viernes, 21 de septiembre de 2018

La presentación de un ego


El veintiséis de febrero de 2004 el Oporto estrenaba como local, en la Liga de Campeones, su flamante nuevo estadio construido para la Eurocopa que se celebraría en Portugal durante el verano siguiente. Aquel no sería sino el primer episodio de una historia de amor y pasión que duró tres meses y que culminó con una copa levantada hacia el cielo y la consagración de un tipo con un ego tan grande como su personalidad.

Habría que ponerse en situación para rememorar aquella eliminatoria de octavos de final disputada entre el Oporto y el Manchester United. Aún en sus horas más bajas dentro del longevo proyecto liderado por Alex Ferguson, el United no había dejado de ser un equipo competitivo. En busca de una nueva identidad y un nuevo grupo que presentar al mundo, iba dejando al Arsenal escaparse en solitario en la Premier mientras apuraba sus últimas cartas para apostar por un órdago en la máxima competición continental.

El sorteo, a priori, parecía sencillo. El Oporto había pasado como segundo en un grupo liderado cómodamente por el Real Madrid. No era un gran equipo en apariencia, pero llevaba tiempo demostrando que era un grupo fuerte y competente. Nueve meses atrás habían ganado la final de la Copa de la Uefa en Sevilla y eso les situaba en un lugar suficientemente alto como para tenerles en cuenta. Su principal activo, decían los cronistas, era ese tipo de rictus serio que se sentaba en el banquillo y al que ya todos conocíamos por su etapa como segundo entrenador en el Fútbol Club Barcelona.

José Mourinho había sido, aquí, motivo de chanza puesto que su principal papel ante la luz pública era la de ejercer de traductor a su entrenador Bobby Robson cada vez que salía a dar una rueda de prensa en el Camp Nou. Se decía que el viejo Robson se había traído a su intérprete, pero entonces nadie sospechaba que el Barcelona tenía en su equipo técnico a uno de los tipos más perspicaces del fútbol mundial. Incluso cuando se marchó Robson y el portugués decidió quedarse como ayudante de Van Gaal, la gente le tomó con un mínimo de seriedad. Por ello, sus primeros éxitos como técnico del Oporto fueron considerados como una sorpresa. “Vaya, si resulta que ese tipo no era un traductor sino un entrenador competente”.

Aún con todo, nadie apostaba un euro por el Oporto en aquella eliminatoria contra uno de los mejores equipos del continente. No era el mejor Manchester pero su nombre era lo suficientemente importante como para generar temor en algunos de sus rivales. Sin embargo, durante el partido de ida, el Oporto fue mucho más enérgico y jugó mucho más convencido de sus posibilidades. El dos a uno final dejaba la eliminatoria abierta y la sensación que quizá, sí, el Oporto era un buen equipo y Mourinho podría llegar a ser un buen entrenador.

Lo que ocurrió en el partido de vuelta entra dentro de los momentos puntuales que cambian la historia de cualquier gran personaje. El United se adelantó con gol de Scholes, Van Nistelrooy pudo sentenciar y Baia le sacó un gol casi cantado a Giggs. Parecía un partido medianamente cómodo hasta que, a falta de veinte minutos, el Oporto empezó a aparecer en el juego. Se aprovechó de la falta de aire de su rival y percutió el área con cierto peligro. A falta de pocos minutos, Alenichev pudo empatar el partido pero Howard detuvo el disparo y el United tiró de oficio para dejar pasar el tiempo y conseguir una clasificación que estaba costando mucho más de lo esperado.

El tiempo de descuento se jugó sin sobresaltos hasta que el árbitro cobró una falta cerca de la frontal del área del Manchester United. Era el minuto noventa y uno y no quedaba tiempo para mucho más. Mientras todos esperaban un disparo de Deco, el excelso centrocampista líder del equipo, el sudafricano Benny McCarthy sorprendió con un golpeo seco y fuerte pero demasiado centrado. La pelota, sin embargo, debió hacer algún extraño en su trayectoria puesto que Howard, bien colocado para detener el disparo, hubo de rectificar e hizo un despeje suicida hacia el centro del área. Y allí apareció Costinha, el jugador más improbable puesto que apenas se permitía el lujo de pisar el área, para aprovechar el rechace y cruzar la pelota a la red ante la estupefacción de los setenta y cinco mil espectadores que abarrotaban Old Trafford.

En apenas un minuto, un instante, un rechace, el fútbol había cambiado. Aquel portugués, antaño traductor, se presentó al mundo con una celebración mítica, demostrando su alegría y expulsando su rabia, mientras Old Trafford guardaba un silencio sepulcral. De repente, el mundo había descubierto a un gran entrenador. Después del United cayeron el Olympique de Lyon, el Deportivo La Coruña y el Mónaco. El Oporto terminó levantando la orejona en Gelsenkirchen y Mourinho terminó firmando el contrato de su vida con el renovado Chelsea de Abramovich. En el día de su presentación en Stamford Bridge, eran pocos los que e acordaban de aquel momento en el que un gol de Costinha en el último minuto de un partido de octavos de final lo había cambiado todo.


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