jueves, 31 de enero de 2019

Vientos de Levante

Pepe no era un futbolista especial. No era el tipo de jugador por el que preocuparse en demasía; era correcto, era esforzado y mantenía la ilusión intacta, pero, a sus veintiocho años y molido por las lesiones, sabía que su meta ya había sido alcanzada. Alguien de su club, el Alicante, le sugirió tomar las riendas del equipo filial. "Te gusta el juego y tienes dotes de mando. Puedes probar". Y probó.

El filial estaba en categoría regional. El chaval tendría que seguir trabajando por su cuenta para ganar un dinerillo extra, pero el gusanillo del banquillo se había metido dentro de él. Quedaron campeones de grupo y subieron a Preferente. No estaba nada mal teniendo en cuenta que el techo del primer equipo estaba en la Tercera División, sólo un escalón por encima.

Y allá fue. Entrenó en tercera, con los mayores, durante la temporada siguiente. Era 1994 y Romario había deslumbrado al mundo. Quedaron décimos y algunos llegaron para darle una palmada en la espalda. "Lo has hecho bien, no te preocupes, pero tienes que foguearte". Tenía treinta años y toda la ilusión del mundo. Benidorm, Elda y El Campello fueron sus paradas. Balas de cañón en pistolas de fogueo. Fue cumpliendo objetivos al tiempo que iba bajando escalones ¿Acaso nadie iba a ver su potencial? Entonces, cuando menos lo esperaba, volvieron a llamarle desde su casa. "Necesitamos que vuelvas".

Y allá fue Pepe Bordalás con la maleta cargada de sueños. Al equipo no le había ido bien sin él y él ya era otro hombre. Más curtido, más hecho, más entendido. La Preferente no era lugar para aquel Alicante y el entrenador lo devolvió a Tercera. Aquel podía ser un buen lugar, pero a aquellas alturas, todos querían más. La temporada fue fantástica y el equipo jugó la promoción de ascenso a Segunda B, pero no pudo ser. Perdieron contra el Mataró y se vieron obligados a volver a empezar. Pero la historia de los insistentes es la historia de los triunfadores. El año siguiente, el Alicante fue campeón y cobró su billete de ida a la Segunda División B. Una vez allí ¿Por qué no seguir soñando? El equipo fue sexto ¡Sexto! Tres años antes estaba en Preferente y ahora soñaba con un ascenso a Segunda. Toda una proeza.

Pero las relaciones se gastan y las aventuras surgen. Bordalás dijo adiós con el corazón encogido y se enfrascó en un proyecto fallido. Sólo un mes duró en Cáceres y de allí volvió a su tierra. Su querido levante que tanta vida le había dado. Media temporada en Novelda donde salvó la categoría y regreso a Alicante. A los hijos pródigos siempre se les recibe con pasión. El equipo era un tiro; la clase de Patri, el trabajo de Nacho Sierra, los goles de Ribera, el fútbol de Mantecón y la línea defensiva liderada por Pelegrín y Albácar. Un once de memoria que se instauró en la memoria colectiva. Quedaron campeones de grupo y hubieron de enfrentar su fortuna contra el Lorca Fútbol Club.

El Lorca era un equipo dispar que, a mitad de temporada, se había visto obligado a prescindir de su entrenador. El elegido para sustituirle fue el cerebro del equipo; Unai Émery. El chico que un día antes había jugado como centrocampista y que, carnet de entrenador mediante, aceptó la oferta de su presidente. Todo un reto. Fue una temporada singular, empezaron mal, se asentaron y terminaron de manera formidable. Tanto que finalmente consiguieron consolidarse en el cuarto puesto y ganar el derecho a jugar la fase de promoción de ascenso a segunda.

Había buenos mimbres; el siempre prometedor Perona, el magnífico Ramos, el hábil Huegün, el veterano Iñaki Bea y el potente Gerard Bordás; todos llegaban de vuelta después de haberse convertido en promesas inacabadas y haber buscado su futuro en las entrañas del fútbol profesional. Todos habían encontrado su lugar en el mundo desde el momento en el que su excompañero Unai había hallado la tecla correcta desde el banquillo.

El Lorca ganó en casa por un gol a cero. El Alicante fue correoso, competitivo, duro, muy difícil de ganar, pero aquel resultado le obligaba a jugar más abierto en el partido de vuelta. Y lo pagó. Castellanos y Perona castigaron su hígado por dos veces y el dos a uno final terminaba con el sueño del mejor Alicante de la historia y ponía al Lorca de cara al partido final ante el Real Unión de Irún.

Daba la casualidad que Émery era natural de Irún. Que su padre y su abuelo habían jugado en el Real Unión y que tenía que jugarse el éxito y el prestigio en el estadio donde tantas veces había soñado convertirse en futbolista. Los paradigmas del fútbol, como los de la vida, están escritos en designios imposibles de descifrar. Y aquella tarde, para desgracia de Unai, todo estaba en contra. El Real Unión era un equipo compacto que jugaba de memoria y que había ganado en Lorca por un gol a dos con dos goles de Sukia, su killer del área. Así pues, todo era una fiesta en el Stadium Gal aquella tarde de junio de 2005.

Pero el sueño se tornó en pesadilla cuando, recién comenzada la segunda parte, Perona ponía el cero a dos en el marcador. A raíz de ahí, todo fue remar y no llegar hasta que en el minuto noventa y seis, tras un descuento muy protestado por los lorquinos, Sukía, otra vez, machacaba las ilusiones que ya viajaban a Murcia, poniendo el uno a dos. Habría prórroga y el Lorca habría de afrontarla con diez jugadores tras la expulsión de Iñaki Bea en la falta previa al gol irundarra.

La prórroga fue una agonía entre dos equipos agotados. El Real Irún físicamente y el Lorca anímicamente. En aquel lugar sólo cabían la suerte, la esperanza y la valentía. Corría el minuto ciento doce y Juan Carlos Ramos, más audaz que nadie, prefirió lanzar la pelota a puerta antes que seguir conduciendo. El Lorca se estaba defendiendo con uñas y dientes y aquella salida al contragolpe era una de sus últimas esperanzas. El plan era defenderse lo mejor posible y llegar lo más dignamente posible a la tanda de penaltis. Pero aquel disparo de Ramos cogió un efecto extraño, Otermin no supo controlar la trayectoria y, para asombro de unos y desesperación de otros, se coló en la portería del Real Unión.

El Lorca estaba en primera. Aquello era más que un sueño porque apenas les había dado tiempo a soñar. No hacía ni cuatro meses andaban peleados con el mundo y ahora eran jugadores con pleno derecho a jugar en la Liga de Fútbol Profesional. Irún era una tumba de silencio. El viento avivaba los sollozos y en el fondo, en un rincón del césped, los jugadores del Lorca celebraban su machada. Emery, el entrenador, tenía sentimientos encontrados. Había conseguido el objetivo pero a qué precio. Su ciudad, su equipo, su infancia.

Los clubes, como vasos comunicantes, llevaron caminos paralelos en momentos diferentes. El Lorca aguantó dos años en segunda, cuando bajó, Emery ya había cogido el tren de Primero. Un año después, el Alicante consiguió ascender ya sin Bordalás en el banquillo y, como en una montaña rusa, cruzó sus caminos, uno hacia abajo y otro hacia arriba, con el Real Unión de Irún, quien ascendía a Segunda en el verano de 2009.

Aquellos entrenadores que se cruzaron en la fase de ascenso a segunda de 2005 son hoy protagonistas por derecho propio. Pepe Bordalás entrena al Getafe en Primera División y no paran de lloverle elogios. Manix Mandiola, tras media vida en los banquillos del País Vasco, lucha de nuevo, por un ascenso a segunda, desde el banquillo del Club Atlético Baleares. Y Unai Emery, después de una exitosa etapa en Sevilla, ha dado el salto a la Premier para entrenar al Arsenal.

Porque el éxito no vive tanto en el resultado como en el trabajo. O, acaso, una cosa es consecuencia de otra. Sabios constantes, acaparadores de fe y profetas de un verbo que no se extingue. Aquel año soplaron vientos de levante y el tiempo ha seguido soplando con aires de gratitud. Porque el fútbol, más allá del glamour, también fabrica héroes.

martes, 29 de enero de 2019

Pichichis: Alfredo Di Stéfano

El delegado de Deportes, Armando Muñoz Calero, temiendo ser un Poncio Pilatos de postín, tomó una solución salomónica: el jugador jugaría dos años en el Barcelona, dos en el Real Madrid y, al finalizar los cuatro años de rigor, ser ambos equipos los que terminasen poniéndose de acuerdo. El Barça, ultrajado en su orgullo, dijo no y más adelante denunciaría presiones. El Madrid se quedó con el futbolista y el futbolista cambió la historia.

La primera vez que, en Europa, habían tenido noticias de él, había sido en el sudamericano de naciones de 1947. El jugador, aún casi niño, la había roto. Fue la última vez que jugó para Argentina. Más tarde, como tantos coetáneos, se convertiría en un futbolista más en vestir la camiseta de dos selecciones. Despropósito que la FIFA tardaría tiempo en cortar y del que se aprovecharon muchas selecciones para alinear a los mejores futbolistas foráneos.

Siendo ya entrenador, el ya viejo Di Stéfano aclaró que, más allá de cualquier circunstancia, un buen equipo es como un buen reloj, si falla un jugador, si falla un mecanismo, sigue siendo igual de bonito, pero dejará de funcionar. Es una lección que aprendió, sobre todo, jugando con la camiseta roja de la selección española; allí jugaban casi los mismos que lo hacían con él vestidos de blanco más lo más selecto de Barcelona, Atlético o Athletic, pero aquel reloj, con muy buenos mecanismos, jamás fue capaz de funcionar. Fue por ello, quizá, por lo que Di Stéfano jamás tuvo la oportunidad de jugar un mundial. En Argentina le pudo la burocracia y en España le pudo la inconsitencia. Fue un lunar, seguramente el único, de un futbolista que, como internacional tuvo treinta y siete apariciones y anotó veintinueve goles.

Y es que las cifras siempre le acompañaron. En total disputó seiscientos sesenta y nueve partidos como profesional de club y anotó cuatrocientos ochenta y tres goles. De los mejores de la historia. Y eso que debutó perdiendo; cuando tan sólo era un imberbe niño de dieciocho años, River Plate lo hizo debutar ante Huracán en un partido con poca trascendencia. El equipo era campeón y los jóvenes tendrían su oportunidad. Era el River de la máquina, el River colosal que dejó impronta en el tiempo. Y Di Stéfano perdió aquel partido. Fue algo premonitorio, porque precisamente a Huracán iría cedido la siguiente temporada y allí, entre tangos y requiebros, sorprendió a todos con una temporada de escándalo. Cuando volvió a River y lo hizo de nuevo campeón, ya todos sabían que allí había un futbolista de época.

Y es que era tan completo que, a menudo, solía hacerse el dueño del partido. Y eso que jugaba como delantero. O, supuestamente, era delantero, porque su función no se limitaba sólo al área sino que recorría el césped de cal a cal. Hubo un momento en el que Bernabéu, en su éxtasis de fantasía, fichó al brasileño Didí, un campeón del mundo que manejaba los tempos con soltura. Tanto campo quería abarcar que pronto se vió eclipsado por Di Stéfano. Lloró al presidente y el presidente lo mandó de vuelta a Brasil. Dueño del campo sólo había uno y se llamaba Alfredo.

Terminó su carrera en el Español, donde llegó con treinta y siete años y pocas cosas que demostrar. Mantenía la ilusión pero había perdido la velocidad. Siempre como rival directo del Barcelona, equipo al que había en su primer enfrentamiento; había dudas sobre quien tenía la supremacía del país y el Madrid ganó cinco a cero. Así, de primeras. Y es que Di Stéfano cambió el rumbo del fútbol español y el destino del Real Madrid. Y si hubo un trofeo que se asocia a su nombre por encima de todas las cosas, esta es la Copa de Europa. El Madrid de Di Stéfano ganó las cinco primeras ediciones y Di Stéfano anotó en todas y cada una de las finales. Como para no tenerle en un altar.

Nada impidió que su amistad con Kubala se mantuviese firme. Si marchó al Español es porque estaba él, si le hubiese gustado, en algún momento, jugar en el Barcelona, es porque estaba él. Eran dos jugadores fantásticos pero diferentes en el concepto. Kubala era un artista, un definidor de últimos metros, un tipo que buscaba el espacio y regalaba goles en el área chica. Di Stéfano era un todoterreno, el tipo de futbolista que él mismo había atisbado en Adolfo Pedernera, su antecesor en River y su compañero en la aventura Colombiana de Millonarios de Bogotá. Y es que, como el mejor, siempre terminó jugando con los mejores; así formó una legendaria delantera, en el Real Madrid, junto a Kopa, Rial, Puskas y Gento. Casi nada al aparato.

Debutó con gol en la liga española. Un gol al Racing y a empezar a sumar. Le costó, porque estaba falto de ritmo y porque este era otro fútbol. Pero mediada la temporada, el Madrid ya marchaba a velocidad de crucero. Fue la primera de muchas ligas. Ocho en total. Y una Copa. Amén de las cinco Copas de Europa y la Intercontinental. Un palmarés de escándalo en una época donde los trofeos se ganaban con los dientes apretados. Tan famoso se hizo que llegó a rodar una película inspirada en su vida de futbolista: "La saeta rubia". Así le llamaban; por simular un avión a propulsión que recorría el campo sin que nadie fuese capaz de detenerle.

Regresó al Madrid, años más tarde, como entrenador. Ya no estaba Bernabéu, el presidente que le trajo y el que más le admiró, pero también con quien tuvo las mayores broncas. La primera vino a cuenta de una camiseta. La de Alfredo no estaba bien cosida y él mismo recortó una manga. "Esta camiseta cuesta mucho", le indicó el presidente. "En primer lugar, no se puede jugar con una manga más corta que la otra. En segundo lugar, ¿quién otro que no sea yo va a llevar el nueve del Real Madrid?". Discusión zanjada.

Fue un buen entrenador. No consiguió hacer carrera en el banquillo del Madrid, pero con él debutaron los integrantes de la Quinta del Buitre. Suficiente legado como para tenerle en consideración. Sí triunfó en Valencia, con quien ganó una Liga y una Recopa, y en Argentina, siendo el único entrenador en la historia capaz de salir campeón con River y con Boca. La admiración de todos siempre por delante.

Y es que Alfredo forjó su carácter en el potrero. Su padre era secretario del gremio de patateros de Buenos Aires y en más de una ocasión se tuvo que enfrentar a la mafia. Con semejante educación, es fácil que aprendiese a ser un tipo duro y no dejarse amilanar. Apoyó la huelga de futbolistas que dejó el fútbol argentino como un erial en 1949 y se marchó a Colombia donde se convirtió en el líder de un grupo de futbolistas maravillosos. Allí conquistaron la Pequeña Copa del Mundo de Clubes, un campeonato no oficial pero que enfrentaba a lo mejor de cada continente. Tras aquel partido se despidió de Millonarios y voló a Madrid. Once años después ya era el mejor futbolista de la historia.

El Pacto de Lima había establecido que los futbolistas que habían abandonado Argentina en pos de la huelga, quedarían en propiedad de sus actuales clubes durante un periodo de dos años tras los cuales regresarían a sus clubes de origen. En esas, Millonarios viajó a Madrid para jugar el partido homenaje por el cincuenta aniversario del Real Madrid. La frase de aquel vestuario era "Cinco y baile". Lo que quería decir que no anotaban más de cinco goles para no humillar al rival y, a raíz del quinto, se dedicaban a bailar con la pelota. Al Madrid le cayeron cuatro y Bernabéu señaló al rubio. "A ese, al nueve, hay que ficharlo".

Cuando llegó al Madrid, el equipo blanco llevaba más de veinte años sin ganar la liga, en las once siguientes temporadas, ganó ocho. Pero su gran logro no se quedó en los títulos sino en el legado. De equipo fatalista, el Madrid pasó a ser el equipo más temido del mundo. Se marchó Di Stéfano y, como una máquina perfectamente engrasada, el Madrid siguió ganando. Y ahí sigue, con la ambición y el poderío intactos.

Su llegada generó uno de los mayores conflictos de la historia de nuestro fútbol. El Barcelona había llegado a un acuerdo con River, quien tenía sus derechos en diferido según el pacto de Lima. El Madrid llegó a un acuerdo con Millonarios quien tenía sus derechos en el momento. Fue una batalla legal muy dura. Muñoz Calero fue salomónico y el Barça se sintió agraviado. El resto es historia. En el crepúsculo del siglo XX, la revista France Football le premió con el Súper Balón de Oro como el mejor futbolista en la historia de Europa. Ese fue el impacto. Reconocimiento total. Unanimidad en las interpretaciones.

El hombre orquesta le llamaban. Por jugar, jugó hasta de portero en un partido ante Boca en sus inicios. Se lesionó Carrizo y quedaban pocos minutos. River aguantó el resultado con Di Stéfano en la portería. Sabía hacer de todo y todo lo hizo gracias a la pelota. Por ello mandó poner una escultura en la puerta de su casa. Era una pelota, esculpida en bronce y una inscripción: "Gracias, vieja".

"Marcar un gol es como hacer el amor. Todos saben hacerlo, pero nadie lo hace mejor que yo". En aquella declaración estaba impresa la categoría de un tipo nacido para la gloria. "El fútbol de verdad terminó el día que entró el primer secador en un vestuario". Pierna fuerte, carácter sólido y en la cabeza sólo una cosa; el juego.

Si a alguien hizo superlativo Di Stéfano fue a Paco Gento. Gento había llegado una temporada antes y no había tarde que no despertase un molesto runrún en la grada. Gento sabía correr y con Di Stéfano aprendió a frenar. Ambidiestro, hábil y privilegiado para leer el juego, Di Stéfano aguantaba la línea defensiva y descargaba siempre en profundidad. Gento llegaba antes que nadie y el balón, ya en el área, era rematado a placer por cualquiera de los delanteros. Una patente que dio muchos triunfos.

Semejante altitud alcanzó su fama que el grupo revolucionario FALN le secuestró en un viaje del Mardid a Venezuela. Le utilizaron para dar altavoz a su mensaje, pero le trataron mejor que a un hijo. Una anécdota más en una historia irrepetible que terminó en julio de 2014. Aquel día, su Argentina natal jugaba una semifinal de la Copa del Mundo después de veinticuatro años y Don Alfredo había salido a comer a un restaurante cerca del estadio Bernabéu para celebrar su cumpleaños. Allí, junto a su estadio y el día que Argentina buscaba reencontrarse consigo misma, Di Stéfano se desplomó y se dejó una vida en el recuerdo. El gol invisible, el ballet azul, la despedida amarga.

El gol invisible fue frente a Bélgica en un amistoso de postín. Se llama así porque ninguna cámara pudo grabarlo, pero quienes lo vieron no han podido olvidarlo. Miguel centró desde el costado y Di Stéfano remató de escorpión una vez que comprobó que la pelota le iba a sobrepasar. El Ballet Azul fue Millonarios de Bogotá, bautizado así por aquella manera tan peculiar de bailar en el campo y conseguir que el equipo rival se plegase a su danza. Y la despedida amarga vino después de la derrota por tres a uno ante el Inter de Milán en la final de la Copa de Europa de 1964. Tras la misma, Bernabéu entró como un ciclón en el vestuario y Alfredo le paró los pies. Fue su última gran bronca. Días más tarde ya vestía la camiseta del Español de Barcelona.

Nadie había hecho, desde el campo, más que él para el Madrid. Y ahora se veía despedido de la peor manera. El tipo que había conquistado Europa, el que fascinó a Bobby Charlton hasta el punto de hacerle cambiar su forma de jugar, el que obligó a la Juve a cambiarse de uniforme porque no eran capaces de distinguir al árbitro, el que destrozó dos veces al Stade Reims para cabalgar como campeón de Europa, el que agotó al Milán en Bruselas y descompuso al Eintrach en Glasgow, el que dio satisfacción al régimen en una plácida tarde de mayo frente a la Fiorentina, el que formó sociedad letal con Puskas, el que amargó la vida al Atlético y al Barcelona, el que terminó conquistando el norte, el número nueve que jugaba como un diez. Cinco veces pichichi, doscientos veintisiete goles en la liga y la sensación de que, hasta él se jugaba a una cosa y, desde él, a otra completamente distinta.

martes, 22 de enero de 2019

Boateng, el futbolista que dio un discurso en la sede de las Naciones Unidas (Por Miguel Val)


Ni Morata, Ighalo, Stuani, Giroud o Vela, el delantero escogido por el Barça para complementar su delantera es Kevin-Prince Boateng. La operación, cesión con opción de compra a final de temporada, recuerda mucho a la de Murillo. La dirección deportiva culé ha encontrado en el internacional ghanés al sustituto ideal de Munir y a su Larsson particular. Sólo el tiempo dirá si Boateng, que viene para ser suplente, aporta desde el banquillo del Camp Nou lo mismo que su homólogo sueco hace ya más de una década. El fichaje, que ha pillado a todo el mundo por sorpresa, no viene exento de dudas.

Boateng cumple con el perfil que se buscaba desde Can Barça. Pese a haber jugado en el centro del ataque en los últimos años, puede actuar indistintamente en ambas bandas. Su mayor especialidad es el juego de espaldas a portería, aunque no es manco a la hora de asociarse. Tal vez su principal defecto sea el trabajo defensivo. Al nuevo delantero del Barça no le será desconocida ni La Liga ni el juego de asociación y toque. Boateng rayó a gran nivel en la Unión Deportiva Las Palmas de Quique Setién durante la temporada 2016-17. Jugó 28 encuentros y anotó diez tantos después de su sorprendente llegada al fútbol español como agente libre. Bajo el sol de las Canarias fue feliz y recuperó la ilusión por el balón. Los aficionados pío-pío todavía recuerdan el vuelo chárter que pagó de su propio bolsillo para que el resto de compañeros de equipo, presentes en Valencia por una gala de premios, volaran directos a casa y no tuvieran que hacer escala en Madrid. Una parte de su corazón se quedó en las isla cuando se marchó al Eintracht de Frankfurt al término de esa temporada para estar más cerca de su hijo. El internacional ghanés ha pasado este último medio año en el Sassuolo italiano. Ahora, firma por el Barça gracias en gran parte a que Las Palmas apostó por él cuando el AC Milán le enseñó la puerta de salida. Boateng hoy viste de azulgrana porque un día lo hizo de amarillo.

Boateng nació y se crio en el barrio berlinés de Wedding, uno de los más conflictivos de Alemania. En una entrevista a El País de 2016, el entonces jugador de Las Palmas confesó que para él era habitual comer en las casas de sus amigos cuando era niño “porque en la mía no había comida ni dinero”. También reconoció lo duro que se le hizo gestionar la fama y el dinero en sus comienzos en el mundo del fútbol. “Tiré mucho dinero y luego aprendí que había que ahorrarlo porque el fútbol no es para toda la vida… Coches, ropa, discotecas. Eso hacía. Gastaba dinero en tonterías que me hacían feliz durante un par de horas, luego el efecto terminaba”. El punto de inflexión le llegó la mañana de después de una fiesta, nada más despertarse, cuando se miró frente al espejo. “Me dije: ya, se acabó, esto no es lo que quieres, has luchado para llegar hasta aquí y no lo vas a tirar todo. Ya. Me dije que tenía que empezar a portarme como un profesional, comer bien y centrarme en el fútbol”.

Boateng es una figura muy comprometida en la lucha contra el racismo. En enero de 2013, en un amistoso entre el Milán y el Pro Patria, abandonó el campo de juego después de ser objeto de varios insultos racistas por parte de las grada. El resto de sus compañeros de equipo hicieron lo mismo. Un par de meses después, pronunció un emocionante discurso en la sede de las Naciones Unidas. El jugador rossoneri fue invitado junto a Patrick Vieira con motivo de las Jornadas Internacionales para la Eliminación de la Discriminación de la ONU. “El racismo no es algo que pertenezca a la historia o que sólo ocurra en países lejanos. El racismo es real, y existe aquí y ahora. El racismo puede ser encontrado en las calles, en el trabajo y en los estadios de fútbol… No podemos permitir que el racismo se extienda justo delante de nuestros ojos. Los estadios de fútbol están llenos de gente joven y no podemos consentir que los jóvenes, que aún están sanos, queden contaminados por uno de los virus más peligrosos de nuestro tiempo”, reclamó.

Hace dos años, Boateng concedió una entrevista a la web alemana, jetzt.de, en la que cargó duramente contra las medidas que está tomando el mundo del fútbol en la lucha contra el racismo: “Lo diré una y otra vez. No es suficiente mostrar un vídeo de ‘No al racismo’ antes de los partidos de Champions. Un aficionado del Eintracht Frankfurt de cinco años quizás no vea este vídeo. No es suficiente usar una camiseta que ponga ‘No al racismo’ o ‘Sacamos tarjeta roja el racismo’. Eso está muy bien, debe mantenerse, pero tienes que hacer más. Más publicidad, más vídeos. Cada club también debería hacer algo en el apartado de marketing”. Además, abogó por expulsar a los racistas de los estadios y contó una anécdota que sufrió de joven: “Una vez fui al supermercado y me paré junto a una mujer que no daba con el arroz en el estante. Le alcancé un paquete y se lo di. Ella lo tomó, lo puso de nuevo en el estante y fue a buscar a un empleado para que le diera un nuevo paquete. ¿Cómo tienes que sentirte ante eso?”.

Boateng, de padre ghanés y madre alemana, siempre pensó en jugar para el país de su madre y no de su padre. De hecho, hasta 2010, pasó por todas las categorías inferiores de la mannschaft. Ese año, en un encuentro de Carling Cup entre Chelsea y Portsmouth, su equipo de entonces, su compatriota Michael Ballack, centrocampista blue, le propinó una bofetada a la media de hora de juego. Unos minutos después, Boateng le respondió con una entrada salvaje que privó al capitán de selección alemana de acudir al Mundial de Sudáfrica. La DFB (Federación Alemana de Fútbol) sancionó al joven delantero de 22 años expulsándolo de la sub 21. Aquel castigo enfureció a Boateng, que tomó la decisión de renunciar a Alemania y jugar para Ghana. “Si yo hubiera hecho lo de Ballack me hubieran suspendido durante años. Con él, ni siquiera se habla del tema. Por eso me fui de la DFB y voy a jugar por Ghana”, dijo en su momento.

Kevin-Prince no es hijo único. Tiene un hermanastro de nombre Jerome, de un año menos, que también es futbolista. Juega de defensa central para el Bayern de Múnich y la selección alemana y es campeón de Europa y del mundo. De los dos, podría decirse que es el Boateng bueno. Además de una persona ideal para hablarle a su querido Kevin-Prince de las bondades de Leo Messi… En la Copa del Mundo de 2010, Alemania y Ghana fueron encuadradas en el mismo grupo y ambos hermanos se vieron las caras jugando para diferentes países. Uno para el de su padre y el otro para el de su madre. Nunca antes había sucedido algo así en la historia de los Mundiales. Cuatro años después, la diosa fortuna quiso que Kevin-Prince y Jerome volviesen a enfrentarse con sus respectivas selecciones. El internacional ghanés se marchó de Brasil a las primeras de cambio. La GHA (Asociación de Fútbol de Ghana) le expulsó de la convocatoria por insultar al seleccionador Kwesi Appiah.

La carrera de Boateng sería imposible de entender sin lo que ha hecho, no sólo dentro del campo, sino también fuera. Siendo jugador del Schalke 04, se presentó a un control antidoping cigarro en boca y cerveza en mano. El director deportivo del conjunto alemán salió al paso de los ataques reconociendo que fueron ellos quienes le dieron la cerveza para que orinara más rápido. Eso sí, del cigarro no dijo nada. En 2012, coincidiendo con su etapa en el Milán, Boateng comenzó a padecer una sucesión de lesiones que parecían no tener fin. Su segunda y actual esposa, la modelo Melissa Satta, le contó al mundo entero el porqué del mal fario de su marido. “Se lesiona porque tenemos sexo entre siete y diez veces a la semana”, confesó. El internacional ghanés celebró el último Scudetto de la historia del Milán con una performance en directo al ritmo de Billie Jean. Boateng, disfrazado al más puro estilo Michael Jackson, calcó los movimientos del mismísimo rey del pop en un improvisado stage en el centro del campo de un San Siro abarrotado por 80.000 tifosi deseosos de fiesta.

La música se convirtió en la principal vía de escape de Boateng cuando las cosas no le iban bien en el barrio. De hecho, el nuevo jugador del Barça quería ganarse la vida con las canciones y no con el fútbol. Boateng siempre ha reconocido tener tres ídolos: Michael Jackson, Muhammad Ali y Nelson Mandela. A este último lo conoció en el Mundial de 2010. Seguro que de todas las cosas que hubiera podido imaginarse que le diría el ex presidente de Sudáfrica, la última de ellas sería que su hija quería casarse con él. El internacional ghanés, rojo como el tomate, le contestó a Madiba, mientras le sostenía la mano, que “no podía porque tenía novia”. La hija de Mandela no es la única de sus admiradoras. La cantante Rihanna se declaró seguidora de la selección de Ghana por “lo guapo” que era su delantero.

Ese es Kevin-Prince Boateng, un tipo que de niño comía en las casas de sus amigos porque en la suya no había dinero, que descubrió el valor de las cosas mirándose al espejo la mañana después de una fiesta, que dio un discurso contra el racismo en la sede de las Naciones Unidas, que juega para Ghana por venganza a Alemania, que se enfrentó a su hermanastro en un Mundial, que se lesionó por tener sexo entre siete y diez veces a la semana, que pagó a sus compañeros de equipo un vuelo chárter para librarles de hacer escala, que baila a lo Michael Jackson delante de 80.000 personas, que rechazó a la hija de Nelson Mandela delante del propio Nelson Mandela, que cuenta con Rihanna como admiradora… en definitiva, algo más que un simple sustituto de Munir o Larsson.

viernes, 18 de enero de 2019

El fracaso

Hay palabras que, de tanto trillo, terminan consolidándose como figuraciones pomposas en el salón de las trivialidades; porque no sabemos sacar lustre del concepto y porque, generalmente, terminamos recurriendo a ellas con celeridad para intentar explicarle al mundo nuestras razones particulares. Existen sinónimos, o parentescos vocales, que, con menor impacto, son capaces de analizar una situación con más precisión, pero como necesitamos del drama y el tremendismo, acudimos a la barbaridad para llamar la atención. Porque, como mandan los cánones de la insensatez, no deben dejar, nunca, que una verdad les estropee un bonito titular.

El Atleti completó, ante el Girona, uno de los mejores partidos en lo que va de curso. Fue intenso en el medio, incipiente en tres cuartos y poderoso en el área; metió el balón cinco veces en la portería aunque sólo le diesen por válidos tres goles. Tuvo errores, claro está, de no haber sido así, no se hubiese eliminado, pero, más allá de las imperfecciones, quedó la sensación de que habían sido mejores y que, en esa línea, es más fácil consechar éxitos que decepciones.

El equipo está invicto en liga, siendo, un año más, el único que aguanta el tirón del Barcelona de Messi, está clasificado para los octavos de final de la Champions y sólo ha perdido dos partidos de los treinta que ha disputado. Ha visitado, en liga, estadios tan difíciles como Chamartín, Mestalla o Sánchez Pizjuán y mantiene intacta la esperanza de luchar hasta el final por sus objetivos. Y algunos, con más premura que paciencia se están atreviendo a hablar de fracaso.

No han tenido la paciencia de esperar al final de la temporada. El equipo puede caer, está claro, la competencia es dura y el Atleti, aunque tiene buenos mimbres, tiene una plantilla corta y está siendo atacado por una plaga de lesiones que le está mermando. Pero los que haya seguido su trayectoria durante los últimos siete años, saben de sobra que nunca ha dejado de competir, que siempre ha llegado a mayo con alguna expectativa viva y que, generalmente, nunca se ha caído en enero del caballo de sus propuestas.

Caer contra el Girona es duro. Un revés imprevisto que, emocionalmente, puede influir en el corto plazo, pero existen palabras más concordantes como decepción o desilusión que pueden amortiguar el concepto. Porque hablar de fracaso en una eliminatoria donde has sido superior es negar el análisis y buscar el titular. Y aunque todo vale para conseguir pinchazos, está claro que la gente sensata, que, aunque guardemos respetuoso silencio, formamos un amplio grupo, demandamos opinión sensata e información certera. Creo que no cuesta tanto. Aunque no deje de ser una sorpresa que un equipo chico elimine a uno grande. En la sorpresa reside la grandeza del fútbol; pero hay muchas maneras de contarlas: desde la épica, desde la minuciosidad o desde el tremendismo. Imaginen cual es la que más vende.

Honor y gloria


Cuando el corazón, el alma y la mirada tienen el mismo objetivo, el fútbol se convierte en un juego de sentimientos. Amar a tu club, mirar a tu gente, sentirse orgulloso de vestir una camiseta. Cuando los sueños se cumplen, los ojos brillan y la sonrisa es más cálida porque la ilusión siempre será el motor que nos conduzca por la vida.

Cuando se va un ídolo no hace falta decir nada y recordar mucho. Y en silencio, así como homenajeamos a los caídos en combate, iniciar un fuerte aplauso que se escribe en la posteridad. Honor y gloria, Steven Gerrard.