miércoles, 8 de marzo de 2023

Rías xoias

Las señas de identidad son los lugares comunes a los que acudir cuando las crisis arrecian y las necesidades apremian. Para el hombre, igual que el aficionado, no hay mejor lugar común que la casa propia porque en casa se encuentran aferradas las costumbres, escondidos los miedos y organizados los planes. Es cuando nos encontramos fuera del entorno cuando todo se vuelve gris y necesitamos reconocer la pertenencia con un recuerdo, una frase o una sonrisa cercana.

Para un equipo de fútbol no hay mejor receta contra las crisis que acudir a sus equipos inferiores y señalar con el dedo a aquellos que han sido concebidos como los hijos pródigos; elegidos por el talento y acuñados por el sentimiento, muchos canteranos se diluyen como un azucarillo ante la presión, pero otros, los verdaderamente elegidos por el oráculo, serán aquellos que marquen el camino a seguir a las generaciones venideras, porque todo chico necesita una referencia y todo hombre necesita dejar un legado.

Cuando el Celta dejó de ser un súper equipo comandado por soviéticos, en los albores del nuevo siglo, se vio abocado a un descenso cruel y a una reorganización obligada para tener la oportunidad de salir de los infiernos. En aquella jungla llena de fieras implacables que es la Segunda División, se dejó comandar por un chaval de ojos vivos y fútbol sencillo. Borja Oubiña fue la clave de una cantera que, desde entonces, no ha dejado de sacar perlas a cuentagotas pero que ha puesto al equipo en una situación de élite continua durante más de dos lustros.

Iago Aspas es, probablemente, el mejor jugador en el historia del equipo. Criado en los brazos de aquella incipiente cantera abierta con Oubiña de par en par, Aspas es un tipo listo que juega como lo hacía en el corrillo de la plaza de su pueblo y aprovecha cada balón suelto como si fuese la moneda perdida por un cobrador ambulante. Aquí un caramelo, aquí un gol, aquí un refresco, aquí una genialidad. A lomo de su empuje, el Celta ha sobrevivido a sus peores pesadillas gracias al ingenio de un tipo que nació para jugar en Vigo y sintió la morriña lejos de Balaídos. Porque el hogar es el mejor lugar común a la hora de ingeniar jugadas y, sobre todo, a la hora de celebrar goles.

Tras la irrupción de los laterales Mallo y Otto, que sanearon la economía y dotaron de sentido y pertenencia al equipo, llegaron los tipos que dieron aplomo y, sobre todo, distinción al centro del campo. Fran Beltrán es un ejecutivo con traje de faena que organiza el caos en mitad de una tormenta. Abnegado y cabizbajo, luce menos de lo que juega, porque lo suyo es tan simple que resulta hasta difícil; apagar el fuego y darle la pelota al compañero mejor colocado. Muchos quisieran hacerlo bien. Y Brais Mendes es la nota de distinción en la sala de baile. El fino estilista que tomó rumbo a San Sebastián para convertirse en uno de los mejores jugadores de la liga.

Cuando Brais se marchó, fueron muchos los que pensaron que el equipo caería preso de la monotonía y abocado, más que nunca, al milagro cotidiano de Aspas, pero el joyero aún guardaba una joya tan reluciente como las anteriores. Gabri Veiga es un híbrido entre centrocampista y delantero que igual rompe que descose, igual trabaja que aporta, igual filtra que aparece. Un tipo con la capacidad suficiente como para albergar los tres cuartos del terreno y llegar al área con el aire aún en los pulmones y la cabeza lo suficientemente fría como para hacer la elección correcta. Un jugador que, visto lo visto, saldrá por una millonada y dejará en la afición ese poso tan bonito que sólo dejan los jugadores que ves crecer, levantar los brazos y señalarse el escudo sin la necesidad de caer en un populismo. Porque los buenos de verdad, si son tuyos, son doblemente buenos.

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