jueves, 22 de diciembre de 2022

El Mineirazo

Hay momentos diseñados para la épica al igual que los hay para la más profunda tristeza y son estos últimos, los que apuñalan el corazón, los que quedan grabados a fuego en el corazón de una generación dispuesta a vengar la ofensa, pero nunca a olvida, porque aunque lo intentasen, el momento fatídico aparecerá siempre en sus cabezas para hacerles saber que las pesadillas también pueden ser muy reales.

Le generación que creció a la sombra del Maracanazo propiciado por Uruguay en el templo del fútbol brasileño, aprendió que la victoria no se regala y que la derrota, aún más por inesperada, puede ser el peor puñal y al mismo tiempo el mejor acicate para mirarle a los ojos al destino. Brasil salió de allí con la firme idea de ser lo que más tarde concertó: la mejor selección de todos los tiempos.

Cuando Brasil organizó su primer mundial, en 1950, no había sido capaz de ganar ni uno sólo de los tres campeonatos anteriores, cuando lo organizó por segunda vez en 2014, ya lo había ganado cinco veces y la verdeamarelha la habían vestidos tipos tan ilustres como Pelé, Garrincha, Rivelino, Zico, Ronaldo y Ronaldinho; una pequeña muestra en una constelación de estrellas que llevó al país sudamericano, cuna del Amazonas, hacia el lugar de honor del planeta fútbol.

En 2014 Brasil era una fiesta y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacerle saber al mundo que estaban en el centro del foco. Tan sólo dos años más adelante, el país organizaría los Juegos Olímpicos de verano y aquel mundial no era sino el mejor escaparate posible para poder mostrarle al mundo que Brasil era fiesta y verano perpétuo. Por ello, sus habitantes, uno por uno, se pintaron la cara, se vistieron de futbolista y se dispusieron a acompañar a su selección en su camino hacia la gloria. Porque jugándose el mundial en casa no cabía otra opción que no fuese la victoria.

No era el mejor equipo posible, pero tenían a Neymar y tenían toda la ilusión de un pueblo cosida a su espalda. El partido inaugural comenzó con susto cuando Marcelo desvió a su propia portería un centro envenenado del incombustible Ivica Olic. Los corazones volvieron a latir cuando Neymar golpeó dos veces y Oscar sentenció en el descuento. La primera piedra estaba puesta, pero el edificio necesitaba muchos más cimientos.

El empate contra México no hizo sino llenar de dudas y desazón el ánimo del pueblo brasileño, pero cuando todo parecía dirigido a la crítica feroz llegó un balsámico cuatro a uno contra Camerún con otro doblete de un Neymar dispuesto a darlo todo para hacer feliz a sus compatriotas. En los octavos, ante Chile, la lágrima estuvo a punto de estallar cuando Hulk falló el cuarto penalti de la tanda y parecía que los fantasmas del pasado regresaban al vuelo, pero Neymar enfundó el quinto y Gonzalo Jara erró el suyo para darle a Brasil toda la vida que necesitaba.

Pero aquella manera de caminar dando bandazos no era la más prometedora. En la siguiente ronda tocaría otro equipo sudamericano igual de duro y correoso que los chilenos con el aporte de un James Rodríguez que venía haciendo el torneo de su vida. Aquel partido, Brasil lo solventó con carácter gracias a un gol de cada uno de sus centrales, pero fue una victoria agridulce que se cobró la lesión de Neymar, quien terminó el partido con una vértebra fisurada después de una terrorífica entrada de Zúñiga, además de la segunda tarjeta mostrada a Thiago Silva. Así pues, el peaje para pasar a semifinales era la baja de sus dos jugadores más importantes quienes tendrían que ver el partido ante Alemania lejos del terreno de juego y rezando para que aquella falta de referentes no se notase sobre el césped.

Pero se notó. Vaya si se notó. Lo que ocurrió aquel ocho de julio de 2014 es, como aquel Maracanazo uruguayo del cincuenta, historia pura del deporte y del fútbol brasileño. Historia negra, pero historia. Porque todos los que vimos la exhibición alemana quedamos perplejos ante la facilidad del baile y ante la nula reacción de un equipo brasileño que, cuando recibió el primer golpe, cayó a la lona cual niño débil de parvulario.

Y eso que Brasil trató de salir intenso, pero cualquier conato de apuro era solventado por el centro del campo alemán como ese tripitidor de Cou que juega con la chorra fuera en el patio del instituto. Khedira dio un máster, Kroos impartió un canon y Müller campó a sus anchas entre las líneas brasileñas. No iba ni media hora de partido y los brasileño, atónitos, observaban como estaban siendo derrotados por cero goles a cinco. Aquello volvía a ser el cúlmen de sus peores pesadillas. Si en el cincuenta, un grupo de escuálidos uruguayos se habían atrevido a dislocar el orden establecido, estaba vez era un grupo de fornidos alemanes quienes estaban lanzando por los aires todos los pronósticos. El uno a siete final no hizo sino dejar en claro que aquella Brasil no era fiera ni pintona y que Alemania había regresado de su infierno particular para demostrarle al mundo que fútbol más sencillo es el más difícil de jugar.

El dieciséis de junio de 1950 fue fecha negra por acción y el ocho de julio de 2014 lo fue por omisión. Y analizadas ambas vicisitudes queda el orgullo en una y la vergüenza en la otra, porque perder después de merecer ganar duele, pero no deja de ser un lance del juego, sin embargo, perder sin hacer hincapié en el intento de ganar, no sólo duele sino que avergüenza. Por ello, aquellos brasileños del cincuenta cosieron sus heridas sabiendo que el camino no era incorrecto, mientras que estos brasileños de hoy siguen buscando un sentido a su fútbol sin saber que si se han alejado de la victoria es, simplemente, porque se han alejado de su esencia. El Maracanazo les puso de frente con la mentira, pero el Mineirazo les puso de frente con la verdad y ocho años más tarde parecen no haber terminado de asumirla.

domingo, 4 de diciembre de 2022

Camino del abismo

Si algo debe tener claro un equipo de fútbol es que jugando mal no se llega a ningún sitio. Durante algún tiempo, se hizo extensible una falacia que, de tanto ser contada, terminó alcanzando tintes de verdad a medias, esa que, aplicada al análisis, termina siendo la peor de las mentiras. A medida que el Atleti iba ganando partidos, superando barreras y desmitificando populachadas, se dictó, por norma, que el juego del equipo era bronco, estúpido y aburrido. No siempre fue así. Mi
entras el equipo se instaló en la grandeza más absoluta, dejó en el tintero más de una docena de partidos memorables y gestas en estadios donde solamente los valientes son capaces de escribir páginas de memoria. Todo cambió el día que Simeone vio a su equipo agotado y decidió jugarse el cartucho de toda una final de la Champions League a la lotería de los penaltis. El derbi, el mismo duelo que le había coronado como estratega en partidos anteriores, se convirtió en su tumba mediática. A raíz de entonces, el equipo se contagió de la palabra ajena y se convirtió, durante muchos meses, en una conjugación más cercana a la nada. Aunque tuvo excesos de grandeza contagiándose del ánimo de su propio discurso, aquellos lodos fueron fabricando un barro tan pesado que cualquier paso, a lo largo de las temporadas, cuesta aún más que el anterior. Le cuesta combinar, le cuesta presionar y, por ende, le cuesta un mundo ganar. Una pésima señal es la de terminar dando la razón a tus detractores. Una señal aún peor es la de caminar cuesta abajo y sin frenos. O mejora su fútbol y, sobre todo, o mejora su condición física y anímica, o el Atleti se encamina al abismo.

lunes, 28 de noviembre de 2022

Desde el fondo del pozo

Cuando el marroquí Said Belgola pitó el final del partido entre Francia y Brasil que coronaba a los franceses como campeones del mundo en París, Ronaldo Nazario, el fenómeno creyó que allí terminaba la peor de sus pesadillas. Apenas veinticuatro horas antes, una voz de alarma sonó en los pasillos del hotel donde se concentraba la selección brasileña: Ronaldo se moría. Si jugó aquel partido no fue por prescripción medica sino por imperativo moral. No debió hacerlo. Brasil no compareció y Francia ganó por apabullamiento físico. Quedaban cuatro años para llegar a Tokio y debían volver a empezar. Lo que nadie sabía entonces es que el camino a seguir se iba a convertir en poco menos que una pesadilla.

Tras una primera temporada fabulosa en el Inter de Milán, Ronaldo siguió siendo el mejor jugador del mundo durante la temporada siguiente. El Balón de Oro fue para Zidane, el mago francés que ejerció de ejecutor en la final del mundial, pero el tipo más decisivo era brasileño y lucía el número nueve. Por ello, cuando comenzó la temporada 1999-2000 todos exigían ya que el Inter diese el paso definitivo hacia la gloria.

Sucede en el Inter una mal gestionada autoexigencia que, a menudo, le ha conducido hacia la autodestrucción. Durante los noventa y hasta muy avanzados los dos mil, el equipo invertía sin techo y cada año comenzaba un nuevo proyecto entregando las riendas a un entrenador diferente. Mientras Milan y Juventus crecían exponencialmente, el Inter miraba de soslayo como otros equipos, aparentemente menores como Lazio y Parma, no sólo le mantenían el pulso sino que, en muchas ocasiones, incluso le superaba. Por ello, cuando el enésimo proyecto estaba agotado, Moratti le dio las riendas a la desesperada a Marcelo Lippi y la hinchada respiró hondo creyendo que aquella iba a ser la definitiva.

Pero la idiosincrasia del Inter no es la misma que la de la Juve, menos dada la extravagancia y más a la concordancia. Lippi fracasó en el Inter y antes de hacer las maletas camino de regreso a Turín, hubo de ver como algunos de sus mejores jugadores se marchaban a sudamérica para iniciar la fase de clasificación de cara al mundial de Japón y Corea.

En el primer partido de la misma, Brasil se enfrentó a Colombia y rascó un punto en Bogotá ante Colombia. Ronaldo, que había tenido molestias musculares durante las últimas semanas, no fue convocado por Wanderley Luxemburgo quien formó con la dupla formada por Jardel y Elber, dos de los delanteros de moda del fútbol europeo y que nunca más volvería a coincidir en toda la fase de clasificación.

El siguiente partido sería en Toledo ante Ecuador. El comienzo no había sido el mejor y lo peor, más allá del resultado, había sido la imagen ofrecida. Un equipo plano, sin ideas y que terminó dando por bueno el empate. Luxemburgo hubo de sufrir la feroz crítica y apostó sus fichas a la carta del mejor jugador del mundo. Con Ronaldo será otra cosa.

Ronaldo reapareció el día doce de abril del 2000 en un partido ante el Lazio. Su objetivo era ponerse en forma de cara al sprint final de temporada y así ayudar a su selección en el objetivo de clasificarse para el mundial de Japón y Corea. Apenas seis minutos después de ingresar en el terreno de juego, mediada la segunda parte, encara a Fernando Couto en la frontal del área y cuando quiere tirar dos bicicletas siente un chasquido en su pierna derecha. La caída es instantánea, el dolor es escalofriante, acuden los médicos, los compañeros se echan las manos a la cabeza y el jugador es retirado en camilla entre lágrimas y aullidos. Los pronósticos, de primeras funestos, no pueden confirmarse de peor manera; rotura del tendón rotuliano y una baja tan prolongada como inestimable.

Doce días después, Brasil recibe a Ecuador fundida en la conmoción. Edilson y Marcio Amoroso forman la dupla de ataque y comienza a sumarse un jugador que resultaría decisivo a pesar del comienzo de su declive; Rivaldo. El partido es duro y el doblete de Rivaldo termina por decantarlo a favor de un Brasil que va con la lengua fuera. Ya sin Ronaldo, han de buscarse la vida goleadora por algún lado y es Zago, el central de la Roma quien, aprovechando un balón suelto, pone el cero a uno definitivo en Perú en un partido a cara de perro.

Siete puntos en tres partidos no es el peor botín, pero toca visita de Uruguay a Maracaná y eso siempre hace revivir viejos fantasmas. El partido es un dolor de muelas, Darío Silva marca nada más comenzar el partido y cuando apenas quedan unos minutos para el final, Rivaldo marca un gol que terminaría siendo decisivo. Empate, ocho puntos y toca visita a Paraguay.

Hablar del Paraguay de principios de siglo es hablar de un equipo fuerte, aguerrido, que no regala nada y que, sobre todo, no sabe dudar. Han dejado fuera a España en el anterior mundial y casi dejan fuera a Francia, a la postre campeona. Por ello, Brasil espera un partido incómodo, pero no cuenta con el volteo que le pega la selección paraguaya. Ante un público entusiasmado, Campos marca en los minutos finales y Brasil se ve derrotado por vez primera en la fase de clasificación. No sería la última. Empieza un camino de baches que le llevaría al límite de sus posibilidades.

La preocupación se agranda cuando son conscientes de que el próximo rival es Argentina. El equipo de Bielsa es un rodillo que ha ganado los cinco partidos del grupo y llega a Brasil sediento de sangre. Ante una hincha enfervorizada, Vampeta, hombre de confianza de Luxemburgo, hace el partido de su vida y anota dos goles que hacen respirar a Brasil. Llega la euforia, temida enemiga que juega una mala pasada en el siguiente partido. Brasil visita Santiago de Chile y se lleva un revolcón terrible. En un partido perfecto de los chilenos, los cariocas se ven borrados del mapa y se marchan a casa con un tres a cero harto doloroso. Han pasado siete fechas y el equipo es tercero empatado con Uruguay y Paraguay, todos con once puntos. Los dos siguientes partidos, en teoría, son los más fáciles; esperan Bolivia y Venezuela y Luxemburgo va a tirar de los clásicos.

Romario, como bien dijo Valdano, era un jugador de dibujos animados. Si Luxemburgo decide contar con él es más por necesidad, agobio y presión popular que por verdadera vocación. Su relación nunca fue fácil, pero tener en su casa al mejor goleador de Brasil mientras Ronaldo está lesionado, es un lujo que ningún entrenador se puede permitir. Romario ya es mayor, viene de vuelta y es un habitual en las noches de Río, pero, como decirlo con tres palabras; es un puto genio. Le marca tres a Bolivia y cuatro a Venezuela. De repente, Brasil es segundo, con diecisiete puntos y tiene otra cara. La gente es feliz pero la sonrisa se desdibuja cuando saben que llega Colombia para inaugurar la segunda vuelta de la fase de clasificación y no está Romario. Claro, que tampoco está Luxemburgo quien, harto de desplantes propios y ajenos, decide abrir la puerta y salir corriendo. El partido es un suplicio y Leao, nuevo seleccionador en espera de una asignación más mediática, alinea a França y Edmundo en la línea de ataque. También da minutos a un joven emperador llamado Adriano, pero el partido sólo se resuelve con un gol de Roque Junior en el minuto noventa y tres.

De repente, el equipo de Leao es aún peor que el de Luxemburgo y a esa apatía no escapa ni Romario. La vuelta de O Baixinho no resuelve los problemas y Brasil pierde en Ecuador para, seguidamente, dejarse dos puntos en casa ante Perú. La solución a los problemas debería estar en Luiz Felipe Scolari, pero el nuevo seleccionador no es capaz de ganar en Montevideo donde un gol de Magallanes termina con Brasil y la deja, en la jornada trece en el quinto puesto empatado con Uruguay, ambos con veintiún puntos y virtualmente fuera del mundial. Quedan cinco fechas y nadie sabe si la pesadilla terminará en tormenta o escampará en un despertar aliviante.

Paraguay está dos puntos por delante y se está mostrando como una selección muy competitiva. Por eso, cuando sale derrotado por dos a cero de Porto Alegre, nadie espera una mejora carioca tan significativa. La victoria es balsámica y Scolari comienza a crear un grupo fuerte con el que irá a la guerra. Allí están Lucio, Roque Junior, Roberto Carlos, Edmilson y Rivaldo. El incipiente Ronaldinho llama la puerta con fuerza y el fenómeno Ronaldo comienza a dar buenas noticias referentes a su recuperación.

A falta de cuatro fechas y con la clasificación en juego, Brasil visita Argentina en el que será, a priori, el partido más difícil de los que restan. Ayala marca en propia meta en el minuto dos y el ejercicio de resistencia se cae con el gol homónimo de Cris que supone la remontada argentina. Vuelve a jugar Elber en un sistema de tres centrales y dos carrileros que, aun siendo contranatura en el clasicismo brasileño, terminará dando sus frutos. A falta de tres partidos, Brasil es quinto empatado a puntos con Uruguay con Colombia con un punto por detrás. Ahora mismo jugaría la repesca contra un equipo de la zona oceánica y su única oportunidad pasa por ganar los tres partidos y que Uruguay y Colombia pinchen en alguno de ellos.

El siete de octubre de 2001, Rivaldo da la victoria a Brasil ante Chile al tiempo que Uruguay y Colombia empatan a dos en Montevideo. El suspiro de alivio es tan grande que se escucha en toda sudamérica. Quedan dos partidos, ante bolivia y Venezuela y Brasil depende de sí mismo. Queda viajar a Bolivia y esperar la visita de la cenicienta Venezuela para no ser infiel a la historia y seguir estando en todos y cada uno de los mundiales.

Dos días antes del partido ante Bolivia, Ronaldo reaparece en un Inter ya entrenado por Héctor Cúper. Son sólo unos minutos y en una carrera contra su ex compañero del Barça, Popescu, siente una molestia en la parte trasera de su muslo izquierdo. Es el precio que paga por la larga inactividad. Por precaución, vuelve a retirarse y estará otro mes en la enfermería.

Entre dudas y certezas, la selección brasileña llega a Bolivia y, como tantas otras selecciones anteriormente, se deja caer por la altura de La Paz. El resultado es terrible; tres a uno a pesar de comenzar ganando. Por suerte para ellos, Uruguay no ha pasado del empate en Ecuador, pero Colombia ha ganado a Chile y están empatados a veintisiete puntos con los uruguayos sólo un punto por detrás. La última jornada debe ser sencilla, ya que llega Venezuela a Brasil, última de grupo y Uruguay recibe a la intratable Argentina al tiempo que Colombia visita Paraguay. Una victoria y está hecho ya que la diferencia de goles con Colombia está ganada gracias a aquel gol postrero de Roque Junior en el comienzo de la segunda vuelta.

El catorce de enero de dos mil dos, apenas seis meses antes del comienzo del mundial, Brasil resuelve el trámite ante Venezuela en muy pocos minutos. Aquel partido deja alguna certeza, como es la inclusión de Ronaldinho y la esperanza de cara al futuro siempre que Ronaldo se recupere del todo, pues Scolari está dispuesto a esperarle. Su reaparición se había producido un mes antes, en un partido ante el Brescia en el que había anotado el único gol del partido, gran señal. Y es que de los genios no hay que dudar nunca.

En el primer parón de selecciones tras la clasificación para el mundial, Brasil recibe a Yugoslavia en un partido amistoso y, después de dos años. Prometí esperarte y te he esperado, le sonríe Scolari. Y Ronaldo, que también vive con la sonrisa perenne agradece el detalle y espera su momento. Aquel día es suplente y tiene que ver desde el banquillo como Luizao, con quien se tendrá que jugar las castañas, anota el único gol del partido. Pero Brasil está de fiesta; el héroe a vuelto y quedan tres meses para ese momento tan especial en el que cada cuatro años el país entero se paraliza.

Tras varias semanas de baja de nuevo por varias recaídas musculares, Ronaldo reaparece de nuevo en un partido contra el Brescia en el que anota los dos goles del Inter que sirven para remontar el partido. En un sprint final apoteósico, Ronaldo marca diez goles en siete partidos con el Inter y ya nadie duda de que estará en la lista de veintidós convocados para el mundial de Corea y Japón. No puede correr como antes, ha cogido peso y rehuye el choque, pero sigue teniendo ángel de cara a la portería. No se puede prescindir de un jugador así. Y para corroborarlo, Scolari le convoca para el amistoso que se jugará contra Portugal tres días más tarde. Vuelve a ser suplente, pero en los pocos minutos que juega deja muy buenas sensaciones, así que los pronósticos se cumplen y Scolari le convoca para el mundial, ya sólo falta saber qué Ronaldo se verá y, sobre todo, qué Brasil se verá.

El único amistoso previo al mundial es placentero. El rival es Malasia y Brasil gana tres a cero con un gol de Ronaldo que, por primera vez en mucho tiempo es titular con el nueve en la selección brasileña. Han tocado los tambores y se da el pistoletazo de salida. El último partido de Brasil en un mundial había sido, ni más ni menos, una final, pero desde entonces Brasil había empobrecido su juego al tiempo que el resto de rivales de sudamérica habían crecido exponencialmente. Por ello, no se esperaba mucho de la verdeamarelha en aquel mundial pero sí se espera, por el contrario, un buen mundial de Uruguay, Paraguay, Ecuador y, sobre todo, Argentina.

Pero los pronósticos se caen a la primera de cambio. Ni Uruguay, ni Paraguay, ni Ecuador, son capaces de ganar sus partidos y tan sólo Argentina y Brasil son capaces de salvar el honor sudamericano, algo que empeorará en la segunda jornada cuando Paraguay pierda con España, Ecuador con México y Argentina contra Inglaterra. Uruguay apenas rasca un empate contra Francia y vuelve a ser Brasil quien salva el honor de la zona latina goleando a China por cuatro goles a uno.

El desastre se consuma en la última jornada. Argentina y Uruguay no pasan del empate y caen eliminados, Ecuador gana a Croacia pero el empate de Italia le condena a la eliminación y Paraguay se clasifica con apuros después de ganar a Eslovenia. Brasil, mientras tanto, sigue a lo suyo, le marca cinco goles a Costa Rica y se clasifica con solvencia sumando nueve puntos con cuatro goles de Ronaldo. Se abre un mundo nuevo.

Los octavos dejan a Brasil como único representante sudamericano después de que Alemania se deshaga con muchos apuros de Paraguay gracias a un gol de Neuville a última hora. Brasil, por su parte, gana solventemente a Bélgica, con un nuevo gol de Ronaldo y va encontrando sensaciones y, sobre todo, alegría en su juego. No es la mejor Brasil, parapetada con tres centrales y dos medios defensivos, pero sus laterales son los mejores de la historia y por delante, la triple erre, Ronaldinho, Rivaldo y Ronaldo, se encargan de disipar cualquier conato de rebelión en el equipo rival.

Y son Ronaldinho y Rivaldo quienes se encargan de liquidar a Inglaterra en cuartos para que, en semifinales, una genialidad de Ronaldo tumbe a Turquía y catapulte a Brasil a su tercera final consecutiva en un campeonato del mundo. Aquel día, Ronaldo apareció con todo el pelo rapado excepto un pequeño mechón abultado en su flequillo. Creyó que todo el mundo iba a estar pendiente de su juego y para quitarse presión, decidió hacerse ese extraño peinado para que todo el mundo comenzase a hablar de su pelo. Así se quito presión y se consolidó, una vez más, como el mejor futbolista del planeta.

En la final espera Alemania. Para cualquier otro equipo, jugar la final de un mundial significaría un exorcismo completo, pero para Brasil no hay otra opción que la victoria o todo el trabajo de Scolari no quedará más que en anécdota y mal recuerdo. Ante una Alemania que aprieta y goza de las mejores ocasiones, Ronaldo vuelve a sacar su genio de la chistera para anotar dos goles y coronarse ante el mundo. Aquella Copa al cielo en manos de Cafú no es sólo un logro, es una redención, una promesa cumplida y, sobre todo, la certeza de que todo un pozo tiene fondo pero que el talento, la fe, la constancia y la valoración ajena, forman una cuerda más que sostenible a la que poder agarrarse no sólo para salir de allí sino para remontar el camino y poder demostrarle al mundo que las leyendas no se forman por casualidad.

martes, 15 de noviembre de 2022

Pica de confianza

La victoria ajena no es fácil de digerir. Aunque mucho menos lo es la derrota propia. Por más méritos que haga el Atlético, siempre habrá un sector que, escocido por motivos diversos, estará dispuesto a lanzar sus misiles contra la línea de flotación de Diego Simeone. Siempre habrá tipos dispuestos a encontrar una mota de polvo en el mueble impoluto, la mancha de tinta en el folio en blanco o el matiz inadecuado en el análisis posterior. La victoria ajena a veces duele tanto que no nos sentamos a confrontar los lugares desde los que se recorrió el camino. Siempre un pero, siempre una mueca de insatisfacción.

Peor aún es cuando la crítica llega desde el propio sector interno. No pretendo evangelizar el cholismo porque los resultados hablan por encima de la memoria reciente. Estar en desacuerdo con el entrenador no significa tirarlo a la basura, el problema es que hay demasiada gente que ha perdido la memoria y la noción de la realidad. Pretender ser el rey cuando hace dos días eras mendigo es como soñar por encima de las posibilidades. Después de las derrotas ante Cádiz y Mallorca no fueron pocos los que salieron a la palestra para rendir cuentas pendientes. La derrota duele, casi siempre en demasía. Lo innecesario es apelar al pequeño fracaso para justificar las ganas de revancha. Cuando se habla de falta de ambición se olvida que este equipo se convirtió en casi intratable, precisamente, porque se merendó, con grandes dosis de competitividad, a casi todos los rivales con los que se fue cruzando.

Sin ambición no se llega a ser uno de los mejores equipos del mundo. Deberíamos tener en cuenta esta última afirmación porque muchos, entre los que me encuentro, aún tenemos que frotarnos los ojos antes de pronunciar la frase. “Uno de los mejores equipos del mundo”. Para un equipo que hace una década se peleaba consigo mismo y había perdido la vergüenza y la identidad, llegar a ser algo así es como ser protagonista del cuento de la cenicienta. Solo falta esperar a que las campanas tarden mucho en anunciar la llegada de la medianoche, porque solamente entonces, cuando falte nuestro hada madrina, será cuando seamos capaces de valorar todo lo logrado. Más allá de jugar con un francés o hacerlo con un portugués, el debate debería centrarse en gracias a quién, el Atlético se ha consolidado en la cúspide. Cuando todos lo tengamos claro será el momento de empezar a autoexigirnos un poco de agradecimiento. El hambre voraz de este Atleti no ha tenido parangón en ningún momento de su más reciente historia.

sábado, 5 de noviembre de 2022

Pichichis: Amancio Amaro

Si entre miles y miles de futbolistas, la IFFHS te nombra el octavo mejor jugador español del siglo XX, es que has sido bueno o, directamente, muy bueno.

Amancio Amaro fue muy bueno. Con diecinueve años gobernaba los partidos vestido con la blanquiazul del Deportivo La Coruña y llegó a pasar hasta catorce temporadas jugando en el Real Madrid, lo que son palabras mayores. Allí, sus diagonales buscando el área y encontrando tesoros, se hicieron tan famosas que la gente dejó de ir al fútbol para ver a Di Stéfano y pasó a ir al fútbol para ver a Amancio.

Y eso que su fichaje no fue sencillo. El Deportivo pedía doce millones de pesetas, un dineral de la época y Bernabéu necesitaba llegar a la cifra más las arcas del Madrid estaban vacías. Por ello pidió un préstamo al directivo Lusarreta, dueño de varios cines de Madrid, asegurándole que aquella inversión le iba a salir rentable. Por ello, el chico, que siempre respondió en el campo, tuvo siempre el favor del presidente, quien le convirtió en uno de sus ojitos derechos. No era para menos; su explosividad en los últimos metros ganó muchos partidos y levantó muchas copas. Había nuevo ídolo.

Y eso que los comienzos no fueron fáciles. El runrrún del estadio siempre altera los impulsos y aquel chico, callado y tímido, también se dejó impresionar. A pesar de la insistencia de Bernabéu en que el chaval era un fenómeno, no todos lo tenían claro. El día que fue condecorado con la Real Orden del Mérito Deportivo, debió acordarse, sonrisa mediante, de esos momentos, porque la realidad fue la de un futbolista diferente, que puso en pie la tribuna y que se consagró en aquel partido en San Siro cuando, infierno mediante, fue capaz de acallar a las huestes anotando el gol que conducía al Madrid a su octava final de la Copa de Europa.

Dos años antes, en 1964, había ganado el Balón de Bronce y ya para entonces se discutía quién podía ser el mejor futbolista gallego; si el imperial Suárez o el chico que llegó al Dépor para hacerle olvidar, el tremendo Amancio Amaro. El hombre que, desde niño, se apostaba sobre la salida de vestuarios de Riazor, para ver salir a los futbolistas y soñar ser un día como ellos. Y lo fue. Debutó con un Dépor caído a segunda división y luchó con todas sus fuerzas hasta ascenderlo. Fue en la cuarta temporada, la de su consagración, la de decirle al mundo que allí había un futbolista de verdad.

El Madrid le hizo un homenaje el día tres de septiembre de 1975. Entonces seguía aún en activo, pero la normativa del club indicaba homenajear a aquellos futbolistas que habían permanecido al menos diez años en el club. No tardó mucho más en retirarse. Cuando lo hizo, se puso el chándal y tomó las riendas del Castilla desde el que, con su olfato e intuición, formó un grupo que no sólo fue campeón de Segunda sino que nutrió al primer equipo de una pandilla de jugadores extraordinarios conocidos como La Quinta del Buitre.

Como jugador del Madrid, ganó dos veces el trofeo Pichichi de máximo goleador de Primera División, ambos compartidos con los jugadores del Atlético, Gárate y Luis, lo que indica que, más allá de su pasión por el regate, también tenía mucho gol. Pero casi nunca se quitó de encima el sambenito de ser un chupón. "Amancio, te sobra un regate". Decían siempre en los mentideros. Y es que, claro, es muy fácil hablar a posteriori. Pero el ídolo de masas seguía a lo suyo, que era el ganar y dar espectáculo.

No tardó en hacerse con el número siete, dorsal que ya había glorificado Kopa y que, a partir de él, vistieron los mejores jugadores de cada generación. Era el número que portaba en La Coruña, allá donde se consagró  de donde no pensaba salir. Era feliz, simplemente. Por ello entró acojonado al Hotel Atlántico, donde le esperaba Santiago Bernabéu vestido de marino. El presidente blanco quería renovar el equipo y se había fijado en aquel joven gallego que era imparable con el balón en los pies y siempre sacaba algo a favor de su equipo en cada jugada; bien un gol, bien un penalti o bien una falta en el borde del área. Y sacar un penalti o una falta al borde del área, teniendo a Puskas en el equipo, era sinónimo de gol. El mismo Puskas con el que terminó formando pareja de ataque, el que se enfadaba con él si no se la tiraba al pie y el que le enseñó los secretos del lanzamiento a portería. El Puskas que dio un puñetazo en la mesa cuando Amancio descabalgó a Hungría del camino hacia la final de la Eurocopa del sesenta y ocho con un gol postrero, el Puskas que le felicitó cuando, ya retirado, vio como su pupilo tenía el honor de formar parte de la prestigiosa selección FIFA formada en 1968 como consecuencia de la conmemoración del décimo aniversario del primer título mundial de Brasil.

Con su característica peca, fruncida en una sonrisa, acudió a Río cargado de ilusión igual que había acudido a Ghana para jugar su primer amistoso con el Real Madrid en 1962. Allí, en un desvencijado vestuario, encontró una camiseta con el número siete pero sin el escudo cosido en el pecho. Cuando se acercó al capitán para comunicárselo, Di Stéfano, con pose de Don Alfredo, le dijo con la voz muy seria: "El escudo del Real Madrid no se regala, hay que ganárselo". Entonces entendió que a lo mejor tenían razón los que decían que era un futbolista demasiado grande para el Deportivo, pero aún era un futbolista pequeño para el Real Madrid. Pero la dimensión se gana en el campo y, sobre todo, en los grandes escenarios. En la Copa de Europa, Amancio hizo veintiún goles, uno de ellos en la final del sesenta y seis ante el Partizán de Belgrado, que consagró al Real Madrid bautizado como de los ye-yes.

Él ya tenía un idilio personal con el gol desde jovencito, y así consiguió ser Pichichi de Segunda División en la temporada 1961-62, el año de su consagración. Justo la temporada en la que el Madrid vende a Luis Del Sol a la Juventus y trata de sustituir su plaza con un jugador de perfil más bajo. Bernabéu le dice a Muñoz que Amancio es un interior fabuloso, pero Muñoz, que ya tiene a Félix Ruiz en la plantilla, opta por el navarro como interior, relegando al gallego al puesto de extremo diestro. Así que a Bernabéu le tocó esperar la explosión de su niño bonito, el mismo del que Emilio Rey, buen amigo y yerno del dueño de La Voz de Galicia, le había avisado que iba a fichar por el Barça, sí que tuvo que hacer de patriarca como cuando hubo de convencerle para que no aceptase la suculenta oferta del Milan en el verano de 1964.

Con la selección, Amancio jugó cuarenta y dos partidos y anotó once goles. Esas cifras, en una época en la que apenas había amistosos y torneos, son extraordinarias, como extraordinario era él sobre el campo; un artista de andares zambos que driblaba todo lo que se el ponía por delante. El gen ganador se lo entregó Di Stéfano, jugando más retrasado por la edad, le enseñó a buscar siempre la victoria. Y claro, costó, no mucho, pero costó. En su primer día contra el Anderlecht, quedó tan impresionado por el ambiente que le temblaron las piernas. En el entretiempo no sabía ni donde estaban los vestuarios. El Madrid empató a tres y cayó por uno a cero en Bélgica. Eliminados de la Copa de Europa a la primera. No era el mejor comienzo.

Pero pronto se rehízo. En la temporada 1969-70, doce años después de su debut con la camiseta del Deportivo, volvió a ganar el trofeo Pichichi. Para entonces ya le llamaban El Brujo, porque lo suyo eran brujerías, hechizos y fenómenos paranormales. Era imposible quitarle la pelota cuando conducía en zigzag dirección a la portería. Tres días después de su precipitado debut ante el Anderlecht, Amancio anotó uno de los goles de la victoria del Madrid en Sevilla ante el Betis. Empezaba a poner la primera piedra. Para entonces, en las concentraciones, aún no tenía galones y tenía que ver de lejos la mesa de los dioses donde se sentaban Di Stéfano, Puskas, Gento y Santamaría. Su lugar era más alejado del presidente, pero poco a poco fue ganando galones hasta convertirse en un líder silencioso.

Fue Fifo y fue Uefo, lo que quiere decir que formó parte de una selección Fifa, pero también de una selección Uefa, porque a la hora de elegir a los mejores, él siempre estaba de los primeros en la lista. Fue ganando peso en el equipo hasta que, al fin, pudo lograr su objetivo de jugar como interior derecha, mucho más cerca del área y más lejos de la banda. Fue su mejor época, sin duda, en la que mantuvo la mirada de niño travieso pero también comenzó a forjar la cabeza de un entrenador, pero fue, también, la posición en la que tuvo sus dos lesiones más graves, una en Barcelona y la otra, terrorífica, en Granada.

Joan Torrent era un jornalero del fútbol. La cábala, que no se dio, le podía haber cruzado con Amancio de otra manera, ya que el gallego estuvo a punto de firmar por el Barça antes de la irrupción de Bernabéu, pero el tiempo quiso se que se viesen como rivales y que el defensa del Barça se hubiese humillado en Chamartín. Como quiera que soportó todo tipo de críticas, cuando el Madrid devolvió visita a Barcelona, Torrent jugó con Amancio dado de la mano. Ni a respirar, se dijo. Y un mal golpe, más fortuito que causal, pero consecuente con la tensión acumulada, mandó al siete del Madrid, siete meses a la enfermería.

Pero peor fue lo de Granada. Bien es conocida la mala fama que gastaron los defensores del Granada en los años setenta. Allí estaban Aguirre Suárez, rebotado del Estudiantes argentino después de mil fechorías, Montero Castillo, uruguayo grandote que no hacía prisioneros y Pedro Fernández, uruguayo también y con menos fama que sus compañeros pero mucha peor leche. Resulta que los tres fueron un día a Chamartín y, a parte de salir goleados, Fernández se llevó un codazo de Amancio que le rompió la nariz. Su salida del campo fue concisa: "No vayas a Granada, porque si vas a Granada, te voy a matar". Y, claro, Amancio no quería ir a Granada. Se borró un año y se borró al siguiente, pero dio la circunstancia de que ambos equipos quedaron enfrentados en el sorteo de Copa del Rey y Amancio pensó que, o bien a Fernández ya se le había pasado el enfado o bien el entrenador no iba a contar con él en la partida. Y el caso es que ambos jugaron y que Amancio ganó un balón cerca del área y allí apareció Fernández para propinarle la patada más salvaje de la historia del fútbol español. Le desgarró todo; piel, músculos y huesos. Después de aquello, Amancio, que había sobrepasado la treintena, se convirtió en un ex futbolista que apenas fue capaz de jugar un puñado de partidos a segunda velocidad.

A raíz de ahí, llegaron los recuerdos; todos grandes o muy grandes. Campeón de Europa con el Madrid y con la selección junto a Suárez y Villa en la apoteosis del fútbol gallego, los veinticinco goles en veintiséis partidos la temporada de su consagración en La Coruña, aquel hat-trick al Barça que le valió el titular "De profesión extremo, de vocación interior", o las nueve ligas y tres copas ganadas vestido de blanco. Y eso que, cuando, con quince años debutó en el Victoria Club de Fútbol, equipo carismático donde se dio a conocer, no tenía mayor sueño que el de jugar al fútbol, sin parar, más allá de las copas y los reconocimientos.

Igual que había deslumbrado en Coruña con el Victoria, deslumbró en Madrid el día que vino a jugar una eliminatoria de Copa contra el Plus Ultra. Marcó un gol y todo el mundo se quedó con aquel delantero con cara de niño, un sambenito que le persiguió por siempre y que no se quitó ni en su intento de dejarse bigote; Bernabéu, a quien no gustaban los futbolistas con bigote, se acercó a él y le espetó; "Tiene aún más cara de niño". A afeitarse y a seguir jugando.

Curtido en la España de la posguerra, Amancio cultivó el regate como modo de supervivencia, en su primer año marcó quince goles y dejó muestras de lo que podía llegar a ser. Con el tiempo, una tonadilla recorrió el país y tomó mimbres de fama: "La raspa la inventó Amancio con el balón, Amancio pasa a Pirri y Pirri tira a gol". Era un Madrid nuevo, deslumbrante, joven, apoteósico, un Madrid liderado por Amancio, que jugó un total de quinientos setenta y nueve partidos y anotó doscientos veinticuatro goles. Unas cifras de leyenda, unas cifras de un tipo que se incrustó en la memoria colectiva y aún hoy resurge en las conversaciones de barra de bar, porque todos aquellos que le vieron, no le pudieron olvidar.


jueves, 20 de octubre de 2022

Ahora me ves

La Copa de la Liga fue un invento de José Luis Núñez en un intento desesperado por captar más ingresos y conseguir que el fútbol patrio se pareciese un poco al británico. Aquella idea no cuajó pero dejó cuatro ediciones que hoy son consideradas de lujo y que incluso permitió a un modesto como el Real Valladolid, estrenar su palmarés con una coma que reluce majestuosamente en su vitrina.

Una vez terminada la liga, todos los equipos de primera división, a lo largo del mes de junio, se enfrentaban en eliminatorias a doble partido hasta alcanzar la final que se jugaría en el mismo formato. En la primera edición, en 1983, la final soñada se jugó entre Real Madrid y Fútbol Club Barcelona. Como quiera que ambos ya se habían enfrentado en la final de la Copa del Rey tres semanas antes, aquel doble enfrentamiento tenía márchamos de revancha para los madridistas y ánimo de humillación para los culés.

El veintiséis de junio, en el Santiago Bernabéu, se vivió el momento más icónico del torneo y por el que valió la pena su corta duración cuando Maradona recibió la pelota en un contraataque conducido por el Lobo Carrasco. Lo que le quedaba por delante eran cincuenta metros y un portero, Agustín, que salió a tapar lo mejor que pudo. Pero entonces, el Diego, ya coronado como el tipo con más talento del planeta, ideó un truco de magia que dejó a los aficionados boquiabiertos y mantuvo al mundo expectante.

Porque, durante dos segundos, Maradona detuvo el tiempo. Fue el lapso que tardó, después de regatear al potero, entre abandonar lo fácil y entregarse a lo difícil. Porque los magos son así; ahora me ves, ahora no me ves. El truco de prestidigitation de Maradona se cobró a Juan José como víctima. Sandokan, comprobando como la pelota iba a terminar en gol sin remisión, se lanzó como un tigre malayo en busca de su presa, pero nunca llegó a entender cómo El Diez le escondió el balón. Pisadita, Juan José contra el poste y el Bernabéu aplaudiendo el gol de un jugador que no era de los suyos.

Y es que a los buenos magos, siempre hay que admirarlos.

Aquella Copa la ganó el Barça aunque, después de aquello, ya daba igual. El torneo apenas sobrevivió cuatro ediciones aunque, después de aquello, todo dio igual. Fue efímero, agotador y poco atractivo, pero gracias a él recurrimos al Diego cada vez que hay un clásico porque una calurosa tarde de junio, en el mayor escenario posible, ideó un truco de magia aún no igualado por nadie.

jueves, 13 de octubre de 2022

Virguería

La virguería es el asombro, la conciliación entre la imaginación y el arte, el grito de emoción, el espasmo en ojo ajeno, el atrevimiento, el ir más allá, el roce con el ridículo, el riesgo supremo y, sobre todo, una salida por la puerta grande de la memoria. Porque en la virguería sobrevive el espíritu del artista, el trago del bohemio, la sonrisa del soñador y la palabra del charlatán. Ahora me ves, dice el mago. Ahora no me ves.

El virguero es un futbolista en extinción, es un tipo mal mirado por atrevido y por iconoclasta, es un hombre pegado a una pelota de cuero, es un jugador de póker que siempre va de farol y en su mirada vive el secreto de los dibujos animados con los que creció de niño. El virguero es un espíritu libre y un comandante de su propia vida, se acuesta en la cal, donde menos molesta, y tira diagonales con driblings y pases imposibles, con regates y caños, con disparos al ángulo y con centros de gol que suenan a música clásica.

La virguería va asociada al aplauso, a una canción eterna en la grada, al eco del recuerdo, a la posibilidad eterna, a la expectativa continua y a la esperanza vital. Y el virguero, el ultimo virguero, se llama Khvicha Kvaratskhelia, juega en el Nápoles y me tiene totalmente embelesado.

jueves, 6 de octubre de 2022

La unión hace la fuerza

El fútbol, más allá del sentido lúdico y, sobre todo, más allá del sentido mediático y comercial, tiene historias preciosas donde entran en juego los hombres antes que los nombres y la gente como colectivo patrimonial. Historias de clubes hechos a sí mismos a pesar del azote de los tiempos y a pesar de las tempestades, férreos supervivientes de una tradición que sigue en pie con orgullo y que no necesita copas para sacar pecho y lucir orgullo. Historias de un bosque en las afueras de Berlín que vio crecer a un equipo pequeño hasta convertirse en un gigante de los sentimientos.

En el distrito de Köpenick, dentro de la comarca de Obershöneweide, se encuentran apiñados un puñado de sueños, muchos de ellos, convertidos en realidad. Allí nació un equipo, bautizado como SG Union Obershöneweide en sus inicios y que fue tomando fuerza entre las clases obreras porque venía a representar un estrato más débil y con mucha demanda. Eisern Union, unión de hierro, fue su canto a la libertad, su manera de reivindicarse lanzando al viento una proclama. "Aquí estamos los trabajadores del acero, dispuestos a plantar batalla". Su mascota, Ritter Kelle, un sucedáneo de caballero andante, recorre los aledaños en las previas de partido y reparte ánimos desde la banda. Una vez más, estamos aquí.

Bajo la consiga de "Los fuertes ayudan a los débiles", miles de personas se unen en comunión cada dos semanas en la vieja cabaña del guardabosques, el estadio An Der Alten Forsterei, llamado así por integrarse dentro de un bosque al que acceden miles de hinchas en busca de noventa minutos de pasión y dos horas de divertimento. Allí, pese al avance de la tecnología, sigue luciendo el viejo marcador manual como un símbolo de los buenos tiempos y de que las tradiciones, mal que pese, jamás hay que dejarlas de lado. De hecho, fueron más de dos mil trescientos, los voluntarios que se prestaron para remodelar el estadio cuando este fue declarado en peligro de derrumbe. Cuatro mil seiscientas manos al servicio del club haciendo trabajos de albañilería, electricidad o fontanería, para adecuar un campo que les vio crecer como equipo y que termino de consolidarles como club.

De esta manera, cada día de Navidad, miles de aficionados acuden al estadio para celebrar el Weihnachtssingen; día de los villancicos. Todo surgió de manera espontánea cuando ochenta y nueve personas accedieron a las gradas en 2003 para cantarle a la Navidad y, casi veinte años más tarde, son más de veintisiete mil los que se unen en comunidad para dejar en el aire un eco especial. Al igual que lo hicieron en el verano de 2014 cuando el club les invitó a llevar sus sofás al césped del estadio para, a través de una pantalla, gigante, poder ver los partido de la selección alemana en el mundial de Brasil. Fueron setecientos cincuenta sofás los que poblaron el terreno de juego y más de un millar de aficionados los que disfrutaron viendo a su país levantar la copa del mundo mientras bebían una cerveza en aquel improvisado cuarto de estar.

A lo largo de su historia ha contado con treinta y ocho entrenadores, todos ellos europeos, siendo el actual, Urs Fischer, el que ha conducido al equipo a sus cotas más altas. Fue él quien, hace un par de veranos, se sentó con sus jugadores comenzada la temporada y consensuó cuáles eran los puestos que se debían reforzar. Porque en el Unión, todo se hace por consenso y en comunidad. Y si no, que se lo digan a Dirk Zingler, probablemente, su presidente más importante y quien tuvo que arrodillarse ante su gente cuando se descubrió que, entre 1983 y 1986, formó parte de un escuadrón de élite de la Stasi. Sacrilegio. Y es que el Unión fue siempre el equipo enemigo de las fuerzas del gobierno. Al final, como los buenos amigos, supieron perdonar las rencillas y, aunque el pecado de Zingler era grave, todo lo que había hecho por el club pesó en demasía y se le mantuvo con una mirada de reojo y un abrazo de soslayo. Ya te vale, tío.

En la esquina del estadio hay un bar, el Absetsfalle, donde se reúnen los hinchas más calientes antes del partido. Allí beben cerveza, departen sobre fútbol y rememoran el pasado. Y, sobre todo, miran al futuro. Y lo hacen desde el Waldseite, la grada sur orientada hacia el frondoso bosque. Cinco mil almas se pasan el partido en pie gritando consignas y cánticos de ánimo.

Y es que ellos fueron los precursores del Bleed for Union, Sangre para la Unión, una campaña de donación de sangre para venderla a bancos privados y así poder sacar dinero para ayudar al club a saldar una deuda que le amenazaba con la desaparición. Fueron miles los que dieron su sangre para la Unión y otros tantos quienes donaron parte de sus ahorros para permitir que el club de sus amores siguiera sobreviviendo.

Y son ellos los que mantienen, invariable, el espíritu indomable de una afición que siempre se vio por debajo de sus rivales y que, aún así, supo vivir por encima de las adversidades. Y es que cuando formaban parte de la liga de Alemania Oriental, se vieron pisoteados por el Dynamo de Berlín y cuando pasaron a disputar competiciones en la Alemania unificada, siempre fueron los hermanos pequeños del histórico Hertha. Por ello, cuando llegues a la vieja cabaña del guardabosques, no te comportes como un simple turista sino como un verdadero aficionado, deja los selfies y afina la garganta, nadie te afeará el gesto si te introduces en el bosque con tu bufanda en la mano y la voz desafinada.

Fue en el año sesenta y uno, tras el levantamiento del muro, cuando el Unión Obershöneweide, se seccionó en dos mitades. Una de ellas, rebautizada como Unión 06 Berlín, saltó el hormigón y buscó acomodo en el Berlín occidental, la otra, la que nos compete, se quedó en el Berlín comunista y siguió siendo Unión Obershöneweide hasta que, un lustro más tardes, pasó a denominarse FS Unión Berlin, nombre que mantiene en la actualidad más vivo que nunca mientras que su excisión se perdió con los años y las derrotas en las categorías inferiores del fútbol alemán.

Su estadio, el An Der Alten Forsterei, fue remodelado por su gente con una expresa condición, de las veintisiete mil localidades, tan sólo tres mil, las situadas en la zona noble, tendrían la condición de asiento, siendo el resto, casi veinticinco mil, localidad de a pie, no pudiendo sentarse para poder animar sin parar al equipo. Las entradas, además cuestan entre diez y quince euros, lo que invita a muchos berlineses a acudir al estadio y pasar dos horas inolvidables.

Esta estética del perdedor choca de frente con la voracidad a la que avanza el fútbol moderno. Ante el peligro de que el fútbol muera de éxito, los seguidores del Unión Berlín mantienen, intacto, el espíritu de aficionado más puro, aquel que acompaña al equipo más allá de las aspiraciones y más allá de los resultados, porque acompañar al equipo es estar con la familia, con los amigos y con el corazón siempre en el lado correcto del pecho.

Como una turba de lunáticos suicidas, los hinchas del Unión siempre se caracterizaron por su rebeldía y su rechazo a los autoritarismos. De esta manera, cada vez que les visitaba el temible Dynamo, ante una barrera de jugadores, ellos cantaban, de manera simbólica: "El muro debe derrumbarse", y todos sabían que, más allá de una falta directa, allí había un mensaje claro y conciso. Desde la caída del muro, ellos crecieron en masa social y en infraestructuras deportivas. Buscaron su lugar en las categorías inferiores y mientras vieron como el Dynamo se hundía en la miseria, ellos trataban de encontrar su sitio propio. Así, aquel ascenso a la Bundesliga en 2019 fue celebrado como un hito mayor, aquel primero gol de Andersson en Augsburgo, como un logro destacable y aquella primera victoria ante el Dortmund, como un momento inolvidable.

Aunque la verdadera apoteosis llegó con aquel gol de Kruse ante el Leipzig en el descuento que les situó en posiciones europeas por primera vez en su historia y es que aquel gol, más allá del logro deportivo, tuvo un logro simbólico puesto que significaba la victoria del fútbol popular frente al fútbol artificial fabricado por el dinero.

Y es que la gente del Unión odia al RB Leipzig con la misma pasión con la que ama a Karim Benyamina, a día de hoy el máximo goleador de su historia con ochenta y siete goles y cuyo número, el veintidós, no podrá lucir nadie hasta que se supere esta marca.

En su esencia de club peculiar, tendente al club de culto, el Unión Berlín tiene una tienda gasolinera dentro del recinto del estadio atendido por aficionados del equipo y donde se puede ver una ostentosa colección de pósters, banderines y camisetas. A medida que se avanza por el bosque, se va incrementando el olor a salchicha asada, puesto que el club pone, a disposición de los socios, varios puestos con barbacoa y cerveza. Son el máximo exponente del sistema cincuenta más uno imperante en Alemania y que viene a decir que todos los clubes deben tener al menos, el cincuenta coma uno de sus acciones en manos de sus socios y aficionados.

De esta manera quieren confrontar y hacer ver que el RB Leipzig es puro juguete de marketing, ya que allí los socios no cuentan y quienes tienen el cincuenta más uno de las acciones son los trabajadores de la compañía. Hacerse trampas al solitario es de tristes. Y ellos, que ya tocaron las narices de sobra a Erich Mielke cuando dirigía la Stasi y los designios del Dynamo de Dresde primero y Dynamo de Berlín después, no se van a dejar intimidar por los dueños de una fábrica de bebidas energéticas. Y es que si hay un producto que no se vende ni en la gasolinera ni en la tienda del estadio, es el Red Bull. El que lo quiera, a Leipzig. O a Salzburgo.

Y desde esa premisa de conservación de lo clásico, la Unión fomenta la solidaridad, el compañerismo, la comunidad. Ir al fútbol en familia, prestar tus manos en beneficio del club, mantener, intacto, el aroma de la fábrica de metal de la que salieron los primeros aficionados. Porque para animar a la Unión no se necesita la imperiosa necesidad de ganar un título si no la imperiosa necesidad de sentirse miembro de su comunidad. Un cuento de hadas cuyo final no está escrito pero cuya trama peligra seriamente en la jungla de asfalto en la que se ha convertido el fútbol moderno, más pendiente de la mediatización y la sobreexplotación que de la democratización.

Aficionados que, domingo tras domingo, escriben su propio guión y empujan al equipo más allá del resultado, brindando con cerveza en verano y vino caliente en invierno, celebrando el liderato de la Bundesliga sabiendo que, tarde o temprano, los gigantes le darán caza y el poderoso Bayern se comerá a todos los corderos. Pero mientras puedan seguir compitiendo con el lobo, seguirán cantando fuerte el "Eisern Union" al compás de la voz de Nina Hagen y atronando en aplausos, dibujando un eco que se transformará en hechizo para mantenerlos, por siempre jóvenes, en su casita al otro lado del bosque.

martes, 20 de septiembre de 2022

Mano de hierro y mandíbula de cristal

Es afín a los grandes boxeadores de la historia dos características supremas que les convirtió en leyenda por encima de los tiempos; sabían pegar, sí, pero también sabían recibir. La carrera de muchos grandes pegadores si vino abajo el día que conocieron la lona y la cuenta de diez. Foreman no fue el mismo después de Kinshasa, Tyson cayó a los infiernos tras aquella fulgurante combinación de Buster Douglas o el mismo Meredick Taylor cayó en el olvido después de que Julio César Chávez le mandase a dormir al final de un combate que tenía ganado.

Porque ser contundente es imprescindible, pero el verdadero valor lo aporta el aplomo y la resistencia, porque en el fútbol, igual que en el boxeo o cualquier tipo de deporte, no importa tanto qué haces cuando ganas sino saber qué vas a hacer cuando pierdes. Y es que la victoria sólo es el fin del camino, pero la derrota, bien aprendida, debe ser el inicio de un nuevo trayecto; un aprendizaje vital y el mejor motivo para una promesa que indique mejora y resentimiento.

Nada mejor que verse humillado para saber a qué sabe la sangre y a qué sabe la burla. Durante muchos años el Barça vivió pendiente del hilo de Messi, pero Messi, a su vez, necesitaba vivir pendiente del hilo de un grupo de artistas que sabían tocar la orquesta de manera perfecta para que él no desafinase. Fuera del círculo de protección de los Xavi, Iniesta, Neymar o Suárez, Messi siguió haciendo lo que pudo, pero no siempre pudo hacer lo que quiso.

Madrid primero y Turín después no fueron más que el aviso de lo que estaba por llegar. A pesar del arrebato de furia que les permitió remontar el ridículo de París, el equipo, en lugar de tomar inercia positiva se convirtió en un mal fajador de ambientes hostiles. De esta manera fue remontado en Roma y en Liverpool y fue zarandeado, sin piedad, ante el Bayern en Lisboa. De repente no quedaba ni una pieza bucal sana en la mandíbula de quien había sido el campeón del mundo de los pesos pesados.

Los que decían que el problema era de la libra del guante, se equivocaron cuando comprobaron que sin Messi, el Barça ya no era fajador, pero tampoco pegador, sino un púgil excesivamente vulgar que no fue capaz de pasar una ronda intermedia en el Europa League. Tocaba trabajo de gimnasio, ponerse en forma y, sobre todo, recuperar la pegada.

Y en ello anda el Barça, con el torso firme y los brazos trabajados, con libras en los guantes y una marcha impoluta en la Liga, con el único pero de que, la única vez que visitó a un peso pesado en la Champions, no fue capaz de levantarse después de recibir el primer gancho en el mentón, a pesar que estaba ganando el combate sobradamente a los puntos. Y es que en la Champions no vale con tener una mano de hierro sino que es imprescindible, además, no tener una mandíbula de cristal.

martes, 13 de septiembre de 2022

Conciencia de clase

Los comienzos de temporada no siempre son el termómetro indispensable para medir el logro final; son muchos los equipos que han empezado como una moto y han terminado como un triciclo oxidado. Lo que sí asegura empezar bien es, para los equipos menores, afianzar su promesa y, para los equipos de mayor enjundia, el aplomar la moral de sus perseguidores.

Para los equipos de aspiración mediana e ínfulas de predisposición a la altura, un buen comienzo significa un empuje anímico hacia la cima de la ilusión. Si hay un puñado de equipos que reflejan hoy su ánimo en el terreno de juego son el Betis, Villarreal, Athletic y Osasuna. La clase media.

Si asimilamos que la ubicación en la parte de arriba de la tabla de los colosos se asocia más al poderío brutal que al juego en sí, la presencia en el codo con codo de estos equipos significa que el fútbol sigue guardando rincones para la agradable sorpresa. Lo mejor de todo es que, más allá del resultado, lo que queda en la retina es la propuesta. Estos equipos están plagados de futbolistas jóvenes, rápidos, vigorosos y con un talento descomunal. De esta manera se comprobará que, a medida que vayan ganando, su autoestima se disparará hasta cotas insospechables. Es el premio al trabajo planificado en favor del espectador. Otra cosa será cuando las exigencias les coloquen en la disyuntiva y lo que hoy son agradables alabanzas por la sorpresa se conviertan en agudas obligaciones por la continuidad. Será en aquel momento cuando se distinga la pasta de un equipo grande con la fragilidad de un invitado sorpresa.

En el lugar opuesto se encuentran dos absolutos históricos como Sevilla y Valencia. Rebotados ambos de un éxito mal gestionado, se han visto obligados a reinventarse sin llegar a conocer sus verdaderas aspiraciones. No hay peor consejo para un holgado trabajador que hacerle creer que puede codearse con un millonario. Desde el momento en el que se pierden las perspectivas, se pierden las realidades. Cuanto peores resultados vayan cosechando, irá decreciendo su autoestima en detrimento de su condición. Hace un par de años eran el adalid de un nuevo fútbol y ahora mismo tan sólo son dos equipos llenos de dudas. Las malas rachas solamente se apagan con trabajo, fe y unión. Para ello, todos deben saber de dónde provienen los problemas, y entonces quizá tengan claro hacia donde deben caminar.

miércoles, 7 de septiembre de 2022

Fútbol total

Para Rinus Michels el fútbol era una guerra. cada partido era una batalla donde los jugadores debían ejercer de guerreros de primera fila y trinchera y debían estar preparados tanto para atacar como para defenderse de las embestidas del rival. La prensa, en principio, definió el sistema con una frase elocuente: “Todos defienden y todos atacan”, pero el mundo del fútbol fue más escueto y definió aquella manera de jugar de la forma más entendible posible: “Fútbol total”.

El fútbol total del Ajax se basaba en un sistema de presión asfixiante. Hasta entonces ninguna defensa se había atrevido a utilizar el fuera de juego como parte del sistema defensivo, pero el Ajax estaba dispuesto a ir más allá de todo orden establecido y se aferró al ataque continuo para ganar un partido tras otro.

Michels y sus jóvenes discípulos ya habían propuesto sus intenciones dos años atrás, pero el trabajado catenaccio italiano había dado de bruces al equipo con la realidad. Sin embargo, aquello no había sido sino la semilla de lo que estaba por llegar. El Ajax maduró en su liga local protagonizando inolvidables enfrentamientos ante el Feyenoord y terminó por consagrarse en Europa a base de puro fútbol. Porque las promesas de Michels y sus jóvenes discípulos iban más allá de la simple victoria; se trataba de hacerse dueños del balón durante los noventa minutos de juego.

En la final de 1969 al equipo le había faltado aplomo y habían chocado una y otra vez contra el muro defensivo italiano. Al mismo tiempo, habían sido incapaces de detener la fabricación creativa de Gianni Rivera y se habían visto machacados por culpa de los centros letales del portador de la magia italiana. Aquel Ajax de dos años antes era bisoño e inocente, ambicioso pero falto de experiencia en partidos de verdad y para pulir aquellos defectos, Michels viajó de nuevo a las galerías de fabricación de promesas del club y regresó de la mano de Ruud Krol y Gerry Mühren.

Ambos jugadores terminaron por aportarle al equipo la dosis de solvencia que necesitaba para dominar y cuajar los partidos desde el principio hasta el fin. Krol en tareas defensivas y Mühren ayudando en la labor del centro del campo, formaron un ala izquierda irrepetible que permitió a Keizer convertirse en uno de los mejores extremos del momento. Todas las piezas del puzzle estaban encajadas y tan solo faltaba recorrer el camino y triunfar como estaba previsto.

Tras humillar a sus rivales en la liga holandesa disputada entre 1969 y 1970, el Ajax obtuvo de nuevo el derecho a participar en la Copa de Europa de campeones. Su primer rival en la competición fue el Nendori Tirana, un débil equipo albanés que tuvo que sufrir la humillación en forma de goles, asfixia y dominio total. Pero ganar a aquel rival tan solo había sido considerado como una anécdota por lo que el nombre del Ajax aún no había comenzado a sonar con fuerza en las grandes ciudades del continente.

El rival en segunda ronda fue el Basilea. Un equipo suizo que integraba los valores futbolísticos de la vieja escuela europea; alegría con el balón y distribución mesurada. El Ajax simplemente lo barrió. Con un juego espectacular, los jugadores suizos anduvieron buscando la pelota durante los ciento ochenta minutos que duró la eliminatoria, pero todos los esfuerzos fueron vanos porque el Ajax se hizo dueño de su tesoro desde el minuto uno y controló los partidos y el marcador a su antojo. Pero tampoco era el Basilea un rival de campanillas por lo que aquella nueva victoria volvió a alejarse de la épica y tuvieron que esperar a su siguiente rival para hacerse acreedores de un nombre en el panorama futbolístico internacional.

Y el siguiente rival ya fue cosa seria. El bombo caprichoso quiso enfrentarles, tras un sorteo dispar, ante el Celtic de Glasgow escocés. El mismo equipo, aún dirigido por el maestro del banquillo Jock Stein, que había dado buena cuenta de las ideas conservadoras de Helenio Herrera en 1967 y el mismo equipo que en la última final tuvo que rendirse ante la evidencia de un fútbol que emergía desde el norte de Europa para imponer un nuevo estilo de juego y colectividad.

Igual que había hecho el Feyenoord el año anterior, el Celtic terminó por agotar sus fuerzas y sus recursos ante un fútbol que nunca se cansaba de pedir la pelota. El Ajax terminó tumbando al Celtic por insistencia y ambición y se plantó en semifinales del torneo por segunda vez en tres años consiguiendo, esta vez, sí, que toda Europa hablase de las cualidades de un equipo que jugaba al fútbol a mil por hora.

El penúltimo rival y último escollo de cara a alcanzar la final del torneo continental más prestigioso, iba a ser el Atlético de Madrid. El equipo de la capital española, siempre a la sombra de los éxitos y gloria del Real Madrid, intentaba madurar un embrión con una columna vertebral totalmente española y con un fútbol totalmente distinto al propuesto por el Ajax. Al Atlético le gustaba esperar, no perder la paciencia, robar en el centro del campo o más atrás si era menester, y salir endiablado en busca de un contragolpe letal. En su visita a Madrid, el Ajax se encontró con un equipo que no temió sus embestidas y no encontró el hueco donde meter el último pase de cara al gol. Sufrieron una derrota inesperada y todos se confabularon de cara a un partido de vuelta que pintaba más a venganza que a clasificación histórica.

En el partido de vuelta el Atlético se encontró con una afición entregada y con un equipo sediento de gloria. Tres a cero fue el resultado final y todos se pusieron de acuerdo a la hora de denominar al Ajax como el equipo que mejor jugaba al fútbol dentro del panorama internacional. Sus constantes apoyos, su dominio total de la pelota, su presión asfixiante y la facilidad con la que cada uno de sus miembros era capaz de tratar el balón, le convertía en el auténtico rival a batir dentro del panorama europeo.

En la final, Michels se encontró con el ídolo de su juventud. Puskas, que había sido un goleador implacable y un futbolista de los buenos de verdad, había abandonado el fútbol pocos años atrás para iniciar un peregrinaje por los banquillos europeos. Y en uno de sus primeros viajes llegó a Atenas y se quedó para vivir y para dirigir al Panathinaikos, uno de los equipos de la capital griega y donde impuso su magisterio y sus extraordinarias dotes de mando.

El Panathinaikos, que hasta entonces había sido una mera comparsa en el plano futbolístico europeo, alcanzó una histórica plaza en la final de la Copa de Europa de 1971 después de derrotar a auténticos equipazos como Everton, Borussia Monchengladbach y Estrella Roja de Belgrado y gracias, sobre todo, a los consejos tácticos y técnicos de quien un día se convirtió en el mejor goleador de todos los tiempos.

A Michels le iba a doler derrotar a la persona con quien tantas veces soñó de joven y tantas veces intentó imitar en vano desde su posición de delantero centro. Michels había sido un goleador consagrado pero con escaso acierto a la hora de invertir en fama mundial. Su nombre no había salido más allá de Holanda y en unos años en los que el fútbol y el triunfo eran propiedad privada de los equipos del sur, nadie se había preocupado de viajar a Holanda y buscar en la lista de jugadores referentes del país el nombre de un tal Rinus Michels.

Por todo ello y ahora más que nunca, a Michels le hacía especial ilusión conquistar el más preciado trofeo y convertirse en dueño de los triunfos que tanto soñó de niño y que nunca pudo alcanzar durante sus años como futbolista profesional. Y para Michels, ganar pasaba por ser más rápidos, más fuertes y más certeros y no había mejor demostración de rapidez, fuerza y ejecución que la de tener el balón en propiedad durante los noventa minutos del partido.

Puskas, que se vanagloriaba de ser uno de los supervivientes de la mejor escuela de fútbol que jamás había pisado un campo de fútbol, nunca pudo esperarse el azote físico al que sus jugadores fueron sometidos aquella noche. Para él, el fútbol consistía en jugar el balón de la manera más práctica posible y así, rodeado de los mejores jugadores que había dado el deporte del balompié, Puskas había creado dos escuelas legendarias; una en la Hungría letal de los primeros años cincuenta y otra en el Real Madrid invencible de los últimos años de la década. Y él, que creía haberlo visto todo dentro de un campo de fútbol, nunca se había imaginado que se podía jugar al fútbol con los defensores jugando en el centro del campo, los centrocampistas integrados en la línea de ataque y los delanteros jugando al escondite e intercambiando sus posiciones según lo exigiera la jugada.

Van Dijk primero y Haan después, sellaron un triunfo histórico y pusieron al Panathinaikos en el lado de los perdedores históricos. Aunque Panathinaikos, Puskas y Michels aparte, aquella noche, bajo una luna inglesa que iluminaba tenuemente la solemnidad del estadio de Wembley, será recordada por todos como la consagración de un fútbol que rompió con todas las tradiciones que se habían impuesto desde el principio de los tiempos; un fútbol sin sistema, sin ubicación y sin puestos definidos. Un fútbol de guerra. Todos atacan y todos defienden. Había nacido “El Fútbol Total”.

jueves, 1 de septiembre de 2022

Cyborg

El fútbol cambió por completo cuando dejó de ser de los futbolistas y se convirtió en el coto privado de los entrenadores. No tuvo que cambiar necesariamente para mal, es sólo que donde había libertad comenzó a haber corsés y donde había ideas comenzaron a verse piernas. No todos los generales quieren soldados de infantería, los hay que siguen dando rienda suelta a la improvisación y al talento y los hay que estructuran cada movimiento llegando a predecir, incluso, lo que va a ocurrir en cada jugada. Sucede, sin embargo, que la genialidad, de manera definitiva, está exenta de matices y que al final, por más trazos que quieras tirar a lo largo de un mapa, llega el momento decisivo y la genialidad termina imponiéndose siempre a la planificación. Son esos momentos en los que te cruzas de brazos y te dispones a disfrutar de tu fracaso o a lamentarte por tu éxito.

Cuenta Valdano que un día le reprochó a Guardiola que le dijese que nada le producía mayor satisfacción que comprobar que el campo sucedía todo aquello que él había planeado ¿En qué lugar queda entonces, la libertad del futbolista? Le dijo entonces. Guardiola cree que sus futbolistas son libres, pero dentro de su corsé de juego. Y es que hoy en día, todos los entrenadores, incluido Guardiola, son esclavos de un estilo y rehenes de su propia ideología. Destaca el matiz de Guardiola porque es el adalid del fútbol ofensivo y el máximo referente del fútbol espectáculo a día de hoy, porque son muchos los que achacan a Mourinho o Simeone, su nula transigencia a la hora de negociar su estilo, pero es que, aunque sean completamente opuestos, hasta Guardiola y Klopp se ciñen a un guión que obliga al futbolista a guionizarse antes de expresarse y a regularizarse antes de administrarse.

El Manchester City es el mayor equipo de autor en la carrera de Guardiola. Libre de Messi y lejos del corsé alemán, Guardiola ha sabido expresar todo su ideario en un equipo construido por y para él por futbolistas comprados por y para él. Sólo él creyó en De Bruyne, Bernardo Silva o el propio Rodri. Él supo reconducir a Walker, a Mahrez o incluso a Sterling. Él reconvirtió a Cancelo, a Foden o a Gundogan. Y él consiguió que todos, absolutamente todos los jugadores del equipo participasen del juego como una colectividad automatizada.

El juego del City, que comienza en el centro del campo con su propia línea defensiva, se caracteriza por intensidad, vértigo y paciencia. De esta manera, el balón va circulando de un lado a otro hasta que un atacante consigue hacer un desmarque y un mediocampista consigue encontrar el espacio. Visto así, parece hasta fácil, pero requiere de un pie privilegiado y de una cabeza de rápido procesamiento. Y, sobre todo, de una capacidad de concentración lineal que obliga a estar pendiente del juego desde el portero hasta el delantero centro, convirtiéndose este, en la mayoría de las jugadas, en un punto de apoyo más en la elaboración del juego.

Mientras existió Agüero, Guardiola pudo sostener su estilo porque el argentino, además de golear, sabía anticiparse a los centrales y pivotar al tiempo que, seguidamente, se marchaba para buscar el desmarque de cara a gol. Se trataba de aprovechar la fortaleza de su tren inferior para tirarse unos metros atrás, ganar la jugada, servir de apoyo y volver a empezar. Como además respondía con goles, servía igual para un roto que para un descosido. Y es el que el gol, en definitiva, es el matiz que diferencia a los bueno de los muy buenos. Por ello, cuando Agüero se marchitó y apareció Gabriel Jesús, el equipo siguió funcionando como máquina pero echó de menos el cariz goleador, porque el brasileño era listo para jugar e inquieto a la hora de moverse, pero muchas veces llegaba tarde al centro o andaba desubicado en la aceleración.

Puestos a tener el mismo gol, convencido de que se podía ganar en el juego, Guardiola aprovechó la capacidad de desmarque de Gabriel Jesús para tirarlo a una banda poniendo a Foden en el centro del ataque con la condición de que se convirtiese en un mediocentro en el borde del área, mientras el brasileño no sólo aportaba desde el costado sino que podía tirar diagonales inesperadas hacia el punto de penalti. De esta manera el City jugó, probablemente, los mejores partidos de su historia, ya que aprovechaba todos los recursos de sus delanteros para conseguir que De Bruyne y Bernardo Silva brillasen por detrás y, con ellos, el equipo fuese el espejo perfecto de lo que buscaba su entrenador.

Y en estas llega Haaland. Llega porque el gol es oro y porque es la pieza más codiciada del mercado ¿Pero realmente vale la pena renunciar a una pieza del mecanismo por un puñado de goles? A día de hoy la respuesta es más que rotunda: sí. Con Haaland, Guardiola ha renunciado a su parte de elaboración impuesta ya que cuenta con un delantero que se abstrae por completo del juego. La mirada del noruego está siempre puesta en la portería rival y por ello está buscando, de manera constante, el desmarque que le deje sólo delante del portero. Le da igual que los medios no encuentren un apoyo constante en la zona de tres cuartos, que los extremos no tengan con quien tirar una pared en el balcón del área o que consiga viciar el juego del equipo dando una salida de balón en largo cuando la presión rival sea asfixiante. Le da igual porque conoce su físico y conoce sus condiciones. Haaland se impone por alto, por bajo y por velocidad. Es un cyborg del siglo XXI nacido y preparado para una tarea exclusiva: marcar goles. Y si los marca sin parar ¿Quién se atreve a reprocharle que no participa en el juego?

lunes, 29 de agosto de 2022

Última oportunidad

Para entender el valor de un futbolista hay que analizar siempre el contexto en el que juega. Hay grandes futbolistas que se convierten en gigantes cuando se rodean de los mejores, caso De Bruyne. Y hay otros futbolistas a los que la compañía les empequeñece porque gustan más de destacar que de convertirse en complemento. Caso Grealish.

Otros, a medida que van progresando van consiguiendo que el equipo vaya creciendo en torno a ellos. En este aspecto, Messi y Cristiano son dos ejemplos superlativos; ninguno de los grandes logros alcanzados por Barça y Madrid durante la última década y media se entendería sin ellos. Pero existen futbolistas de un segundo o tercer escalón que han conseguido, por sí mismos, ser considerados futbolistas top por su capacidad para aparecer en el momento preciso.

Pero existe aún un futbolista a medio camino entre el bien y el mal, entre la promesa y la realidad, entre el quiero y el puedo. Un tipo que, durante los diez últimos años ha llenado portadas y ha intentado llamar a la puerta de la cima durante más de una ocasión pero, por hache o por be, no ha terminado de cuajar un partido grande de verdad a un alto nivel de exigencia. Vale que ganara enteros en una Real Sociedad en la rampa de ascenso, pero durante aquel trepidante año vivió a la sombra del pie de Mikel Merino y las apariciones portentosas de Oyarzabal.

Martin Odegaard ha sido, Haaland aparte, el mayor talento surgido del fútbol nórdico durante los últimos quince años. Para analizar el impacto de su juego en aquella adolescente Real de Imanol, habría que tener en cuenta los factores psicológicos que atenazaban a aquel equipo. Era un equipo sin timón, con tendencia a partirse en dos, con mucha fragilidad atrás y mil dudas en cuanto al verdadero valor de su exigencia. Con ello, comprobar de qué manera Odegaard encajó como un guante en aquel equipo, resultó completamente conmovedor.

Mientras el Madrid buscaba un relevo generacional a Kroos y Modric, Odegaard mandaba señales de esperanza desde San Sebastián. Por ello se confió en él. En un verano, el de 2020, en el que la situación pedía prudencia, el Madrid se reforzó con su llegada a pesar de que él pedía un año más de fogueo en San Sebastián. No se equivocaba. El tiempo y las exigencias pudieron con su cabeza y su fútbol se diluyó al tiempo que  San Sebastián suspiraba por su regreso y desde Inglaterra le tentaban con cantos de sirena. Todo su talento pareció desaparecer el día que le obligaron a sustituir a todo un balón de Oro. Nadie, de los que han llegado, ha sido aún mejor que Modric y probablemente nadie de los que llegue con posterioridad sea capaz de igual al croata, pero no por ello, hemos dejado de creer que algún día llegará el momento en el que Odegaard sea capaz de resucitar de nuevo y decir: “Por eso me marché del Madrid”.

Y ese día bien podría ser en mayo. Es cierto que el Arsenal ha ganado sus primeros cuatro partidos con Odegaard al timón, es cierto que con confianza es un jugador más que interesante, pero en las noches de verdad, esas en las que el mundo está pendiente de un televisor porque se pone en juego la gloria que solamente otorgan las competiciones internacionales o los partidos domésticos de alto nivel mediático, a Odegaard aún no se le ha visto. Es por ello que está ante su oportunidad. En la liga más competida, ante los mejores futbolistas del mundo y con todos los pronósticos en contra ¿Será el momento? No creo que quiera seguir mirando atrás, echar un vistazo a sus momentos más críticos y tener que volver a preguntarse “¿Para qué he venido aquí?”.