martes, 18 de septiembre de 2018

Artistas en tiempos de gloria

El silencio es el peor enemigo del futbolista discreto. Del tipo que, aunque aúna calidad de sobra para poner en pie un estadio, prefiere pasar desapercibido, hacer su trabajo y regresar a casa con un saludo tímido y una pequeña sonrisa de satisfacción. Tipos mucho menos dotados pero mucho más preparados para saltar al ruedo mediático, se han ganado el aplauso tribunero con alguna declaración ex tempore o con alguna carrera sin objetivo hacia la línea de fondo.

No hay nada mejor para un entrenador, que un tipo abnegado. Y nada mejor para una afición que un tipo fiel. O, en su defecto, un tipo profesional; entendido esto como un jugador que ejecuta su trabajo sin excesos, pero también sin defectos. Llego, lo hago, cobro y me voy. Entre los mercenarios capaces, existen tipos de finura especial que hacen lo suyo mejor que el resto y, además, no dejan problemas porque saben para qué les han fichado.

A Juan Carlos Valerón le llamaron “El Mago” el día que filtró un pase imposible después de dejar atrás a dos rivales con la facilidad de quien pasea por el campo. Como si no le costase trabajo, tomaba la pelota en el centro del campo y avanzaba sigiloso, casi inexpresivo, con la pelota siempre pegada a su pie. Podía regatear en corto, buscar una pared o filtrar un pase de gol. Lo que hacía, lo hacía tan bien y parecía tan fácil, que nadie quería alejarse de su compañía. Los compañeros, convertidos en amigos, fabricaban sociedades junto a ese tipo flacucho y desgarbado que dibujaba clases de fútbol en cada incursión en campo contrario.

Roy Makaay era otro tipo improbable. Quizá más que Valerón. También era desgarbado y, en apariencia, torpe. Era liviano y aparentaba debilididad. Parecía desorientado, pero tenía el instinto animal de los que saben siempre donde llegará la pelota. Atacaba casi siempre al espacio porque conocía sus límites y depuraba sus virtudes; gracias a su velocidad anticipaba al defensor, o ganaba las dos primeras zancadas en cada carrera. Sus definiciones eran extraordinarias y era un especialista en el engaño porque parecía que nunca saldría del atolladero y, sin embargo, muchas veces, sin saber cómo, se encontraba de cara con el portero en posición de fusilarle. La casualidad, que generalmente se trabaja, suele acompañar, casi siempre, a quien conoce el oficio.

Fran González era mucho más poético. Un interior de los de toda la vida; de finura en la conducción, regate certero y pase sencillo al compañero mejor colocado. Se marchó como un ídolo del Deportivo porque, al contrario que muchos de sus contemporáneos, no buscó el acomodo de los grandes para engrosar el palmarés. Compitió, y lo hizo con los dientes apretados hasta hacer del Dépor un equipo campeón. Atrás dejaba centenares de detalles y tres grandes títulos que situaron a La Coruña en el epicentro del mapa futbolístico. Gustaba de tirar diagonales, de buscar la pelota de cara y de ofrecer un auxilio constante desde el centro del campo. Ese lugar donde la inteligencia y la intuición juegan un papel esencial a la hora de fraguar el éxito. Y esas, no son cualidades propias de los tipos vulgares.

Los adioses son momentos complicados porque los ídolos nunca se borran de la memoria. Uno se ha acostumbrado a los pases, a los desmarques y a los goles y cree que la magia es eterna. Asumir la despedida de los grandes es asumir tu propio viaje por el tiempo. Nos hemos hecho mayores viendo como algunos tipos nos levantaban de sus asientos. Los grandes momentos quedan cada vez más lejos, y los que están por venir sólo generan incertidumbre. Aquel centenariazo, el día que el Milan mordió el polvo en Riazor, las exhibiciones en los mejores estadios del mundo. Aquellos días de Valerón, Makaay, Fran y el superdépor. Actores principales en un teatro de sueños. Se bajó el telón, se acabaron los sueños, pero siempre, sin remisión, permanecerán los recuerdos.

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