martes, 29 de octubre de 2019

Quien paga manda

Acostumbrados a la moda de la exigencia, nos creemos poseedores de la verdad sólo porque somos meros consumidores del producto, porque de nuestros bolsillos salen los emolumentos de esos tipos que, pobres ellos, corretean por el campo en busca del balón con el único objetivo de saciar nuestra felicidad. Tanta presión para un pedazo de gloria, tanto esfuerzo, casi siempre, para nada.

Le ha ocurrido una cosa curiosa al aficionado atlético relacionado con el supremacismo al que se ha vendido la prensa deportiva. Desde aquella pancarta que rezaba "Orgullosos de no ser como vosotros" han sucedido varias derrotas y algún fracaso. Dado que el supremacismo indica que solamente triunfa quien vende y solamente se relativiza el fracaso si se pone por medio la excusa de la transitoriedad, han sido muchos los aficionados que han comprado la teoría de que sólo ganar otorga la exquisitez y solamente la victoria señala a los auténticos elegidos para la memoria.

Al final nos hemos vuelto como ellos porque hemos comprado su mensaje. A todos nos gusta ganar, a todos nos gusta, además, gustar, a todos nos gusta ser el rey del mambo porque en este mundo en el que nos hemos metido nos importa más restregar la victoria al rival que celebrarla con el compañero. Y en esa tesitura el aficionado del atlético se encuentra en una disposición difícil de digerir: primero le dijeron que su equipo tenía la mejor plantilla de su historia cuando ha vendido a varios de sus mejores jugadores, después le dijeron que estaba obligado a ganarlo todo cuando nunca ha ganado una Champions y solo una liga y una copa de las últimas veintitrés, y, por último, les hicieron creer que su entrenador tenía que variar su forma de jugar porque los cánones, sus cánones, indicaban que el Atleti no debía estar peleando por la liga durante más de dos años consecutivos. Y claro, jugando como ellos no quieren que juegue, no lleva dos sino siete.

Y claro, como quien paga manda, el personal se cree con derecho a exigir lo que les piden que exija, porque sí, porque tienen derecho a un fútbol mejor y porque, qué narices, ya son muchos años tragando Champions ajenas y se huelen la tostada de que este año igual tampoco les ganan la liga a los dos equipos más poderosos del mundo. Como si eso se hiciese con la gorra todos los años.

Nadie se ha parado a sopesar, de verdad, hasta qué punto fue milagrosa la liga ganada en 2014, hasta qué punto fue meritorio que un equipo llegado de la nada, le levantase el título al Madrid de Cristiano y al Barça de Messi, ganadores de nueve Champions entre los dos, auténticas leyendas conductoras de dos equipos históricos. Nadie ha ido analizando como Simeone ha tenido que ir recomponiendo su equipo año tras año, sin Falcao primero, sin Costa después, sin Gabi más tarde y ahora sin Griezmann ni Godín. Ha nadie le interesa contar la verdad porque, claro, lo que interesa es vender el fracaso de un tipo que recogió un muerto y lo convirtió en campeón.

Ahora bien, comprar los billetes para discutir a un entrenador tiene el pase de la exigencia y la necesidad, pero ¿Qué lleva al aficionado de un equipo a silbar a su capitán? ¿Qué lleva al aficionado de su equipo a discutir públicamente a un tipo que lleva el escudo de su equipo pegado en el corazón? ¿De verdad el precio de una entrada, el valor de un abono, da derecho a ser injusto? Quien paga manda. Y quien manda, en el fondo, sigue siendo un aficionado más. Como ellos, como todos.

martes, 22 de octubre de 2019

El Nibelungo

El gran Héctor del Mar, fallecido hace meses y maestro de narradores, gustaba de señalar futbolistas con apodos de distinción. Había uno que era un bombón, otro un fenómeno, otro un macho y otro un llaverito. Por encima de todos se distinguía la figura rubia e imponente de un tipo al que conocía como "El Nibelungo".

En la mitología germánica, los nibelungos eran tipos que acumulaban poder y riquezas y cuyo rey fue derrotado por Sígfrido. A Schuster, futbolísticamente, muy pocos le derrotaron, porque el tipo entendía el fútbol como si se tratase de una extensión de la vida. Tenía carácter, era listo y era audaz. Tenía un guante en el pie derecho y un mueble con estantería en la cabeza. Como una brújula andante, buscaba el norte y encontraba siempre al compañero mejor colocado. Pudo haber sido un futbolista de cariz histórico, pero una lesión de cambió la vida.

Antes de Goico, Schuster era un box to box de manual. Un tipo de tranco largo y mirada siempre en el frente. Era lo suficientemente rápido como para acompañar y lo suficientemente hábil como para conducir. Vivía de tirar paredes, encontrar desmarques y ganar la zona de tres cuartos. Después de Goico, Schuster perdió la velocidad y cierta capacidad de regate, pero supo reinventarse porque en sus piernas había mucho fútbol y en su cabeza seguía habiendo muchos espacios libres.

Retrasó su posición, encontró una posición más periférica y se dedicó a jugar andando, cada vez más a medida que iba cumpliendo años. Cuando llegó al Atlético, tras haber sentado cátedra en el Barça y el Madrid, se le tenía por un jugador apagado y falto de carisma. Se encargó de cerrar bocas y apagar dudas dando lecciones de fútbol desde el círculo central. Fue el engranaje perfecto para que Futre abriese por fin la puerta que se le cerraba y fue el guía para una tropa que luchó una liga después de muchos años y ganó dos Copas después de una travesía en el desierto.

Acabó sus días en Alemania, el país que le despreció por haberse marchado fuera cuando era un joven con ínfulas; el país que le negó éxitos internacionales y donde marchó para marchitarse mientras se recondujo como defensa libre. Una muesca más en una carrera trufada de éxitos y, sobre todo, lecciones de fútbol. El nibelungo era el dueño del anillo y con él los dominaba a todos. Porque Schuster no creía en leyendas, pero sabía conjugar las mejores historias.


miércoles, 16 de octubre de 2019

La persona y el futbolista

La tendencia a la confrontación se ha convertido en una necesidad tan demandada que solemos ocupar el espacio de opinión mucho antes de analizar aquel está ocupado por la información. Nos detiene el titular y, sobre todo, nos detiene la palabra ajena porque generalmente sólo la analizamos desde dos perspectivas opuestas: o dice lo que pensamos y entonces aplaudimos, o dice lo que no pensamos y, entonces, berreamos.

No estoy de acuerdo con Guardiola; España no me parece un estado opresor. Han pasado muchos años desde aquello y está claro que entre la nostalgia y el poco olvido, seguimos disparándonos en el pie mientras nos empeñamos en pasar página. Tenemos muchas cosas que mejorar ¿Quién no? Pero ni oprimimos por decreto, ni encarcelamos por sistema.

No estoy de acuerdo con Xavi; Qatar, siendo una dictadura que reprime a los homosexuales, que discrimina a la mujer y que condiciona a los niños, no puede funcionar mejor que España. Nunca. Se puede dar el hecho de que no te gusten cosas de tu país ¿Quién está de acuerdo con todo? Nadie. Pero de ahí a cuestionar el funcionamiento del mismo en comparación con un estado represor media un mundo.

Ahora bien, hemos de tener en cuenta de que cada vez que proferimos un insulto lo hacemos ante un personaje que no conocemos como persona. Y hay que tener en cuenta, sobre todo, que el desdén personal debería estar separado, siempre, de la admiración profesional. Estoy en profundo desacuerdo con ellos en su hipótesis acusativa pero puedo llegar empatizar, que no coincidir, con ciertos puntos de vista. Aquí es donde entra el carácter peyorativo del análisis: no nos gusta pensar, sólo nos gusta saber quién y cómo nos contrarian.

Seguiré admirando profundamente al entrenador; para mí, el mejor de lo que llevamos de siglo, y seguiré admirando profundamente al futbolista, para mí, el más importante en la historia de nuestro país. Porque a mí no me gusta confundir profesionalidad y juego con personalidad y pensamiento ajeno al mismo, porque una cosa es lo que dicen y otra es lo que hicieron cuando el fútbol dependió de ellos. Ojalá España y Cataluña encuentren una posición común desde la que sentarse a hacer las paces, ojalá algún día Guardiola y Xavi sepan reconocer lo que su país ha hecho (o ha dejado de hacer por ellos), pero, sobre todo, ojalá la gente supiese separar lo personal de lo profesional porque, palabras más o palabras menos, los dos han sido los mejores en lo suyo y eso no habrá declaración que lo empañe nunca.

jueves, 3 de octubre de 2019

Volvió la Champions

A veces, un pírrico final ensombrece un camino fastuoso. Hay veces que la memoria juega malas pasadas y nos redacta un informe de valoración basado en últimos detalles con tendencia a obviar aquellos que condujeron hacia el último suspiro. La última final de la Champions League fue tan mala que quedará en la mente como un ejemplo de inoperancia, porque nuestra memoria es tan selectiva que gusta de los extremos antes que de la degustación pausada; aquella sopa estaba fría o aquella sopa estaba caliente. Tenemos el paladar tan sensible que corremos el riesgo de olvidar el sabor de la mejor carne a la brasa en el mejor banquete de nuestras vidas. Todo porque el postre vino con la leche cortada. Es igual. La final fue un tostón, vale, pero el camino hacia la misma fue tan ostentoso que resulta imposible no volver a mirar atrás y tener ganas de más. Porque nada nos gusta más que aquello que, aunque sea capaz de herirnos, saque de nosotros las mejores dosis de disfrute banal.

Vuelve la Champions y con ella regresa el espectáculo. Como diría Pepe Domingo Castaño, la de la emoción, la de los goles, la del sonido inconfundible. Porque hay algo de reverberación pegadiza en esa sintonía que nos retrotrae a la infancia, a los duelos a cara o cruz, a los goles fastuosos, a las celebraciones más desbocadas. Porque la Champions separa el trigo de la paja, resucita muertos, cura enfermos, analiza consecuencias. No vale el miedo porque el coco está al acecho, bien lo puede jurar el Atleti. No vale la confianza porque la sorpresa siempre vive pendiente de una alerta, bien lo puede asegurar el Madrid. No valen las medias tintas porque el vigor siempre será un arma de destrucción contra los pusilánimes, bien lo puede recordar el Barça.

Porque la Champions volverá a ser un gol de Lucas Moura contra el cronómetro, una carrera desenfrenada de Meres contra el Bernabéu, un gol de Origi contra la caraja, un hat trick de Cristiano contra la euforia desmedida. La Champions no hace prisioneros y retrata al más pintado. La Champions es glamour con traje de faena y un otoño frío que se calienta en vísperas de primavera.