jueves, 11 de agosto de 2022

Pichichis: Fidel Uriarte

En el año sesenta y ocho el mundo dio una vuelta de campana. En México, las protestas estudiantiles dejaron un reguero de sangre en la plaza de Las Tres Culturas, Los Beatles se tiraban desprecios en público, en Praga, la primavera se estrellaba contra los tanques soviéticos, Kubrick nos mostraba el futuro, los Estados Unidos avergonzaban al mundo asesinando a mujeres y niños en May Lay, en Francia, mayo se escribía con mayúsculas, Kennedy y Luther King eran silenciados a tiros, el hombre se acercaba a la luna por vez primera y los atletas americanos empoderaban el black power levantando el puño en señal de resistencia.

En España, el silencio era una cárcel y los sueños viajaban con una pelota de fútbol. Pan y circo, señores. Fútbol y toros. Eran los tiempos en los que el Madrid dominaba la liga y soñaba con reconquistar Europa y allá arriba, junto a las rías del Nervión, un puñado de jóvenes vizcaínos trataban de renacer laureles y brindarle a su gente un título que hacía una década que se les resistía. Allá, en los aledaños de San Mamés, los coches circulaban buscando aparcamiento y con una pegatina en la parte trasera que se había popularizado en cierto sector de la grada y que rezaba aquello de "Clemente el diez del Athletic".

Clemente, al que hoy conocemos como ex seleccionador y agitador de salsas en tertulias radiofónicas, fue en su día un interior izquierda finísimo, de elegante zancada y soberbia conducción, que filtraba pases hacia el extremo para que, bien Argoita, bien Rojo, pusieran su caramelo en el área en forma de centro de gol. El problema había surgido porque antes de Clemente el Athletic ya tenía a su interior izquierda; un jugador menos fino pero más enérgico, con el gol incrustrado en las venas y la mirada asesina de quien quiere ganar a toda costa. Fidel Uriarte ya era una estrella y no se reservó paños a la hora de afrontar la solicitud del joven de Barakaldo ¿Quieres el diez? Pues para ti el diez, yo sólo quiero jugar. Y Uriarte cedió el diez a Clemante para tomar el ocho y seguir jugando a ese juego tan complejo y a la vez tan fácil que es el de encontrar el espacio y jugar siempre con el compañero mejor situado.

El único barro que le gustaba era el físico. Ahí decían que era el mejor. Cuando San Mamés amanecía con lluvia, Uriarte sabía que aquel iba ser su partido. Rocoso como pocos, se fajaba en el lodo como un animal y siempre salía victorioso. Los focos se pusieron en él el día que debutó, pero el tiempo fue injusto con su memoria y las crónicas relatan aquel partido en Málaga como la tarde en la que debutó Iríbar. Y es que se puede ser un mito, pero jamás se puede competir con El Chopo.

Pero aquel chico de diecisiete años que fue titular en La Rosaleda estaba llamado a ser un histórico del Athletic Club. Pocos meses después formaba parte de la selección española de aficionados tras pasar con holgura la pruebas físicas en un Madrid donde conoció las virtudes gustativas de los bocadillos de calamares. Allí, saltó más que nadie, corrió más que nadie y, cuando al fin fue concentrado, bebió más vino que nadie. No porque fuese un adicto, sino porque su cuerpo necesitaba más energía que los otros.

Comenzó como mediocampista de contención y terminó jugando como líbero en un Málaga que buscaba su identidad en Primera. Y es que tuvo que emigrar al sur cuando el Athletic le dio la baja y los cinco millones que había cobrado del Málaga por su traspaso. Era la manera de agradecer sus servicios a un tipo que había sido, durante años, el mejor futbolista del equipo. Un centrocampista con alma de delantero que había nacido del Athletic y que cumplió sus sueños jugando y ganando en la catedral del fútbol.

Su descubrimiento fue un asombro en la garganta del gran Piru Gaínza. Se buscaban futbolistas para formar el primero equipo juvenil en la historia del Athletic y alguien le dijo al mago que en Sestao vivía un chaval que dominaba a todas las pandillas del pueblo. Aquel chico había sido el mejor del colegio La Salle y alguien le había reclutado para el patronato deportivo. Con sus amigos, había formado un equipo, llamado "Los Boinas" que se las tenían tiesas con los de Barakaldo. "Aquí estamos los boinas, todos con alpargatas y no les tenemos miedo a esos chulos de corbata", cantaban antes de los partidos, y Uriarte, arrollador, se los comía vivos. Huelga decir que pasó la prueba, que firmó por el Athletic y que fue el principal protagonista en la primera Copa Juvenil en la historia del club.

Allí, él era un hombre entre niños y en el primer equipo fue un niño que aprendió a ser hombre. Su extraordinaria conexión con Rojo aún se recuerda en los mentideros del estadio, igual que el día que Kubala le llamó para la selección, cosa extraña por entonces o el día en el que vieron aparecer a Julen Guerrero y alguien quiso decir que aquella manera de jugar tan inteligente y aquella forma de llegar al área sin ser detectado, ya lo había visto antes en la figura de Fidel Uriarte.

Con el Athletic anotó ciento veinte goles y estuvo a punto de ganar una liga, la del setenta, pero los nervios y las causas ajenas se lo impidieron. Pero él nunca fue de lamentarse sino de tirar hacia delante, siempre con su mirada felina y su pelo encrespado, indomable. Pura potencia al servicio del Athletic. El León de Urbinaga, como le citaban en las crónicas era pura potencia y no tardó en hacerse un hueco en el once titular del equipo. Y eso que el equipo ya tenía a su interior izquierda, pero era tan el empuje de Uriarte que Txetxu Rojo se vio obligado a coger el once y reconvertirse en un extraordinario extremo izquierdo. Apenas pasaba del metro setenta pero era feroz en el remate de cabeza gracias a su asombrosa capacidad de salto y a su inigualable intuición. Quien mejor le entendió fue Ronnie Allen, aquel entrenador inglés que dejó huella en Bilbao, le dio el diez a Clemente y convenció a Uriarte de que, aunque jugase con el ocho, él era su hombre clave. Cuando Uriarte no jugaba, el Athletic bajaba una marcha.

La muestra más clara de la energía que Uriarte insuflaba a su tropa fue el cinco a cero que le endosaron al Real Madrid en San Mamés una fría tarde de febrero de 1970. Aquel día, el Athletic volaba en el barro y Uriarte hizo boquear a Velázquez, porque aquel centrocampista con alma de delantero no cejaba en su empeño. Iba y venía, venía y volvía a ir, infatigable, puso en pie a San Mamés como en tantas tardes de gloria. Nadie podía suponer que aquella soleada tarde de marzo del setenta y cuatro, en Málaga, jugaría su último partido con la camiseta del Athletic.

Málaga. Otra vez Málaga. Allí empezó todo y allí terminó. Y allí volvió a empezar, porque con los albiazules jugó otras cuatro temporadas, en el eje de la zaga y enseñó a los jóvenes que el fútbol no era sólo una cuestión de corazón sino que debía vivir en la cabeza. Porque el fútbol no basta con jugarlo, al fútbol hay que entenderlo y él lo entendió desde el principio. Por ello, el propio Di Stéfano, que había visto el manejo de su zurda y su desparpajo en la conducción la primera vez que visitó el Bernabéu, se acercó a él para decirle "Pibe, es usted muy bueno ¿Por qué no deja de perseguirme y se dedica a jugar al fútbol? Yo prometo no perseguirle a usted". Y claro, Di Stéfano marcó dos goles, el Madrid ganó por tres a dos y Uriarte tomó como modelo al madridista para saber que el fútbol, aparte de un deporte, también podía ser una partida de ajedrez.

Con semejante equipo y semejante líder, tan sólo era cuestión de tiempo que llegaran los éxitos. Primero fue la Copa del sesenta y nueve, ganada al Elche en un partido agónico resuelto casi al final con un gol de Arieta, y después llegaría la Copa del setenta y tres, ganada al Castellón con otro gol de Arieta y uno de Zubiaga. Eran justos premios a una intensa trayectoria. Pero su auténtica noche de gloria la vivió en la Nochevieja del sesenta y siete cuando le hizo cinco goles al Betis en una tarde inolvidable. El Athletic, en casa, era arrollador y Uriarte era imparable. Ocho goles se llevaron los sevillanos y una manita les endosó Fidel, tres de ellos de cabeza. Pañuelos blancos, vivas, hurras y la sensación de que el mejor jugador de España jugaba para ellos. La grada era una fiesta y Uriarte era una bestia. Aquellos cinco goles le catapultaron en la lucha por un trofeo Pichichi que terminaría ganando a final de temporada con un total de veintidós, una cifra nada desdeñable para un centrocampista y en una época en la que las ligas tenían treinta jornadas.

Aquel empujón mediático le llevó a ser internacional, llegando a jugar en nueve ocasiones con la selección y dejando un gol para una victoria histórica de España en suelo italiano a la irreductible selección azzurra. Y es que, desde el principio, había estado marcado por el asombro. A los catorce años ya formaba parte del Athletic juvenil, a los dieciséis de la selección española de aficionados y a los diecisiete ya era titular en el primer equipo. No era de extrañar que, gracias a su juego y a su carácter ganador, se convirtiese, casi inmediatamente, en el niño bonito de San Mamés. Y es que su juego, siempre con la cabeza levantada, siempre con la camiseta manchada de barro, siempre con pierna fuerte y pie de seda, siempre buscando el espacio y la pelota de manera infatigable, le convirtió en el prototipo de futbolista del Athletic Club.

Pese a que el Alzheimer le castigó durante los últimos años de su vida, le costó demasiado tiempo olvidar aquellas dos derrotas que sufrieron en San Sebastián y Valencia cuando iban embalados en pos de ganar la liga del setenta. En el primero se ahogaron en el barro y en el segundo se ahogaron en el miedo. Pero él nunca se detuvo a llorar, lo suyo era seguir jugando y seguir buscando la siguiente victoria. Ganó mucho, perdió mucho, soñó, jugó, marcó y puso su nombre con mayúsculas en un estadio donde la exigencia es inherente y donde el aplauso no se regala. Por ello, Fidel Uriarte murió una noche de diciembre pero vivirá para siempre en la memoria de aquellos a los que levantó con su fútbol.

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