viernes, 8 de junio de 2018

El héroe y el ídolo

La aparición de un genio es una bomba de racimo en la alegría colectiva. Se disparan las ilusiones, se destapan las gargantas, se humedecen las miradas. La aparición de un genio es como la bienvenida de un Mesías; la gente ensalza la virtudes, se reclina ante las decisiones y espera, absorta, los milagros.

Cuando apareció Roberto Baggio el fútbol italiano había virado hacia la industralización. Los clubes del país ganaban más que nunca, pero la mecánica era demasiado simple como para ser tenida en cuenta. Se trataba de nadar y, sobre todo, guardar la ropa. Los artistas que, en el ochenta y dos, habían convencido al mundo de que Italia, más allá de la practicidad, también podía optar a la plasticidad, se habían ido marchando y en su lugar fueron apareciendo distintos oficinistas que hacía muy bien la labor de intendencia pero que, de alguna manera, había guardado el virtuosismo en el cajón de las tareas pendientes.

Italia siempre fue un país complejo en la concepción, aunque sencillo en la aplicación. La mayoría de las ocasiones, los equipos se formaban en torno a un tipo al que llamaban fantasista y al que diez pretorianos guardaban la espalda a sabiendas de que su líder moral terminaría inclinando la balanza a su favor. Durante los años ochenta, fueron demasiados los equipos que buscaron su fantasista allende las fronteras; de esta manera, Platiní se erigió en príncipe del Comunale, Maradona fue Dios de Nápoles, Gullit reinó en San Siro y Zico, Francescoli o Larsen gobernaban en reinos menores. Por ello, la aparición de Roberto Baggio con la viola de la Fiorentina, significó el comienzo de una nueva era. Allí había un fantasista, tan bueno como los demás y que, además, era de los suyos.

Baggio se echó la responsabilidad en la espalda demasiado joven y ya en 1990 hubo de tirar de una selección de entretiempo. Dejó un gol maravilloso contra Checoslovaquia y la sensación de que allí había un futbolista de época, pero aquella Italia sucumbió a sus nervios y a su falta de gobierno. En 1994, la historia fue diferente, Italia ejecutó a la perfección su papel clásico y los diez pretorianos lucharon a muerte para que su fantasista les resolviera los partidos. Fue un mes angustioso, nada fácil, muy a la italiana, en el que la azzurra alcanzó la final y Baggio alcanzó el cénit. Todo debería haber salido redondo a raíz de entonces, pero fue justo entonces cuando empezaron los problemas.

Baggio reinaba en los corazones y gobernaba en Turín porque no había nadie que osase a discutir su trono. Ocurrió, sin embargo, que en aquel mismo 1994 apareció un chico descarado que bebía de la Juve desde niño y que sabía lo que significaba el club al que defendía. Los que achacaban a Baggio su falta de competitividad en los momentos cúlmenes, fueron los mismos que cayeron prendidos ante la aparición estelar de Alex Del Piero; un niño con maneras de artista que irrumpió como un ciclón y rompió todos los moldes. La Juve de Baggio vivía a la sombra del Milan, a raíz de entonces, conducido por un surtido de goles decisivos y detalles deslumbrantes, fue el resto de Italia quien vivió a la sombra de la Juve de Del Piero.

Saber llegar en el momento justo parece una capacidad innata de los genios, la realidad es que el momento siempre parece el justo porque siempre hay un lugar para los tipos que reescriben la historia. Baggio lideró una Juve acomplejada y Del Piero gobernó una Juve reestructurada en el que, una vez más, diez pretorianos peleaban cada parcela de césped sabiendo que su fantasista terminaría anotando el gol decisivo. Así es la vida de los héroes, así es la vida de los ídolos. Unos llegan para redimir a un país, los otros llegan para convertirse en leyenda.


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