con la selección española. "A veces miraba las convocatorias y no entendía como éste o aquel jugador podían estar y yo no". Pero tuvo que resignarse. Aquel verano del cincuenta, como en todos los demás, se encerró en su casa de Estella y se dedicó a olvidarse jugando a la pelota. Allí, como cuando era niño, seguía aspirando a ser el rey del frontón.

La llegada de Helenio Herrera al banquillo del Sevilla le transformó como futbolista. Se convirtió en un líder y jugó como nunca. Pero la llamada de la selección seguía sin llegar. El presidente del Cádiz, Ramón de Carranza, inauguró un torneo veraniego que se convirtió en una pequeña copa del mundo extra oficial. Jugarlo era emocionante y ganarlo era prestigioso. Las tres primeras ediciones las ganó el Sevilla de Juan Arza, solventando, con firmeza, duros enfrentamientos ante Atlético de Madrid y Athletic de Bilbao. Lo mejorcito de la época. En 1955, con motivo de la conmemoración de las bodas de oro del club, el Sevilla le metió cinco goles al Stade Reims de Kopa, equipo que, meses más tarde jugaría contra el Madrid la primera final de la Copa de Europa.

Y es que le marcó a todos y les ganó a todos, pero se marchó con la espina clavada del derbi perdido ante el Betis el día de la inauguración del Sánchez Pizjuán. No jugó muchos derbis porque durante aquella época de esplendor sevillista, el Betis malvivía en categorías inferiores, pero aquel partido fue de tronío en la acera contraria y de catástrofe en la acera sevillista. Se marchó con dolor, casi señalado, y con la sensación de que ya no podía dar más de sí. Un dolor parecido al que había sentido el día que había formado parte de la preselección facilitada por Guillermo Eizaguirre de cara al mundial de Brasil. Le mandaron a un sastre y, por la manera de trabajar del mismo, Arza supo, de inmediato, que el sastre conocía los nombres de los descartados para la cita. Le tomaba las medidas con desgana y precipitación. "¿No voy a ir, verdad?", preguntó. El sastre guardó silencio y negó con la cabeza. "Pues dejésmoslo aquí". Y se marchó de la sastrería con la cabeza baja y la dignidad bien alta.

Porque tenía, y él lo sabía, el cariño de toda una ciudad. Junto al defensor Campanal, formó una línea maginot inolvidable en el antiguo Nervión. El presidente le declaró intransferible y el Sevilla, capitaneado por él, terminó ganando La Pequeña Copa del Mundo de 1957; un torneo a expensas de la FIFA donde jugaban equipos de los cuatro continentes. El Sevilla, gloria nacional y subcampeón de liga, alzó la gloria en pies de Juan Arza. No es de extrañar, pues, que medio siglo después de su retirada, el club declarase su número ocho como "Dorsal de leyenda". Nadie tuvo tal consideración. Nadie ha sido tan bueno en el Sevilla como él.

También le ganó al Benfica de Coluna, Torres y Simoes; aquella columna vertebral que años después conquistaría Europa. Fue en la eliminatoria de octavos de final de Copa de Europa de 1958. Tres a uno en Sevilla, cero a cero en Portugal. Grandeza total para un tipo que, siendo un niño viajó a Barcelona para firmar por el Español y no pudo con la nostalgia. Regresó a casa pensando que el fútbol se había terminado para él y se retiró marcando ciento ochenta y dos goles en primera división.

"El niño de oro", le llamaban. Así le bautizó su primer entrenador en Sevilla, Patrick O'Connell, al conocer el precio que el club había pagado por él. Y con el apodo se quedó hasta el final. Porque su fútbol era oro puro, veinticuatro kilates de auténtica calidad. El fútbol de un tipo que puso en pie una ciudad y puso en el mapa a un equipo. Cuando creían que el futuro era negro sin los Stukas, llegó Arza y pintó el presente de blanco. Si el Sevilla es grande, se lo debe en gran parte a Juan Arza Íñigo. El navarro que entendió el andaluz, el andaluz que traspasó fronteras.

No hay comentarios: