El veintiséis de febrero de 2004 el Oporto estrenaba
como local, en la Liga de Campeones, su flamante nuevo estadio construido para
la Eurocopa que se celebraría en Portugal durante el verano siguiente. Aquel no
sería sino el primer episodio de una historia de amor y pasión que duró tres
meses y que culminó con una copa levantada hacia el cielo y la consagración de
un tipo con un ego tan grande como su personalidad.
Habría que ponerse en situación para rememorar aquella
eliminatoria de octavos de final disputada entre el Oporto y el Manchester
United. Aún en sus horas más bajas dentro del longevo proyecto liderado por
Alex Ferguson, el United no había dejado de ser un equipo competitivo. En busca
de una nueva identidad y un nuevo grupo que presentar al mundo, iba dejando al
Arsenal escaparse en solitario en la Premier mientras apuraba sus últimas
cartas para apostar por un órdago en la máxima competición continental.
El sorteo, a priori, parecía sencillo. El Oporto había
pasado como segundo en un grupo liderado cómodamente por el Real Madrid. No era
un gran equipo en apariencia, pero llevaba tiempo demostrando que era un grupo
fuerte y competente. Nueve meses atrás habían ganado la final de la Copa de la
Uefa en Sevilla y eso les situaba en un lugar suficientemente alto como para
tenerles en cuenta. Su principal activo, decían los cronistas, era ese tipo de
rictus serio que se sentaba en el banquillo y al que ya todos conocíamos por su
etapa como segundo entrenador en el Fútbol Club Barcelona.
José Mourinho había sido, aquí, motivo de chanza
puesto que su principal papel ante la luz pública era la de ejercer de
traductor a su entrenador Bobby Robson cada vez que salía a dar una rueda de
prensa en el Camp Nou. Se decía que el viejo Robson se había traído a su
intérprete, pero entonces nadie sospechaba que el Barcelona tenía en su equipo
técnico a uno de los tipos más perspicaces del fútbol mundial. Incluso cuando
se marchó Robson y el portugués decidió quedarse como ayudante de Van Gaal, la
gente le tomó con un mínimo de seriedad. Por ello, sus primeros éxitos como
técnico del Oporto fueron considerados como una sorpresa. “Vaya, si resulta que
ese tipo no era un traductor sino un entrenador competente”.
Aún con todo, nadie apostaba un euro por el Oporto en
aquella eliminatoria contra uno de los mejores equipos del continente. No era
el mejor Manchester pero su nombre era lo suficientemente importante como para
generar temor en algunos de sus rivales. Sin embargo, durante el partido de
ida, el Oporto fue mucho más enérgico y jugó mucho más convencido de sus
posibilidades. El dos a uno final dejaba la eliminatoria abierta y la sensación
que quizá, sí, el Oporto era un buen equipo y Mourinho podría llegar a ser un
buen entrenador.
Lo que ocurrió en el partido de vuelta entra dentro de
los momentos puntuales que cambian la historia de cualquier gran personaje. El
United se adelantó con gol de Scholes, Van Nistelrooy pudo sentenciar y Baia le
sacó un gol casi cantado a Giggs. Parecía un partido medianamente cómodo hasta
que, a falta de veinte minutos, el Oporto empezó a aparecer en el juego. Se
aprovechó de la falta de aire de su rival y percutió el área con cierto
peligro. A falta de pocos minutos, Alenichev pudo empatar el partido pero
Howard detuvo el disparo y el United tiró de oficio para dejar pasar el tiempo
y conseguir una clasificación que estaba costando mucho más de lo esperado.
El tiempo de descuento se jugó sin sobresaltos hasta
que el árbitro cobró una falta cerca de la frontal del área del Manchester
United. Era el minuto noventa y uno y no quedaba tiempo para mucho más.
Mientras todos esperaban un disparo de Deco, el excelso centrocampista líder
del equipo, el sudafricano Benny McCarthy sorprendió con un golpeo seco y
fuerte pero demasiado centrado. La pelota, sin embargo, debió hacer algún
extraño en su trayectoria puesto que Howard, bien colocado para detener el
disparo, hubo de rectificar e hizo un despeje suicida hacia el centro del área.
Y allí apareció Costinha, el jugador más improbable puesto que apenas se
permitía el lujo de pisar el área, para aprovechar el rechace y cruzar la
pelota a la red ante la estupefacción de los setenta y cinco mil espectadores
que abarrotaban Old Trafford.
En apenas un minuto, un instante, un rechace, el fútbol había cambiado. Aquel portugués, antaño traductor, se presentó al mundo con una celebración mítica, demostrando su alegría y expulsando su rabia, mientras Old Trafford guardaba un silencio sepulcral. De repente, el mundo había descubierto a un gran entrenador. Después del United cayeron el Olympique de Lyon, el Deportivo La Coruña y el Mónaco. El Oporto terminó levantando la orejona en Gelsenkirchen y Mourinho terminó firmando el contrato de su vida con el renovado Chelsea de Abramovich. En el día de su presentación en Stamford Bridge, eran pocos los que e acordaban de aquel momento en el que un gol de Costinha en el último minuto de un partido de octavos de final lo había cambiado todo.
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