jueves, 27 de febrero de 2020

La decisión

Cuando Serer cometió el error de meter la pierna a un balón imposible para Nando, todo Riazor se puso en pie porque sabía que allí estaba el límite de su sueño. Solamente bastaba meter el balón en la portería para poder cruzar la frontera y lanzarse a la calle con el júbilo de quien supera sus expectativas y se sabe poseedor de una parcela de gloria. López Nieto hizo sonar el silbato, señaló el punto de penalti y los futbolistas del Dépor buscaron con la mirada al único hombre en el campo capaz de solucionar la papeleta.

Se daba la circunstancia de que Donato había sido el encargado de chutar las penas máximas desde que Bebeto había fallado una contra el Oviedo, pero se daba la circunstancia, además, de que Donato había sido sustituido unos minutos antes por Alfredo en búsqueda de más ímpetu atacante en el único cambio que realizó el Deportivo a lo largo del partido. Así pues, con Donato fuera y la gloria al alcance de las palmas de las manos, las miradas fueron hacia Bebeto pero Bebeto agachó la cabeza.

Lo que ocurrió después ya lo conocen todos. Djukic asumió la responsabilidad, González paró el penalti y el Dépor se quedó sin liga. Resulta curioso como ha tratado la memoria a cada uno de los protagonistas de aquel equipo; el Dépor es recordado como un maravilloso milagro y Bebeto, sin embargo, ha pasado a la historia como el hombre que tuvo miedo a fallar.

Pero Bebeto fue mucho más. Bebeto fue la confirmación de un equipo que llegó para quedarse. El primer gran ídolo mediático para una afición que vivió durante mucho tiempo pegada a un sueño que siempre terminaba en pesadilla. Fueron demasiados años en las categorías menores del fútbol español como para llegar a esperar todo aquello, y cuando todo aquello llegó la explosión fue tal que la gente no pudo sino postrarse y alabar a aquel brasileño que hacía goles como quien fabrica churros.

Pie pequeño, centro de gravedad bajo, aspecto frágil pero una culebra en la cintura que le hacía salir airoso de cualquier envite y, además, una manera de definir que apenas se había visto por aquellos lares. Siempre el balón junto al palo, siempre el portero lejos de cualquier opción de salvar la pelota. Había sido ídolo de Flamengo y de Vasco, con Zico primero, con Bismarck después, genios de la mediapunta que inventaban pases imposibles y un genio en la punta de lanza que aprovechaba los regalos para anotar goles que daban campeonatos.

Quiso ser ídolo cruzando el mar y los cánticos siguieron coreándose con su nombre como protagonista. Era listo, lo suficientemente rápido como para ganar el desmarque y lo suficientemente audaz como para ganar el remate. Marcó muchos goles, muchos de ellos muy bonitos y, aunque muchos quieran creer que fue el hombre que tomó la decisión incorrecta, la verdad es que fue el jugador desde el que se forjó el Superdépor y esa valentía por tomar las riendas de un equipo que hacía años que no era nada, es una decisión más que admirable.


lunes, 24 de febrero de 2020

El renacido

Cuando la suerte da la espalda, cuando el fin se acerca, cuando el dolor castiga hasta el alma, cuando los consejos te dicen que digas adiós, solamente se puede continuar en pie cuando el futbolista le gana la partida a la persona, cuando la cabeza que sueña fútbol le puede al corazón roto, cuando el pie dolorido solo busca el siguiente paso para paliar, no sólo el daño, sino también las consecuencias.

A Santi Cazorla un médico le dijo que se olvidase de volver a jugar al fútbol. Se había roto el tobillo en un partido de la previa de la Liga de Campeones en el verano de 2016 y, tras ocho operaciones, un injerto y una infección en el hueso, apenas era un tipo que soñaba con jugar pero que no podía apenas caminar. Los sueños del futbolista son pesadillas cuando comienza a sentirse exfutbolista. Es por ello que la determinación es tan importante como el trabajo, que la concienciación vale tanto como el esfuerzo. Cazorla desestimó las opiniones negativas y se propuso regresar porque decir adiós así le producía una tristeza tan grande que apenas era capaz de mirarse en el espejo.

Existe una cosa con los tipos que juegan al fútbol con la cabeza y lo ejecutan a la perfección con los pies, y es que el físico pasa a un segundo plano y el talento siempre es un motivo de locomoción hacia la plasmación de las realidades. Y en Cazorla no existe más verdad que la sencillez y el talento. La sencillez para imaginar siempre la jugada correcta y el talento para ejecutar siempre lo que le pide su cabeza. Por ello, lo único prioritario era recuperar el tobillo porque el fútbol se iba a seguir jugando al ritmo que él impusiese. Sencillez y talento. Determinación y convicción ante el reto más importante que le había puesto la vida.

Hay gente que por más lecciones que dicte en sus devenires vitales, siempre tiene un lugar en el mundo donde poder regresar y sentirse persona antes que profesional. Cazorla jugó muy bien en Huelva, en Málaga y en Londres, pero siempre fue Villarreal el lugar común para todos sus momentos de excelsa ejecución. Cuando Calleja volvió a darle el timón de un equipo él no supo hacer otra cosa que agradecer la confianza y volver a hacer lo que siempre había hecho; jugar al fútbol como los ángeles.

Se adivinan en Cazorla las virtudes de los tipos que hicieron grande el fútbol desde sus conceptos antes que desde sus preceptos, porque siempre sabe el lugar correcto de acción, porque sabe perfilarse para la recepción, porque cuando recibe ya sabe donde ha de ejecutar el pase y porque sabe esconder la pelota en situaciones de apuro para no conceder una pérdida innecesaria. Las verdades, que parecen tan fáciles de conocer, no son tan fáciles de ejecutar para aquellos que no viven el fútbol desde la sencillez y el talento. Ocupación, recepción, pase y regate. Para jugar al fútbol como centrocampista no hace falta mucho más, para saber hacerlo bien, sin embargo, hace falta ser muy bueno y amar el juego con la pasión con la que se ama la vida.

Cazorla demostró amar al juego por encima de la vida el día que quiso regresar al césped desoyendo los pronósticos más tenebrosos. Un tobillo roto, un hueso dañado y un alma apagada hubiese sido un motivo más que certero para caer en la tristeza, pero Santi Cazorla sólo creyó en sí mismo y, sobre todo, creyó en el balón. Nada más importante que creer para renacer. Nada más importante que renacer para volver a ser admirado como el futbolista grande que siempre quiso demostrar.

miércoles, 19 de febrero de 2020

Contra la casualidad

No es fácil vivir con una etiqueta. No es fácil llegar a un lugar lleno de gente, llamar la atención entre los más talentosos y pretender marcharte sin que nadie te etiquete de una manera despectiva. Los más incautos, esos que se ilusionan con cualquier nuevo truco de magia, te seguirán por mil recodos para irte abandonando a medida que les vas desilusionando. Por ello, el puñetazo en la mesa no es suficiente para sentarse a comer con los más poderosos, hace falta comerse el asado, beberse el vino, eructar como buen macho alfa y, después, brindar con cerveza mientras el resto de capitanes vikingos escuchan lo que pretendes contarles.

Lo que les quiere contar este nuevo vikingo llegado desde Noruega para golear es que lo suyo no es la típica aparición fulgurante que, con el tiempo, termina siendo tachada con el calificativo de casual. Porque Haaland no es ya el niño que anotó nueve goles a Honduras en el mundial sub 20, ya no es el joven que anotó nueve goles en la primera fase de la Liga de Campeones, ya no es el chico que anotó cinco goles en sus primeros dos partidos con el Borussia Dortmund. Erling Haaland es un asombro constante con el gol en la cabeza y el remate en los pies.

Los dudosos, aquellos que siempre viven por delante porque prefieren la razón por encima de la lógica, esperaban al chico con los brazos cruzados porque decían que aún no le había marcado a nadie. Pero el chico no entiende de colores y, mucho menos de rivales, más allá del juego sólo entiende de momentos y cada momento no es más que una excusa para sacar a pasear sus virtudes. No es el más ágil, no es el más hábil, no es el más coordinado, pero corre como un rayo, ve la portería como un arcoiris y le pega a la pelota como los mejores cañoneros.

Ayer fue el Paris Saint Germain como bien podría haber sido el Liverpool, el Bayern Leverkusen o cualquier equipo de la liga austriaca donde se paseó sin piedad. Porque quien vive del gol no entiende de colores, quien vive del gol no entiende de dudosos, ni de etiquetas, ni, mucho menos, de casualidades.

lunes, 17 de febrero de 2020

Román

"Dios ya no vive aquí, ahora hace milagros en Barcelona". Con tan contundente declaración de amor, recibió la hinchada de Boca a su equipo en el primer partido sin Juan Román Riquelme. Tan invadidos por la pena, tan atacados por la nostalgia, los hinchas de La Bombonera tocaron palmas y recordaron a su ídolo, porque su ídolo no era otro que el tipo que les había llevado a alcanzar la gloria jugando a la pelota como un artista de circo.

Riquelme fue un tipo apegado a sí mismo, a su mirada, a su estilo, a su propia condición física. Era lento y a veces pesado, pero cuando recibía la pelota lo hacía con la convicción de quien sabe que va a ejecutar un pase perfecto, un regate elegante, un disparo certero. Pensaba rápido y pensaba bien y en el virtuosismo de sus acciones vivía la magia de un tipo que nació para vivir rodeado de creyentes. Aquel que no creyese en él se vería abocado al infierno.

Y Van Gaal no creyó en él. Y de repente, el que se vio abocado al infierno fue Riquelme, convertido en parche innecesario, en bulto sospechoso, en una constante duda sobre un sistema de juego que no encajaba con sus características. Le acusaron de frío, de distante, de tímido, de raro. Y el tipo se vino abajo mientras añoraba los días en los que La Bombonera coreaba su nombre y celebraba sus títulos.

Ávido de fútbol, cansado de esperar y loco por jugar, Riquelme marchó a Villarreal para volver a disfrutar del fútbol y para reencontrarse con sí mismo. Aquel fue el mejor Villarreal de la historia, lo apodaron Submarino Amarillo porque su fútbol era una partitura pop y a Riquelme lo rebautizaron como ídolo porque hacía jugadas de ensueño y filtraba pases de maravilla.

Cuando Román pisaba la pelota, el mundo se paraba. Como un jugador de fútbol sala, se deslizaba por la hierba con la pelota bajo los tacos y el cuerpo por delante del defensor, de espaldas, como un funambulista en una cuerda floja sólo que sin un vacío al que caer. Pero con una gloria que alcanzar. Podía regatear en estático, tirar un caño, salir airoso sobre la línea de cal y encontrar siempre al compañero mejor colocado. Jugaba lento, sí, pero jugaba muy bonito.

Tan bonito lo hizo que dejó un recuerdo inolvidable junto a la Costa del Azahar a pesar de ser el tipo que convivirá con la maldición de haber fallado aquel penalti en el último instante. La gente dice que aquel penalti hubiese llevado al Villarreal a la final y lo cierto es que lo hubiese llevado a la prórroga. Nadie sabe lo que hubiese ocurrido allí. Lo que sí se sabe es que aquel equipo no hubiese llegado tan alto si no hubiese tenido en sus filas a Riquelme y si no hubiese contratado al uruguayo Forlán para generar, junto a Román, una de las parejas más efectistas que ha dado el fútbol español.

Aquello fue gloria sobre un campo de fútbol. Paredes imposibles, centros inapelables, goles increíbles, celebraciones certeras. Aquellos dos tipos fueron felices juntos y eso jamás lo olvidará una afición que años antes había nacido para viajar a campos de tierra y ahora veía como su equipo se ganaba un puesto en la gloria más absoluta contra los mejores equipos del continente.

Pero en todo cuento de hadas la carroza, al final, termina convirtiéndose en calabaza. Se marchó Forlán y se fue el gol, se marchó Riquelme y se fue el fútbol. Todo acabó para el Villarreal pero todo volvió a empezar para Boca. Porque Román nunca necesitó correr para sentirse hombre, nunca necesitó gritar más de lo debido para sentirse respetado. Vistió la franja amarilla, tomó la pelota y la orquesta empezó a tocar, de nuevo, al son de sus vicisitudes.

Una nueva Libertadores, en el crepúsculo de su carrera, terminó por glorificar una figura ya ensalzada de antemano y endiosada en la postrimería. Porque el Boca Juniors del siglo XXI es el Boca Juniors de Juan Román Riquelme. Porque nunca dejó de jugar al fútbol como un niño en el potrero de su barrio, ya fuese en Barcelona, en Villarreal o en La Bombonera. Dios regresó a su casa y volvió el fútbol en forma de milagro.


martes, 11 de febrero de 2020

El Tata

Brazo. El brazalete anudado sobre el bíceps derecho, la ascendencia sobre el resto, el grito firme, la salida impetuosa, el esfuerzo innegociable. Dos copas de pincharrata, ocho años de rojo y blanco, capitán de barco, bilardista por convicción, futbolista por vocación.

Rodilla. El cartílago hace crack, el tipo cae al suelo preso por el dolor, al alma baja al infierno presa de la desesperanza. El Deportivo Español le dice adiós en diciembre, nos valías como futbolista pero no nos vales como cojo. Bilardo se acerca a él y le dice "Usted tranquilo, Tata", va a estar en el mundial. Y el Tata Brown trabaja. Pasan los meses, llega mayo y está listo. Un tipo con carisma. El líbero de "El Narigón".

Estómago. El teniente general de la zaga no aguanta la altura mexicana. Le ataca La Venganza de Moctezuma. Saltan las alarmas. Pasarella no deja de ir al váter, tiene el estómago vació, la garganta seca, la angustia siempre presente. Necesita hospital. Necesita regresar a casa. El tipo del carácter indomable ha caído y Bilardo le dice a Brown que será su hombre libre en el mundial. Defensa de tres. Cucciuffo y Ruggieri. Y Brown de hombre escoba.

Cabeza. El balón tocado por Burruchaga, bombeado sobre el área alemana, lejos de Schumacher quien falla en la salida y vía libre para el cabezazo de El Tata Brown. Por delante la pelota, pero también Maradona. El capitán, el genio, el hombre. Diego se agacha, intuyendo el imposible y Brown se apoya en su espalda para tomar impulso. Conecta limpio, fácil, directo a gol. Es a puerta vacía, pero hay que marcarlo. Y hay que celebrarlo. Es la final de un mundial. Es un sueño más que cumplido.

Hombro. Un choque contra un alemán fornido. Todos los son. Como rocas, como bloques de hormigón. Chocan en cada saque de esquina, en cada balón cruzado, en cada carrera hacia ninguna parte. Y en uno de esos choques siente un dolor punzante. El hombro está fuera de su sitio, pero El Tata le grita al médico "Ni se le ocurra sacarme, yo me quedo aquí". Y se queda. Muerde la camiseta, hace un agujero a la altura del ombligo e introduce el pulgar de su mano derecha. Es un cabestrillo improvisado. Y dolorido y desencajado ve como van a ganar, ve como les empatan, ve como van a perder y ve, extasiado por el dolor y el cansancio, como Burruchaga anota el tercero y Argentina vuelve a ser reina del universo.

Corazón. El tipo regresa a casa como un héroe. Peregrina por el mundo con los pies y la memoria. Dice adiós con orgullo e intenta plasmar sus conocimientos en los chicos más jóvenes. Sus amigos serán siempre sus héroes y su recuerdo irá ligado siempre a un cabezazo en la final de las finales. En una resistencia numantina, con el hombro dislocado, ante unos alemanes altos como torres y duros como piedras.

Cerebro. De repente, puñetera vida, el tipo se olvida de todo. Es carne de hospital, de camilla, de silla de ruedas. Le cuentan quien fue, qué hizo, cómo celebró. Pero ya no se acuerda. Y se tumba, fuera del mundo, en una cama fría que le presentará a la muerte. La caída es triste, injusta como todas, dolorosa. Se marchó El Tata Brown víctima del Alzheimer, un delantero alemán, alto, fornido, imparable, que le golpeó a la salida de un córner y no le dejó tiempo para recuperarse.

miércoles, 5 de febrero de 2020

El silencio de Chila

En Mayo de 2002, en el hotel de concentración donde se hospedaba la selección paraguaya, un micrófono se acercó a José Luis Chilavert para preguntarle, entre otras cosas, por la selección española, equipo al que Paraguay habría de enfrentarse unas semanas más tarde en la segunda jornada del mundial de fútbol a celebrar el Corea y Japón. Animado por la presencia de las cámaras y prendido por la arrogancia, Chilavert puso su mejor cara de chico malo y declaró que España era una selección del montón.

Era la historia de un desencuentro que había comenzado años atrás, cuando, en la previa de otro enfrentamiento mundialista, el portero paraguayo se encargó de calentar el ambiente para, durante el partido, rematar la faena con continuas provocaciones a las jugadores españoles. "España no estaría en el mundial si tuviera que jugarse en los grupos de clasificación de sudamérica", añadió, para, por último, apostillar: "Le voy a marcar un gol de falta a Cañizares".

Lo que no imaginaba Chilavert es que, semanas después, Cañizares se caería de la convocatoria por culpa de absurdo accidente doméstico y que la única falta que tuvo opción de chutar durante el partido fue hacia ningún lugar.

Pero volvamos al origen de los hechos. El mundial de Francia había empezado de la peor manera posible para España. Después de haberse adelantado durante dos ocasiones ante Nigeria, terminó perdiendo el partido viéndose abocado a ir a remolque durante el resto de la fase de grupos. Paraguay, por su parte, había empatado a cero frente a Bulgaria y se presentaba al partido ante España sin demasiadas urgencias. El objetivo era no perder y, para ello, Chilavert sacó la cara y la palabra. Menospreció el poder de la selección española y, durante el tiempo que duró el partido se dedicó a sacar de quicio a cada uno de los delanteros de la roja.

Pérdidas de tiempo, miradas amenazadoras, ademanes provocadores, sonrisas sarcásticas... Todo lo que pudo haber sido utilizado fue usado por Chilavert para desesperar a los futbolistas españoles. Aquel cero a cero dejó a España al borde del precipicio; dos puntos y una sensación de impotencia desesperante porque donde no estaba Chilavert estaban Ayala y Gamarra despejándolo todo una y otra vez. Para más inri, la mejor ocasión del partido llegó a cargo del paraguayo Benítez con un tirazo desde lejos que despejó milagrosamente Zubizarreta.

Acabado el partido y ante las declaraciones de Javier Clemente diciendo que Paraguay era un equipo muy poco ambicioso, Chilavert salió al trapo para decir que ellos no necesitaban ganar y que si alguien había sido poco ambicioso había sido España, jugando todo el partido con balones largos sin ningún plan concreto en el juego.

Aquel diecinueve de junio de 1998, España se había fiado en demasía de la mala trayectoria de Paraguay en los partidos de preparación para el mundial. Después de completar la hazaña de quedar segunda en el grupo sudamericano, viajó a Europa para preparar la cita y perdió, casi consecutivamente, contra Italia, República Checa, Holanda, Rumanía y Bélgica. Parecía una cenicienta, pero Julio César Carpegiani supo hacer una roca de un equipo plagado de defensas férreos y delanteros veloces. Con un juego defensivo y transiciones rápidas, supo amarrar dos empates en sus dos primeros partidos, para rematar la faena en la última jornada ante una Nigeria ya clasificada y dejando, con ello, a España eliminada en la primera fase del mundial. Todo un fiasco para una selección que, como siempre, llegaba cargada de sueños y, como siempre, también, se marchaba rociaba de lágrimas.

Quiso el destino que sus caminos se cruzasen, otra vez, cuatro años más tarde en una nueva fase de grupos de un mundial. Entonces jugaban en Corea y entonces España optó por un plan distinto para abordar la línea férrea paraguaya. Dirigidos por José Antonio Camacho y conducidos por un talentoso centro del campo formado por Luis Enrique, Baraja, Valerón y De Pedro, España optó por la circulación de la pelota en lugar del pelotazo frontal. Si cuatro años antes, el plan había sido enviarle pelotas largas a Pizzi para que se pelease contra la pareja de centrales paraguaya, esta vez fueron Raúl  y Tristán los encargados de sacarles de zona con sus continuos desmarques. Pero a este partido, como aquel, le faltaba la presencia de un goleador de rachas.

En 1998, ante Paraguay, no había jugado de inicio Morientes a pesar de haber terminado la temporada como delantero titular del Real Madrid campeón de Europa por delante del croata Davor Suker. En 2002 tampoco fue de la partida, pero tras el descanso, Camacho le incluyó, junto a Helguera, en el once que habría de disputar la segunda parte. Aquel cambio resultó decisivo porque casi en el primer balón que tocaba, empataba el partido. Y es que España había empezado perdiendo el partido merced a un gol en propia meta de Puyol en el minuto diez. Parecía que iban a aparecer viejos fantasmas, pero esta España llegaba al partido sin la necesidad del noventa y ocho y este Chilavert era un viejo fanfarrón que había perdido agilidad y había ganado peso.

Fue el partido de los penaltis. Dos fallados, uno por cada equipo, y otro anotado, por Hierro, en los estertores del partido. Aquel partido sirvió de venganza fría contra un tipo que quiso ponerse un país en contra y terminó siendo leyenda de un país que, gracias a él, alcanzó las cotas más altas de su historia. Un tipo que llegó hablando como un loro y terminó callando como una jirafa. Tanto España como Paraguay terminaron pasando de grupo, pero ninguno de las dos llegaron demasiado lejos. Los guaraníes cayeron ante Alemania en la siguiente ronda y España cayó en cuartos ante la anfitriona después de sufrir un arbitraje sibilino por parte de un egipcio llamado Al Ghandour. Curiosamente, el mismo árbitro que había pitado aquel España - Paraguay correspondiente a la segunda jornada de la fase de grupos.