viernes, 13 de febrero de 2009

Noches de transistor

Cada vez que una fecha asoma en el horizonte para cuadrar una onomástica, tiramos para atrás en el mecanismo de nuestra memoria e intentamos rescatar todos los detalles que condujeron a un hecho a convertirse en hito. Hace veinticinco años a mi me hacían tan poca gracia las victorias del Madrid como me lo siguen haciendo ahora, pero haciendo memoria, justo es de reconocer que en los partidos de miércoles en el Bernabéu existía una mística incomparable y se forjó una leyenda difícil de olvidar.

Se cumplen veinticinco años desde que Julio César Iglesias destapó el tarro de las esencias y descubrió para el mundo a un grupo de jóvenes muchachos dispuestos a hacer carrera en el fútbol y en el corazón de los aficionados. Desde el Castilla llegaron un grupo de imberbes descarados dispuestos a convertir en más estético el fútbol germanizado que, cada tarde, aburría sin contemplaciones a los aficionados en Chamartín. Como era una época en la que los equipos del norte se habían hecho con el poder fáctico de la liga, eran las grandes noches europeas las que encendían el ánimo de los madridistas. Los que no podían vivirlo en directo, se tenían que conformar con agarrar su viejo transistor y sintonizar Radio Intercontinental para escuchar, estupefactos, el grito alborozado de gol entonado por Héctor del Mar.

Aquella noche, ante el Inter, el Madrid volvió a ser el Madrid de otras tardes. Ese mismo equipo capaz de mantenerle un duelo de miradas a Derby County, Anderlecht, Borussia Moenchengladbach o al propio equipo italiano. Ante el Inter, la apuesta era Santillana, un santanderino que nació para marcar goles de cabeza y celebrar victorias de corazón. Un Santillana venido a menos con la edad pero venido a más por la experiencia. Con la vieja guardia, los jóvenes muchachos se asomaban al balcón de un equipo que, cuando tocaba a rebato, ganaba por inercia y convencimiento.

El estético periodista de “El País” les había bautizado como “La Quinta de El Buitre”. El Buitre, apócope de un apellido impronunciable, era Emilio Butragueño. Junto a él se citaban el cejudo Sanchís, el virtuoso Martín Vázquez, el insaciable Míchel y el ratoncito Pardaza. Jóvenes educados en la transición y ejemplares de una juventud de nuevo cuño; intelectuales sobre el césped y defensores de su escudo en la intimidad.

En las remontadas anteriores, los jóvenes de “La Quinta” ya habían dejado su sello personal. Aquellos eran partidos de hombres y niños que jugaban a serlo. El Inter ya había caído el año anterior en el Bernabéu y llegaba a aquella nueva semifinal con una renta de tres goles a uno del partido de ida. Valdano había acuñado aquello de “el miedo escénico” y Juanito ya había avisado a los italianos que “noventa minuti en el Bernabéu son molto longos”. En la frase venía inducida el ansia y las ganas de revancha con que se levantaba cada jugador blanco la mañana antes del partido. El espíritu que, veinte años después, invocó Casillas para poder ser, como antes, más rápido, más fuerte y más certero que el rival.

Como la alemanización del fútbol había generado defensas fuertes y de mecanismo sencillo, Butragueño servía como punto de fuga; un tipo pequeño, escurridizo y con precisión de cirujano que tiraba desmarques y paredes cada vez que rondaba el área. Si la jugada no acababa en gol, lo hacía en penalti. Dos de ellos los ejecutó Hugo Sánchez con la habilidad que le convirtió en mito, y en las ocasiones erradas quedaba la sombra de la duda de dos defensas centrales siempre en entredicho. Santillana anotó otros dos y Valdano hizo otro. El Madrid ganó por cinco a uno y pasó a una segunda final que terminaría ganando por aplastamiento al Colonia de Hassler y Littsbarski.

Aquel Madrid de corazonadas era, sin embargo, un equipo en reconstrucción. La degradación de su estilo clásico le había convertido en un equipo plano que, a menudo aburría y, cuando ganaba, lo hacía por pegada antes que por juego. De la vieja guardia, Camacho, Juanito y Santillana, aún mantenían vivo el espíritu por encima de la condición. El guía motor era Ricardo Gallego, un centrocampista de toque preciso y pesada zancada que pensaba siempre antes de actuar, lo que le convirtió en insustituible durante muchas temporadas. Pero ante la pausa y la raza no existía una cuarta y quinta velocidad. Por ello, la llegada de “La Quinta” fue como una crema contra las arrugas; el equipo recuperó vigor, juventud y, sobre todo, el gusto por el fútbol. En aquellas noches de remontadas, se veía un equipo indestructible y se fraguaba un equipo insuperable.

3 comentarios:

FERNANDO SANCHEZ POSTIGO dijo...

Fútbol en estado puro, pasión, goles y radio de la buena. Hoy en día, la televisión ha matado esto y, sobre todo, la mercantilización del fútbol. Un abrazo.

AD dijo...

Wow Pablo, te pasaste esta vez, que gran manera de contar los hechos. Impecable vocabulario, excelentes expresiones, y una gran mezcla entre informacion y opinion. Me encanto sinceramente el articulo, ademas del detalle nostalgico del futbol mediante la radio, sin duda un efecto magico a este magnifico juego. Que grande es el futbol, y que gran epoca la del Madrid de Butragueño y la Quinta.

Un saludo!

El Balón Europeo

Lucho dijo...

Ese equipo con la Quinta del Buitre jugaba como los ángeles...que pena la eliminatoria con el PSV en Copa de Europa. Saludos!!!