jueves, 7 de junio de 2018

Luciérnaga envejecida

Cabeza de ratón o cola de león. He aquí el dilema de muchos futbolistas que, dotados de la varita mágica del talento, prefieren muchas veces esconderse en la energía de sus compañeros antes que dar el paso adelante que los consagre en el podio de la épica. Como el talento, casi siempre, está bajo sospecha, hay muchos futbolistas que deben correr el doble de lo que deberían para poder ofrecer un gramo de satisfacción a sus entrenadores. Muchos, de tanto correr, terminan tan desanimados que prefieren tirar la toalla y dejarse llevar antes que luchar consigo mismo y dejar que el fútbol, por inercia, termine poniendo todas las cosas en su sitio.

Samir Nasri fue un principito mimado bajo la tutela de Arsene Wenger en el Arsenal de principios de década. Allí, liberado y arrancando desde la izquierda, encontró noches de aplauso al calor de una hinchada que agradecía sus detalles. Jugó tan bien que se hizo un fijo e las convocatorias de su selección, pero ganó tan poco que prefirió mirar hacia otra orilla antes que seguir remando en una trainera que nunca cruzaba la primera bajo el puente de la victoria.

En Nasri se dieron dos condiciones que empequeñecieron su progresión; su lividez física le impedía imponerse en el área y su carácter apocado le impedía ejercer de líder. Por ello, a medida que iban pasando las temporadas como titular en el Manchester City, prefirió ejercer un papel secundario antes que dar el golpe definitivo que le consagrara como estrella mundial.

El problema de dejarse llevar psicológicamente es que, al final, terminas dejándote llevar físicamente. Cuando Guardiola aterrizó en Manchester, una de las primeras cosas que dejó claras es que Nasri no estaba para jugar al primer nivel y si algo necesita un equipo que aspira a todo es contar con una plantilla de futbolistas aptos para jugar al primer nivel. Ocurre, sin embargo, que cuando se cierra una puerta, generalmente suele abrirse una ventana, que el mundo de los sueños no se acaba en la última estación y que siempre habrá un tipo esperándote para volver a hacerte creer en tus posibilidades. 

Gracias a las vicisitudes, el Sevilla quiso encontrar un futbolista dispuesto a reencontrarse consigo mismo. El que no es atleta ni fuerte necesita libertad y comprensión. Nasri seguía sin ser un líder, pero no dejó de ser un estupendo futbolista, lo suficientemente bueno como para lograr que sus compañeros le buscasen y, generalmente, le encontrasen. Lo suficientemente bueno como para empezar a ejercer de estrella en un equipo necesitado de identidad. Lo suficientemente bueno como para volver a poner al Sevilla en el primer plano del fútbol mundial. Lo suficientemente inconstante, por desgracia, para apuntalar dos condiciones básicas: continuidad y fe. Sin ellas, la estrella volvió a apagarse y ahora intenta alumbrar, cual luciérnaga envejecida, las cuevas más recónditas de la liga turca.

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