lunes, 11 de marzo de 2024

Lejos del ruido

Existen personalidades tan apabullantes que, en sí mismas, son capaces de aglutinar todos los conceptos derivados del resultado de sus operaciones. Si es el éxito quien llama a su puerta, entonces sacará pecho con un gallito erguido y proclamará su ego por encima del conjunto. Si, en cambio, es el fracaso quien viene a visitarle, entonces buscará entre la basura de los factores externos hasta encontrar ese motivo sobre el cual pueda cimentar su exculpación.

Los hombres ególatras raramente piden perdón y si lo hacen es para recordar que su figura vive siempre por encima de los hombres. Cuando implosionan, en cambio, es tanto el ruido que generan que resulta imposible mantenerse al margen e ignorar la presión que conlleva un discurso que, en general, va cayendo en desuso con el paso de los años. Suele ocurrir, además, que la onda expansiva es tan grande que, durante años va arrastrando a todo el que se cruce en su paso ignorando, a su vez, que la caída ha dado su primer paso hacia la involuntaria desgracia y que, si por un último momento, siguen en la picota es más porque la personalidad ha labrado un nombre en lugar de porque el presente reparta verdaderas cartas ganadoras.

La implosión de José Mourinho comenzó el día que aceptó volver a mirar a la cara a Josep Guardiola. Irritado por la perfecta conjunción de astros que suele acompañar a su némesis, firmó por el United con la promesa de volver a ser Ferguson sin darse cuenta de que jamás podría dejar de ser Mourinho. Aquella caída derivó en un fichaje por un equipo con menos aspiraciones como era el Tottenham y de aquel escarnio salió herido camino a Roma. Definitivamente, eran los equipos los que elegían al portugués y no el portugués quien elegía a los equipos a los que gustaba de hacer campeones.

Sucede en ciertos personajes que son incapaces de separar el ego de la realidad. El trabajo en Roma no fue tan malo si tenemos en cuenta los hechos; dos finales europeas con un triunfo y clasificaciones para Europa en todas la temporadas, pero la verdad decía que el equipo se estaba viciando de un discurso que, ni calaba, ni sabía interpretarse. Los sabios, cuando lo son de verdad, saben variar el discurso a medida que ven crecer el hilo de sus dificultades. Cuando el equipo comenzó a caer, Mourinho no dejó de tocar el violín; si había que hundirse, lo haría sin variar una sóla nota.

Apagado el concierto y liberado el caos, el silencio ha permitido a De Rossi, otrora leyenda y hoy apagafuegos, planificar el juego en base a sus piezas. Así, ha ido involucrando a los jugadores en una forma de jugar diametralmente distinta y los resultados están cantando bingo en las gradas del Olímpico. Dos buenas eliminatorias en Europa League y la sensación, en liga, de que el equipo va subiendo posiciones con la facilidad del escalador en los puertos de primera categoría.

De Rossi ha recuperado a Spinazzola para la profundidad, a Paredes para la jerarquía, a Aouar para la distribución, a Dybala para la magia y a Lukaku para el gol. El resto, piezas importantes de un engranaje que se va conformando como funcional, aportan su granito en un grupo que, lejos del ruido y los discursos antiguos, ha recuperado el ánimo, la velocidad, el hambre y, sobre todo, el fútbol. A veces un cambio de discurso es tan importante como asumir una derrota, porque en el pozo se encuentran los peores espíritus y los diablos interiores pueden hacerte saber cual es el camino correcto.


martes, 27 de febrero de 2024

Sin personalidad

El fútbol tiene factores que precisan del trabajo diario y el entreno constante porque la mejoría va adherida a la práctica como una suela va adherida a un zapato y apenas es capaz de despegarse por más que insistamos en caminar. Un tiro libre, un centro al área, un desplazamiento en largo, una presión a la salida del rival, un tackle, un despeje, una anticipación, todo ello se gana con la memoria y se perfecciona con la práctica porque lo innato ayuda a manejarse, pero nada como el ensayo y el error para ayudarnos a aprender.

Sin embargo, el fútbol tiene otros factores que dependen absolutamente de la inteligencia emocional del futbolista. Tales son la capacidad para visionar el espacio, la inteligencia para encontrar los momentos y, sobre todo, la motivación extraordinaria que te lleva a competir por encima de tus posibilidades. Porque un futbolista comprometido, si es además talentoso, vale por dos. Y es que en la capacidad de imaginarnos a nosotros mismos como héroes reside el verdadero valor del éxito, porque los regalos nunca hay que darlos por sentados y las recompensas gustan mucho más si los logros se alcanzan gracias al esfuerzo.

El Atleti que jugó en Almería no fue sino la prolongación del mismo Atleti que hemos vislumbrado, durante toda la temporada, cada vez que se pone la camiseta de visitante y trata de ganar aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Puede que esa capacidad tan generosa con el aficionado que ha adquirido para ganar los partidos como local les haya llevado a la confusión de creer que todos los estadios son jauja y que nadie va a querer exigirte delante de su gente. De esta manera, cada equipo que recibe al Atleti obtiene una dosis de motivación extra; primero por enfrentarse a un grande de la categoría y segundo porque saben de antemano que le pueden y, ya puestos, hasta le deben ganar. Así, cada vez que el Atleti encuentra un equipo extramotivado, en lugar de sacar el puño y apretar los dientes, opta por asustarse, recular hacia su área y dejar que los goles le entren por inercia.

Primero fue Valencia, luego Las Palmas, después el mejor Barça de la temporada tras ser arrasados por un Athletic en alza, después no se había visto un Sevilla igual en dos años y ahora es el mejor partido del Almería como local después de encadenar dos meses sin hacer un solo gol en su estadio. Que todo sea contra el mismo rival deja de ser casualidad, que todo sea contra el mismo rival empieza a decir mucho de un equipo que quiere jugar a gustarse cuando se encuentra arropado por su gente pero que, cuando siente el frío del abandono, prefiere dejar pasar los minutos y esperar a que el chaparrón termine por escampar. Cuando lo hace, se va a casa empapado y aterido. Da igual, quizá piense, otra vez será ¿Pero cuándo será? La perspectiva indica que dentro de mucho porque jugando así no sólo no ganas al colista sino que mereces perder con creces. El siguiente partido es en Cádiz; seis meses sin ganar un partido. Los amarillos ya se frotan las manos.

miércoles, 14 de febrero de 2024

Aventura

Sobrevive un alto nivel de riesgo en la mente de los audaces, ese sentimiento extremo que conduce hacia la aventura, esa insistencia tan meticulosa que no se borra ni cuando el error hace acto de aparición, esas palabras que nunca viajan con el viento puesto que, más que promesas, son auténticos actos de fe que, cuando se hacen carne, son capaces de levantar en un impulso a toda una multitud.

El Barça enfrenta la peor crisis de sus últimos veinte años subido a lomos de un niño que no quiere dejar de lado la responsabilidad. Sabedor de que las oportunidades no se regalan, se ha empeñado en situarse por encima de todos y conducir a su equipo hacia la victoria por más trabas que sus propios compañeros le pongan al empeño. Tras un error grosero de Araujo, una inexplicable decisión de Kounde o una conducción sin sentido de De Jong, aparece siempre un desborde y un ingenio del joven Lamine Yamal, dispuesto siempre a corregir errores tanto propios como ajenos.

Yamal es un producto más de una inagotable cantera de valores que se ha aprovechado de un momento clave en la historia del club. En su última gran crisis, aparecieron tipos como Valdés, Puyol y Xavi primero para dar testigo al final del túnel a dos genios sin parangón llamados Lío Messi y Andrés Iniesta. En este camino de regreso al barro, visto que el club sólo se las puede ingeniar a base de palancas, Xavi ha decidido que morirá joven pero morirá con todo y ese todo incluye a una cuadrilla de niños que han saltado a la titularidad para sujetar la crisis con sus manos e incluso tratarla de borrarla con sus pies.

Entre ellos destaca el bisoño Lamine que, con tan sólo dieciséis años, se echa a la espalda al equipo cada vez que tira un desmarque pegado a la banda derecha. Desde allí ha aprendido que la mejor escuela es la improvisación y la mejor carta es el talento; por ello encara, dribla y, generalmente, gana el espacio suficiente para dejar atrás al defensor y provocar una ocasión de gol que, visto lo visto, cuesta mucho conseguir.

Desde el extremo, Lamine Yamal ha llegado al fútbol de élite para asentarse como una estrella, primero en el Barça y después, ya veremos, en la selección. De momento ya ha batido récords de precocidad y eso, más allá de lo llamativo, alcanza lo sustantivo, porque que esté jugando no es ningún capricho, como ya dijeron algunos, si lo hace es porque, ahora mismo, es el único jugador de Barcelona capaz de proponer algo distinto a los demás, algo ilusionante tratándose de un niño y algo preocupante tratándose de un club lleno de tipos con un currículum tan brillante que hasta serían capaces de deslumbrar.

miércoles, 7 de febrero de 2024

La pulga

Ahora que los flashes se apagan, que la cuesta a abajo parece un precipicio, que la lejanía nos envía ecos de enfermería, que las viejas amistades han llegado para arroparle en su penúltimo viaje, ahora que el mundial soñado está en la estantería de las promesas cumplidas, que los premios han vuelto a relucir el expediente, ahora que los críticos quieren trocear su decrepitud, que el fútbol sigue siendo sabio pero el tiempo desagradecido, ahora que no quedan tipos como él, ahora que sabemos que no veremos otro como él, es de merecida obligación rendir el homenaje porque lo póstumo suele llevar el aroma de cierta demagogia sentimental, pero lo sincero siempre es doblemente abrumador, primero porque cuenta la historia, segundo por la englosa.

Lionel Messi ha sido Dios sin necesitarlo y discípulo eterno sin pretenderlo. Porque lo suyo fue más allá del corazón; lo suyo fue un idilio con la pelota que empezó cuando no podía crecer y terminará el día en el que diga adiós entre lágrimas. Se marchó del Barça y el agujero que dejó fue tan grande que ni las viejas glorias de banquillo han sido capaz de taparlo. Y es que Messi fue al Barça, como la llegada del profeta llegado desde otra tierra, el tipo que les hizo creer inmortales, el hombre que, con su sóla presencia, condicionó el fútbol de todos los rivales a los que se enfrentaron.

Porque Messi fue tres jugadores a lo largo de su carrera. Primero un extremo inciso que driblaba por talento y definía por condición, después un nueve retrasado que abarcaba el espacio y dominaba los tiempos y, finalmente, un gobernador con puño de hierro que conseguía el propósito de que los partidos se jugasen dónde y cómo él quería. De esta manera llegó el título mundial, con un grupo de compañeros entregados a él y un último servicio a la causa de una majestuosidad tan grande que pasará el tiempo y se le comparará, esta vez sin miramientos, con los más grandes de la historia.

Porque el lugar de Messi es ese; el olimpo de los dioses del balón donde perviven las sinfonías de Di Stéfano, las invenciones de Pelé y el genio ingobernable de Maradona. El hombre que convirtió en oro lo que tocó también llegó de Sudamérica, tierra de ínfulas y sueños, de despechos y realidades, de pasión y gloria. Allí lo crió un potrero y el mundo aprendió su nombre desde que se presentó ante la gente volviendo loco a Mourinho y su plan defensivo el día que cayó el Chelsea y el ciclo del fútbol viró ciento ochenta grados buscando fortuna en el pie izquierdo de un niño que llegará a hombre colmado de honores.

martes, 30 de enero de 2024

Viral

Sus palabras eran un canon sobre la respetuosidad, sus relatos eran enciclopédicos, sus gestos transpiraban bondad, sus sonrisas inspiraban ternura. Era asistente de notario de día, padre abnegado de tarde y aficionado a su equipo de noche. Los que le conocían hablaban de él como un tipo estupendo, como un compendio de virtudes capaces de hacerle pasar por un aspirante a la canonización. Madrugaba para correr, desayunaba de pie y vestía a sus hijos para mandarles al colegio antes de ir a trabajar. Durante la mañana controlaba las citas, los archivos y el papeleo general, ofrecía cafés recién hechos a los clientes y repartía fuertes apretones de manos a aquellos que se presentaban en el despacho y a los que atendía con exquisita educación.

Por ello, cuando le vieron aparecer en aquel vídeo de Youtube que se había publicado por accidente y se había hecho viral por la lógica aplastante de la ley de morbosidad, fueron muchos los que dudaron de su veracidad y otros tantos quienes dudaron de la identificación del protagonista. No podía ser que el tipo amable y educado al que habían conocido en un despacho de la notaría fuese el mismo energúmeno que le gritaba a un televisor y daba patadas a una mesita auxiliar.

Y es que el día ya había comenzado torcido. Había nevado copiosamente y, aun así, se había atrevido a madrugar para hacer sus cinco kilómetros diarios. La rutina no le llevaba más de media hora y una ducha caliente para reactivarse. Quizá es que se había metido demasiado en la canción que sonaba en sus auriculares, quizá estaba ya pensando en la tostada con mermelada que se iba a comer para desayunar, el caso es que se despistó más de lo que debía y no fue consciente de que había empezado a correr sobre una placa de hielo.

Lo que ocurrió a continuación fue más propio de un gag de película de risa, pero puñetera fue la gracia que le causó a él aquella caída hacia atrás y aquel culetazo tan aparatoso. Permaneció en el suelo durante unos segundos, más llevado por la vergüenza que por el dolor y, cuando consiguió levantarse, lo primero que hizo fue mirar hacia todos los lados para comprobar si alguien le había visto caer de aquella manera. Por la sonrisa que descubrió en el tipo que se cruzó con él a toda velocidad, sospechó que aquel resbalón no había caído en el olvido ni en el anonimato.

Se levantó dolorido y dañado en el orgullo interno. Intentó seguir corriendo, pero la corcusilla, ese lugar donde termina la espalda y empieza el culo, le dolía tanto que le resultaba imposible dar más de dos zancadas sin sentir una terrible punzada que le cruzaba el cuerpo de arriba abajo. Caminó despacio, tanto como le permitía el dolor, hasta llegar a casa y meterse debajo del chorro de la ducha caliente. Sólo que no había agua caliente. En aquel momento recordó el correo electrónico que había recibido durante el día anterior en el que la comunidad de vecinos advertía que habría cortes en el suministro para reparar una avería. Lo que no esperaba es que los trabajos empezaran a una hora tan temprana.

Se duchó como pudo, con agua gélida y dolores punzantes y, mientras dejaba que su cuerpo se secase tras un albornoz estropajoso, se acercó al cajón de la medicina para buscar un calmante y poner fin a ese dolor tan agudo. Pero al no encontrar ninguno cayó en la cuenta de que los había agotado hacía tiempo y no se había acercado a la farmacia a reponer las existencias. Así que se vistió como pudo, se montó en el coche sin probar bocado y se puso a buscar una farmacia de guardia ya que la que había cerca de su casa no abría hasta las nueve de la mañana.

La única farmacia abierta estaba al otro lado del municipio y, para llegar, tuvo que esperar siete semáforos en rojo y pasar por dos avenidas llenas de colegios con las paradas en pasos de cebra que eso le supuso. Cuando llegó a la puerta de la farmacia eran las nueve menos cinco por lo que le hubiese dado igual haber esperado a que abriese la de su barrio a haber llegado hasta allí. La mujer que atendía por la ventanilla le dijo que esperase un par de minutos a que abriese el establecimiento y así podía atenderle detrás del mostrador. No le pudo dar las pastillas que él quería porque precisaba receta así que le dio un antiinflamatorio menos efectivo que no le iba a quitar el dolor pero al menos le iba a permitir descansar en cierta medida. Salió cojeando de la farmacia y, al llegar hasta el coche, se encontró con un guardia poniendo una multa sobre su parabrisas. Por más que le suplicó, no se apiadó de él y le aconsejó no volver a dejar el coche en doble fila en un lugar de tránsito continuo, algo que refrendó, a gritos y bocinazos, el dueño del coche al que había obstaculizado y que no podía sacar el vehículo de su plaza de aparcamiento.

Se insultaron mutuamente y, cuando vio como el guardia se marchaba con su moto él creía haber zanjado aquella disputa con un último reproche que había saciado más su orgullo que su conciencia, vio como el tipo se acercaba a él y le propinaba un puñetazo en la mandíbula que le mandó directamente al suelo con el extra de dolor en la curcusilla que eso le producía. Quiso levantarse y no puedo. Le dolía la espalda, el trasero, la cara y el orgullo. Por doler, le dolía hasta el alma. Con el traje completamente mojado por el charco que había situado en el lugar exacto en el que había caído, se levantó a duras penas mientras miraba al tipo montarse en el coche y decirle con la mirada que se largase de una vez si no quería volver a recibir una buena ración de jarabe de palo.

Se marchó con viento fresco no sin antes comprobar como sus nervios le jugaban una mala pasada y el coche se le calaba hasta en cuatro ocasiones antes de llegar al trabajo. Una de ellas en la entrada de una de las rotondas más concurridas de la ciudad, lo que provocó un concierto de claxon en do mayor que ya quisiera para sí la sinfónica de Viena.

Llegó tarde a la Notaría, como era de esperar, y tuvo que aguantar como su jefe le echaba la bronca del siglo al haber tenido que dejar que se marchasen los clientes que tenía a primera hora porque él no había llegado a tiempo con los legajos que se había llevado a casa la tarde anterior para su visado. A pesar de que era su primera falta grave en ocho años de expediente impecable, no se libró de una ración de gritos y otra de aspavientos. Lo peor fueron las amenazas y las heridas en el orgullo, porque cuando se quiso explicar le dijo que los cuentos eran para Calleja.

Le dolían la espalda, la cara y el orgullo. Estaba hecho un trapo y aún tenía que sentirse culpable por haberse levantado a las seis de la mañana a hacer deporte. Sacó un café de la máquina y lo bebió apresuradamente, consiguiendo, con ello, quemarse la garganta. Lanzó un improperio en voz más alta de lo que hubiese querido lo que le valió la reprobación de una de sus compañeras que venía acompañada de unos clientes. Se sentó a trabajar al fin, esperando que el calmante hiciese efecto cuando antes y lo que terminó haciendo efecto fue el café cargado de la máquina.

Empezó con un leve gorgoteo en el estómago, continuó con un dolor agudo y terminó con sus posaderas sobre la taza del váter expulsando lo que tenía y lo que no tenía. Debió haber dado un concierto en sí bemol porque cuando salió del baño, los compañeros de la notaría le miraban con discreción e intentaban disimular sus risas. Pero fue saber que el jefe estaba esperando a que terminase para pasar al baño cuando se puso más colorado que en ningún momento del día ya que el aroma que había dejado en el habitáculo era poco menos que insoportable.

-        ¿¡Pero qué ha comido usted!?

 

Se sintió tentado de decir que había sido el café y utilizar el brebaje barato y malo de la máquina como motivo y excusa, pero sabía que aquello no iba más que a seguir echando leña sobre una hoguera que él mismo había encendido de manera inconsciente con una simple carrera de madrugada.

A lo largo de la mañana se le destintó un bolígrafo, otro dejó de escribir mientras estaba firmando cartas y la sombra de un pájaro por la ventana le provocó un susto tan grande que se levantó de un impulso derramando el vaso de agua sobre un informe oficial que tenía que visar con el sello de la notaría. Puso el informe a secar extendiéndolo en el suelo con la mala suerte de que una compañera abrió la puerta y, sin mirar abajo, pisoteó dos de las hojas dejando una huella negra y grande sobre el blanco del papel.

Cuando fue a levantarse, desolado por la situación, su espalda dijo basta y se quedó clavado en el sitio. Hubo de pedir ayuda y hasta una ambulancia tuvo que venir a por él para ayudarle a incorporarse en el hospital con una inyección y mucha paciencia. Se llevó, de paso, la mirada severa de su jefe quien, al ver el galimatías que había en su despacho, le miró con cara de estás despedido y la próxima vez que vengas te llevarás de paso el finiquito.

Aunque todo eso, en aquel momento, le daba igual. Lo único que quería era llegar cuanto antes al hospital, recibir un pinchazo en la espalda y sentir como el dolor agudo desaparecía sin más para convertirle, de nuevo, en una persona normal. El trayecto fue largo y abrupto. Hubo dos frenazos que le hicieron golpearse la cabeza contra una bombona de oxígeno que había en el suelo y que asomaba por encima de la camilla, el enfermero que le acompañaba sufría de una difícil digestión y, en silencio, fue soltando sus gases dejando un peculiar aroma dentro del habitáculo y, cuando por fin llegaron a su destino, le dijeron que debía esperar en una sala porque su caso no requería de tanta urgencia y tenían muchos pacientes esperando a ser atendidos.

La espera fue larga e incómoda. Debido a la ansiedad, le entró una tremenda sed y pidió, por favor, que le diesen un poco de agua. A regañadientes, una sanitaria de colmillo retorcido y mal encare le dio una botella de agua caliente que bebió casi en dos tragos medio incorporado en la camilla sintiendo como parte del líquido resbalaba por su barbilla y se perdía entre su pecho y su estómago. Cuando creía haber calmado sus instintos y la sed había desaparecido, llegaron unas terribles ganas de orinar. Aguantó lo que pudo, más no podía levantarse para ir al baño, preso del dolor y de la desesperación, apretó los dientes y forzó su próstata constriñéndola hasta la extenuación. Creía tener controlada la situación hasta que un camillero entró por error en la sala, golpeó su camilla sin mirar y, azotado por el movimiento, el dolor le hizo soltar un quejido y un cuarto de litro de orina que tenía acumulada dentro de su vejiga. Con el pantalón mojado y la cara colorada le encontró el médico antes de hacerle una severa inspección.

Forzando los pantalones para bajárselo hasta el tobillo y notando, muerto de vergüenza, como una toalla manejada por la enfermera le secaba parte de su espalda, se acomodó como pudo en la camilla y sintió el pinchazo entrar por su rabadilla de manera tan repentina que soltó una coz por instinto golpeando al doctor en la zona inguinal y consiguiendo, de paso, que éste, llevado por el impulso del dolor, clavase toda la aguja de golpe con todo el dolor que aquello le produjo. Ambos gritaron a la vez, ambos se retorcieron a la vez y ambos fueron sujetados por los hombros a la vez para que la escena no fuese a mayores. El doctor con la mano en la entrepierna y un dolor agudo que le llegaba hasta la cabeza y él con una jeringuilla clavada en la zona fronteriza entre la espalda y el culo y bailando por instinto una especie de antigua danza ancestral.

-        Duele, duele, duele. – Repetía.

-        Mucho, mucho, mucho. – Replicaba el doctor.

Le sacaron la jeringuilla como bien pudieron y volvió a quedarse tieso en la camilla hasta que sintió, poco a poco, como el dolor desaparecía y al fin podía incorporarse no sin dificultad. Arrastrando los pies se marchó del hospital, con los pantalones bajados y la espalda dolorida. Fue a pedir un taxi pero se le acabó la batería y no tenía dinero suelto para llamar por un teléfono público. Suplicó a media docena de pacientes que hiciesen el favor de pedirle un taxi, pero le miraban de arriba abajo y terminaban despreciándole. Solo, abandonado, empapado y dolorido en la puerta de un hospital, no le quedaba más remedio que vencer al frío y buscar un taxi mientras arrastraba las piernas y la dignidad.

Con los pies helados y la entrepierna acartonada, recorrió los alrededores del hospital con el brazo en alto y la desesperación en la garganta. Se le hizo de noche y el frío comenzó a congelar su nariz y su garganta. Aquel primer estornudo tan sólo fue un aviso de lo que estaba por venir. Cuando había perdido la esperanza, al fin divisó una luz verde y se acercó como pudo hasta el borde de la calzada sin calcular la altura del bordillo lo que produjo que pisara mal y cayese de forma ridícula, y de rodillas, delante del taxi que llegaba hacia él. Para intentar hacerlo frenar, puso los brazos en cruz lo que hizo parecer una súplica en toda regla que el taxista entendió como un gesto de desesperación y, aunque tenía un aviso pendiente que atender, frenó en seco y le esperó con la puerta abierta y su mejor sonrisa.

Le agradeció en el alma su compasión y, cuando le contó a grandes rasgos lo que le había pasado encontró, por vez primera en lo que llevaba de día, unas palabras agradecidas y un gesto amable.

-        Al menos llegaré a casa para ver el partido.

 

El taxista giró su cabeza de manera brusca y dio un volantazo involuntario mientras le puso su peor mirada de desconfianza.

-        ¿Es usted de los rojos?

 

Se quedó mirándolo a medio camino entre el temor y la desesperanza.

-        Sí. – Balbuceó.

-        ¡Fuera! – Dijo de manera inmediata antes de bajarse del coche y abrirle la puerta con cara de disgusto.

-        Pero…

-        ¡Fuera!

-        No tengo dinero para pagarle.

-        No quiero su dinero.

 

Y le dejó allí, muerto de frío y solo ante la noche cerrada y la necesidad de llegar a casa, darse una ducha y ponerse la manta térmica para ver el partido sentado en el sofá.

Al menos el calmante había hecho efecto y podría llegar a casa caminando. Le quedaban dos kilómetros que anduvo lo más rápidamente que le dejó el frío y el dolor y, cuando al fin abrió la puerta, su mujer le recibió con una regañina y una cara de vinagre.

-        ¡Se puede saber dónde te has metido!

 

Resopló de manera paciente, cerró los ojos y empezó a contárselo todo. No tenía móvil, ni dinero, ni ganas. Su día había sido una puñetera mierda. Sólo quería sentarse, comer algo y ver el partido tranquilamente.

-        ¡Si perdéis no me la líes!

 

La observó con displicencia y contestó con soberbia.

-        Tranquila, no vamos a perder.

 

La caldera se había vuelto a romper y el agua de la ducha estaba fría y la cena demasiado caliente. El frío terrorífico que le había provocado el chorro gélido en la espalda se había compensado con el abrasador sentimiento que había sufrido entre la lengua y el paladar por la cucharada de sopa que se había metido en la boca ávido de echarse un poco de alimento en el estómago.

Aguantó un aullido y se mordió la lengua intentando no gritar. Entonces gritó y se quedó sin voz.

-        ¡Dios!

 

Pero Dios no le había acompañado en todo el día.

Hizo pis y salpicó la taza, se subió la bragueta y se pilló un testículo, se lavó las manos y se le escurrió el jabón, fue a cogerlo y se dio con la cabeza en el lavabo.

Con el cuerpo dolorido y las manos frías se sentó a ver el partido por la final de la Copa del Mundo de equipos de fútbol. Su equipo, los Rojos de la Ciudad, se enfrentaban a los Reyes del Continente en un partido a cara de perro. Daba la casualidad de que no era un enfrentamiento entre campeones, ya que su equipo había perdido la gran final continental unos meses antes, pero como el campeón, el Copas de Oro, había renunciado a viajar hasta América para ser apaleado hasta en el carnet de identidad, había dejado la plaza libre para que los Rojos pudiesen desquitarse y llevarse una copa que, de alguna manera, merecían por derecho propio.

En el partido de ida habían perdido por dos goles a uno, por lo que les bastaba un simple uno a cero para levantar la copa de campeones del mundo y poder sacar pecho ante la humanidad con un título ganado a base de fútbol y coraje. Porque su equipo podía tener mejor o peor suerte, pero nunca se amilanaba.

Abrió una cerveza, sin alcohol para no desafiar a los calmantes, y la espuma se derramó por toda la mesa. Se metió una corteza de cerdo en la boca y una miga suelta le provocó un ataque de tos que casi le ahoga. Los golpes de su mujer en la espalda, con tiento y sin tacto, le dolieron más que la tos y las lágrimas que derramó tras verse a salvo se convirtieron a su pasaporte hacia el alivio y la salvación. Decidió no beber nada, no comer nada y sentarse tranquilamente, con la espalda apoyada en el respaldo del sillón, a ver el partido de su equipo y esperar a celebrar el mayor título de su historia.

No necesitaba otra cosa que no fuese tranquilidad y un gol. La tranquilidad llegó cuando su espalda encontró acomodo y su cuerpo comenzó a relajarse. Y gol llegó más tarde, justo cuando le entraron unas inaguantables ganas de ir al baño y miccionar. Trató de aguantar, porque su equipo estaba jugando bien, plantando cara y mostrando el ímpetu que se le presuponía. Pero no podía más, se levantó, subió el volumen del televisor para poder escuchar la narración del partido desde el baño y cuando el chorro de la orina estaba en su momento de esplendor escuchó la palabra.

-        Gol.

-        ¡Gol! – Repitió él de manera automática.

 

Y, conducido por la emoción, se giró de manera impulsiva, paseando el chorro por el sanitario, el suelo y los azulejos. Cuando quiso ser consciente, ya estaba en mitad del pasillo con los pantalones mojados y la garganta rota.

Cuando se disponía a ver la repetición, después de deleitarse con el abrazo en grupo de los jugadores, el televisor refulgió en negro y todas las luces de la casa se apagaron dotando a la estancia de una oscuridad total. Confuso, se asomó al ventana intentando, por intuición, sortear los muebles del salón y comprobó que toda la calle se había sumido en la noche más profunda.

No había luz, ni wifi, ni datos, ni siquiera un mínimo conato de protesta que acabase con aquel silencio tan desesperante. Abrió la ventana y gritó, frustrado por la situación, mientras preguntaba qué narices estaba ocurriendo.

Un vecino le insultó, otro le mandó callar y otros dos, que ya conocían su afición por el equipo rojo, le llamaron perdedor y le obligaron a meterse de nuevo en su casa. Cuando lo hizo, se dio cuenta de que estaba muerto de frío y buscó una manta con la que arroparse al tiempo que maldecía el día en que tiró su viejo transistor de pilas pensando que ya jamás le iba a hacer falta utilizarlo.

Se comió las uñas, se tiró de los pelos, se aguantó las ganas de gritar y decidió guardar silencio para que su mujer no pagase por unos platos que ella no había roto. Pasaron más de cincuenta minutos de inquietud, nerviosismo y mucha sed hasta que las bombillas volvieron a refulgir y el televisor parpadeó para volver a encenderse y pintarse en el color verde del terreno de juego.

Apretó los dientes, cerró los puños y dejó escapar un escueto “bien” impregnado de rabia y satisfacción. Seguían ganando por uno gol a cero y quedaban apenas diez minutos para el final del partido. Por un momento, aparecieron las estadísticas del partido y pudo comprobar que su equipo había disparados veintiocho veces a la portería rival por tan sólo una del equipo contrario. El narrador decía que los rojos no habían sufrido en todo el partido y que, seguramente, terminarían llevándose la copa sin ningún tipo de problema.

Así que, después de tanto sofoco, sintió un momento de tranquilidad. Dejó de sentir frío, la cara dejó de palpitarle, la vejiga se relajó y la espalda dejó de dolerle. Cogió el móvil y entró en Twitter. Los aficionados de su equipo se regocijaban y los aficionados al fútbol en general se mostraban admirados. Quedaba los minutos del descuento, la copa era suya, el partido estaba finiquitado, su equipo controlaba el partido y el equipo rival no daba dos pases consecutivos más allá del centro del campo.

Así que abrió la aplicación de la cámara, buscó la opción vídeo y le dio el móvil a su mujer.

-        Grábame justo en el final del partido que quiero tener este recuerdo celebrando un título histórico.

 

Y de esa manera, su mujer comenzó a grabar cuando apenas quedaban treinta segundos para completar el tiempo de descuento. Él se mostraba risueño, confiado, casi eufórico pero contenido. Lo que no grabó su mujer fue el último ataque del equipo rival que terminó con un balón colgado al área, un rechace y un disparo forzado, casi imposible, que terminó en la escuadra de la portería del equipo rojo.

Y entonces se desató la tormenta.

-        ¡Nooooooooooooooooo! ¡Nooooooooooooooooooo! ¡Hijos de putaaaaaaaaaa! ¡No puede ser! ¡Noooooooooooooooo! ¡No me lo puedo creer! ¡Noooooooooo! ¡Me cago en mi puta vida! ¡Desgraciados! ¡Una jugada, sólo teníais que defender una puta jugada! ¡Diooooooooooooos! ¡Nooooooooooooooo! ¡Me muero, hijos de puta! ¡Me muero por vuestra culpa! ¡Me voy a morir! ¡Nooooooooooo! ¡Éramos campeones, joder! ¡Éramos campeones!

 

Dio una patada a la mesa, lanzó al suelo el mando del televisor y, contra la pantalla aún refulgente en verde con los jugadores del equipo rival celebrando su conquista, lanzó el vaso aún lleno de agua que quedaba de pie en una esquina de la mesa. En un momento se había quedado sin título, sin televisor y sin dignidad, y su mujer que, obediente ante su mandato continuaba grabando toda la reacción, permanecía indeleble, con la boca abierta y paralizada por el miedo al no reconocer en el hombre que tenía frente a sí a la persona con la que se había casado.

Cortó la grabación justo cuando le vio empezar a llorar y, mientras esperaba a que su marido terminase de calmarse y fuese capaz de combatir la ansiedad, cometió el gran error. A modo de inocente información, envió el vídeo a su hermano para decirle “Mira como está tu cuñado, no le reconozco”. Lo que ella esperaba era compresión y unas palabras tranquilizadoras, pero lo único que vino fue el silencio y una noche larga en la que no pegó ni ojo escuchando a su marido moverse sobre el colchón una y otra vez.

Fue el teléfono quien les sacó de la cama. Era temprano aún, apenas las siete de la mañana y ambos permanecían en el catre esperando que el despertador les pusiese de cara a la realidad y les obligase a luchar contra el día a día. Si los dolores se lo permitiesen, debería estar en la notaría a las nueve, y allí debería lidiar con las miradas y comentarios socarrones de sus compañeros de trabajo. Qué le iba a hacer, estaba acostumbrado.

-        Dígame. – Contestó con la voz cargada de sueño y el ánimo descargado de cualquier emoción.

-        No hace falta que venga hoy a trabajar, está despedido. Cuando quiera, puede pasarse a por sus cosas y a firmar el finiquito.

-        ¿Cómo?

-        ¿Y aún se atreve a preguntarlo?

Le colgaron el teléfono y él quedó completamente descolgado. Cuando sacó el cable del cargador del teléfono móvil y activó los datos, recibió un aluvión de mensajes. Durante toda la noche, su gente había estado en pie y había una palabra que lo monopolizaba todo. “Viral”.

Pinchó uno de los enlaces que le adjuntaban en los mensajes y, durante unos segundos, se le vino la sangre arriba y el mundo se le vino abajo. Ahí estaba él, totalmente alterado, después de haber estado esperando para celebrar un gol y terminando rompiendo todo lo que pillaba por su camino, gritando como un energúmeno, entregado a la derrota con la mayor desesperación posible.

-        ¿Qué has hecho? – Preguntó a su mujer.

-        ¿Qué?

-        ¿¿Que qué has hecho?? – Repitió de manera airada y a punto de perder la calma.

-        Nada… - Dijo ella en voz baja y con la voz quebrada por la duda.

 

Entonces le mostró el móvil y le enseñó el vídeo. Comprobó cómo, poco a poco, ella se iba poniendo pálida y como tuvo que levantarse de la cama para acudir al baño y desahogar una arcada dentro del inodoro. Cuando regresó tenía los ojos caídos y la boca torcida. Buscó su teléfono y marcó un número de memoria. Dos tonos, tres. Descolgaron.

-        ¿Pero qué has hecho, joder? – Preguntó desesperada.

 

Hubo un intercambio de palabras, airado al principio, más calmado después, un silencio, más voces, otro silencio y un insulto. Ella tiro el teléfono sobre la cama y comenzó a llorar. Balbuceó unas palabras y le pidió perdón mientras se abrazaba a él.

Se convirtió en viral. En el nuevo icono de la postmodernidad. Su celebración corrió de mano en mano, de boca en boca, de ojo en ojo. Se hizo tan célebre que incluso los hinchas de su equipo le acogieron como suyo, tanto que el club le pagó un abono y le buscó un trabajo, tan popular que vio su imagen en cientos de entradas en la red y tan frágil que se vio abocado a la medicación cada vez que su equipo caía en la derrota y las mofas llamaban a su puerta. Su equipo ganó algún título, notoriedad e incluso volvió a verse en la misma situación años más tarde. Campeón de Europa y con aspiraciones a conquistar la Copa del Mundo, pero aquel día él ya no estaba para celebraciones y, mucho menos, para romper televisores a patadas. Aquel día permanecía acostado, enganchado a los somníferos y con una bata blanca tras la puerta de una habitación donde ponía "Cuidado, no pasar".

miércoles, 24 de enero de 2024

Gol de Señor

En una época en la que nos hemos acostumbrado al caviar, cabe recordar que, durante muchísimos años nos estuvimos alimentando de patatas cocidas. De vez en cuando, para acompañar, nos encontrábamos con un filete bien apañado y nos creíamos estar nadando en la opulencia. En el fútbol de hoy, la selección española es una referencia a nivel mundial. Las dos Eurocopas y el Mundial ganados durante la última década nos acreditan. Y, sobre todo, nos acredita en un estilo que nos han convertido en únicos.

Pero hubo un tiempo en el que nos aferrábamos equivocadamente a una furia que jamás daba resultado. Viajábamos a los campeonatos pronosticando el día que regresaríamos a casa y, más temprano que tarde, terminábamos acertando en nuestros pronósticos. En ese oasis de logros importantes, nos conformábamos con cualquier victoria épica. Y para nuestra generación no hubo victoria más celebrada que aquella ante Malta el día veintiuno de diciembre de 1983.

Para ponernos en situación digamos que España necesitaba ganar a Malta por once goles de diferencia si quería clasificarse para la Eurocopa a celebrar en Francia durante el verano siguiente. Aquel era el último partido del grupo y, a diferencia de ahora, estos partidos no se jugaban en simultáneo con los de los rivales del mismo. El principal rival en la clasificación era Holanda, quien se había repartido similares triunfos con España con la diferencia de que ellos habían hecho diez goles más. Para empatarles a puntos había que ganar. Para sobrepasarles en el goal average, había que ganar por once goles. Nadie confiaba en ello.

Y menos se confiaba aún cuando el final de la primera parte reflejaba un exiguo tres a uno a favor. El pesimismo se acrecentaba cuando nos acordábamos de que incluso habíamos errado un penalti. No estábamos para concesiones, pero las estábamos cediendo. Sin embargo, como una brújula manipulada con un imán, la aguja viró de golpe y apuntó al norte. Fueron entrando los goles. A los tres que había anotado Santillana en el primer tiempo se sumaron otro más del cántabro, cuatro del Poli Rincón, dos de Maceda y uno de Sarabia. Quedaban cinco minutos para el final y solamente faltaba un gol para completar la gesta. Hubiese sido demasiado cruel terminar así.

Entonces ocurrió lo que ya todos estábamos esperando. Un balón suelto le llegó a Juan Señor, centrocampista del Real Zaragoza, en el bore del área y Juan Señor la pegó en el alma. La pelota entró mordida, junto al palo y todos nos abrazamos en los salones de nuestras casa. Aquel gol y aquel gallo mítico del locutor José Ángel De la Casa mientras perdía la voz relatando el momento, se grabaron para siempre en la memoria colectiva de un país que tuvo que esperar casi tres décadas para comenzar a celebrar títulos de verdad.

miércoles, 17 de enero de 2024

El Rubio

Los especiales, normalmente, suelen ser tipos discutidos por el jefe al tiempo que son venerados por sus compañeros y clientes, porque los tipos especiales saben encontrar el momento idóneo para sacar la chistera, hacer la gracia, vender la aspiradora y saber que pueden volver a casa con la conciencia tranquila y el expediente inmaculado, pero aquellos que siempre piden una venta más, una hora más o una llamada extra, serán los que reprochen al mejor comercial de la empresa su falta de implicación por más que la gente haya acudido a ellos solamente para dejarse seducir por sus dotes de convencimiento.

John Lauridsen fue el tipo más querido por la grada del Espanyol al tiempo que fue siendo reprochado por sus entrenadores. Todos pedían una entrada extra, una carrera de más, un esfuerzo adicional mientras el tipo golpeaba a la pelota con pasión, daba siempre el centro preciso y sabía levantar todos los corazones gracias a su talento innato para jugar al fútbol. Cuando Clemente consideró que aquellas dotes no eran suficientes para hacerle valedor de un puesto como titular, la gente se puso de uñas, pero el equipo funcionó tan bien que si bien no podían reprochar del todo la decisión, al menos sí podían ponerse de pie cuando El Rubio pisaba el terreno de juego.

Porque El Rubio era un futbolista de una pieza que entendía el juego como una concepción de individual al servicio de un conjunto ¿Para qué sacrificarse por todos cuando todo podían sacrificarse por él? Lauridsen era un tipo especial; en su empresa no hacía horas extra, ni llamadas a deshora, pero tenía a todos convencidos para comprar la aspiradora. Y es que el danés era un artista ímprobo, un tipo que sabía manejar los tiempos y que, sobre todo, flotaba sobre el césped. Uno de esos jugadores especiales por lo que merece la pena pagar la entrada y cuyo recuerdo ha sobrevivido incluso al tipo que le cortó las alas mandándole al banquillo de los acusados.

miércoles, 10 de enero de 2024

Il codino

Se puede ser el mejor sin ganarlo todo, se puede ser un genio, un mantra, una excusa para ver un partido de fútbol sin la necesidad de ser un devorador de títulos porque la genialidad vive en la diversión y la diversión vive de la espontaneidad. Uno es feliz cuando puede hacer lo que quiere y por ello, a Roberto Baggio, muchas veces no le dejaron ser feliz porque aunque muchas veces hizo lo que quiso fueron otras tantas en las que le afearon la conducta.

Porque Baggio vivió una época de guerras y cuarteles, una época en la que Italia era conservadora hasta en el fútbol y en la que el Calcio era un motivo para morder antes de para inventar. Y muchos de los que inventaban, la gran mayoría, jugaban allí y de esa concepción del esclavismo nacieron los espíritus más libres desde Rivera hasta Conti culminando la gran obra con Roberto Baggio. Y es que Baggio era al fútbol lo que Puccini a la ópera, pura inspiración, puro talento, pura magia al servicio de la emoción ajena.

Cuando arrancaba, allá por su juventud, era frecuente verle dejar cadáveres por el camino en forma de sacos de arena; los defensores parecían fardos sin presencia y él parecía el capataz capaz de manejar los tiempos y los espacios. Más tarde, cuando las lesiones y el tiempo le había machacado la piel, cambio la potencia por la inteligencia y se convirtió en el tipo al que todos querían ver cada domingo. Su pie era el guante de las ilusiones y su cintura era el cúlmen de la perfección. Roberto Baggio era Dios entre los hombres y sin embargo se le trató como a un hombre entre dioses.

Por ello se sintió arropado cuando le llegó el reconocimiento en forma de veteranía. Entonces jugueteaba con los defensores vistiendo camisetas de menor importancia histórica pero que grabaron a fuego la pasión del juego en su corazón. Bolonia y Brescia fueron apoteosis dominical siempre que Il Codino salía a hacer el paseíllo para retirarse más tarde por la puerta grande. Jugó en los equipos más potentes y él solito se las bastó para tener a su país a tiro de un penalti para ser campeón del mundo. Aquel pateo hacia el cielo le marcó ante la historia pero no lo marcó ante el rencor. Le siguieron amando porque gracias a él el fútbol italiano hizo click y a su sombra crecieron otros genios que supieron aprovechar el rebufo del hombre que lo cambió todo.


jueves, 4 de enero de 2024

El espejo invertido

Los proyectos, como los sueños, son compendios de ilusión que mueven las tripas y ponen en marcha el corazón, porque mientras nuestra cabeza planifica la acción, nuestras manos se ponen al servicio de nuestras ideas, por ello es necesario convicción y firmeza y, sobre todo, una capacidad soberana para hacer creer a los demás que tu palabras es la de un mesías pues si los que deben seguirte no son capaces de cruzar el Rubicón por ti, lo más probable es que te veas de nuevo en una silla y el alma partida a latigazos.

Cuando Simeone aterrizó en el Atleti encontró un equipo descompuesto y tendente a la tragedia. Les había eliminado de Copa un equipo de Segunda B y las estrellas ya planificaban su futuro lejos del Manzanares porque en aquella casa de locos no había nadie capaz de dar un puñetazo en la mesa. Lo que hizo el Cholo, más allá de ese puñetazo, es utilizar su otro puño, el izquierdo, para acariciar el alma de sus futbolistas y hacerles saber que allí había un grupo que si creía y trabajaba, sería capaz de todo, y vaya si lo fue.

Algo parecido a aquel milagro en rojiblanco, ha obrado Michel en Girona con la salvedad, más meritoria aún para él, de que agarró en Segunda a un equipo sin apenas historia en la élite, lo que hace que su presión sea menos asfixiante pero que su mérito sea doblemente reconocido. En este juego de espejos, el Atleti se encontró anoche con su pasado; un equipo que apretaba en la salida, que sabía esperar ordenado en el medio y que conducía los contragolpes a velocidad de vértigo. Por ello, cuanta más admiración provocaba el Girona, más lástima producía el Atlético al comprobar que de lo que un día fue ya no quedan ni los recuerdos.

A esta plantilla mal confeccionada le falta un lateral izquierdo, le sobran interiores y la falta, sobre todo, un número cinco que sepa guardar la posición y juntar al equipo en torno a su figura. Mientras Koke siga sobreviviendo en la jungla del físico, seguirá siendo un jugador aseado pero poco dado a la alta exigencia, porque jugando fuera de lugar se le ven muchas virtudes, pero pone en solfa su peor carencia y es que le cuesta girar sobre sí mismo cuando los lobos le acechan desde atrás.

Anoche se comió un bocado y el Atleti se desangró de manera ominosa, una vez más. Y mientras el Girona invertía el espejo y se reflejaba en aquel Atleti intenso de 2012, los colchoneros se iban del partido una vez más por culpa de un sistema que le impide sacudirse el dominio del rival y, sobre todo, encontrar a sus mejores hombres en sus mejores posiciones.

Y aunque el rebato de la segunda parte bien podría haberle abierto la puerta de las victorias, el partido estaba escrito en clave rojiblanca, pero la local, porque ese pijama verde volvió a naufragar en aguas defensivas y lo que un día fue un manual de precisión pétrea, hoy es un circo de los horrores en el que los centrocampistas siempre llegan tarde y los defensores, la mayoría de las veces, terminan mirando como el delantero rival chuta hacia su portería. 

Ya no quedan ni los milagros de Oblak. Ya no queda nada de aquel Atleti en cuyo reflejo se sentía el equipo más poderoso de Europa.

miércoles, 20 de diciembre de 2023

El álbum del mundial

 

    Las colecciones de cromos eran más que un entretenimiento. Durante los años que nos duró la infancia eran el camino más corto hacia las nuevas amistades. Uno bajaba a la calle, con su taco de cromos repes, y regresaba a casa con cincuenta cromos menos pero con un fichaje y un amigo más. El fichaje iba directo al álbum, el amigo iba directo al corazón.

            Así fue como conocí a Sergio en el verano de 1991. Yo ya tenía catorce años y no volví a juntar un álbum en la vida a pesar de que él continuó completando sus colecciones hasta 1994. Gracias a él rellené mi último álbum casi al completo. Tan sólo me faltó el cromo de Ronald Koeman. Caprichos del destino, pasaba por ser mi jugador favorito y su número, el cuatro, decoraba la espalda de la réplica de la camiseta del Barça que mi padre me había regalado para mi decimotercer cumpleaños.

            Conservé aquella zamarra hasta que, con veintiocho, dejé el hogar familiar y acabó perdida en una mudanza casi interminable. Aún creo que mi madre la tiene guardada en el fondo de uno de sus cajones como muestra viviente de que la infancia de su hijo aún no salió por la puerta de la calle. Lo cierto es que anoté muchos goles en el descampado del barrio con aquella camiseta de Koeman que dejé de ponerme cuando los años y los kilos se fueron añadiendo a mi currículum personal.

            Uno de los goles que más ensayé fue aquel zapatazo contra la Sampdoria el veinte de mayo de 1992. Nos jugábamos mucho; más allá del prestigio estaba la historia, la leyenda negra, el pesimismo, ese fatalismo que perseguía al Barça desde aquel día, también de mayo, en el que hasta cuatro balones se había estrellado en los postes de la portería del Benfica. La gente, que desde que Duckadam parase cuatro penaltis en la final de 1986, estaba convencida de que el Barça jamás ganaría la Copa de Europa, se echó a la calle para echarse, además, las manos a la cabeza. Sergio me llamó nada más terminar el partido y descolgué el teléfono mientras veía como Alexanco levantaba la orejona y mis ojos se vestían de la misma incredulidad que mostraban el resto de aficionados del Barça repartidos por España.

            Más allá de cromos, fui guardando fotos que me fui encontrando en revistas y periódicos a lo largo de mi vida. Aquella parada de González a Djukic cuatro días antes de que el Milan nos mandase a la ruina, la cabalgada de Ronaldo entre dos defensores del Valencia, la chilena de Rivaldo de espaldas a Cañizares o el regate de Ronaldinho ante Sergio Ramos segundos antes de poner en pie al Santiago Bernabéu.

            Cuando el Barcelona reencontró el estilo, el éxito y la Copa de Europa, comencé a vibrar con los éxitos de la selección española. Apuntándome a caballo ganador, me enamoré del estilo de Luis y de la concepción de continuismo calmado que impuso Del Bosque. Allí estaban Xavi e Iniesta para dar continuidad al baile que ya se afrontaba en clave de discurso con denominación de origen en La Masía. Y, aunque había otros tipos, también muy buenos, que complementaban a la perfección ese tiki taka que se hizo famoso en el mundo entero, todos sabíamos quién era el verdadero eje de un equipo que empezó a ganarlo todo en Viena y se presentaba en Sudáfrica con esa vitola de favorito que tan mal le había sentado en anteriores ocasiones.

            Un mes antes de comenzar el mundial, a mediados de mayo, llegó a mis manos un álbum de Panini que Sergio había comparado en el viejo quiosco que había en la esquina de su calle.

-        Para rememorar viejos tiempos.

 

Le miré con cara de nosotros ya somos viejos para estas cosas, pero comprobé tal ilusión en su mirada y recordé aquellos buenos tiempos en los que bajábamos a los bancos con un taco de cromos en la mano que me dije “Por qué no”.

-        Porqué no.

 

Así que nos presentamos en una de las plazas del pueblo vecino, justo al lado de donde ponían el mercadillo, porque nos decían que había tipos que, como nosotros, coleccionaban álbumes y se reunían para intercambiarse cromos entre sí. Habíamos gastado un dinero en sobres que nos habíamos quitado de cervezas y otros vicios de sábado por la noche. Nos sentíamos dos frikis en busca de una infancia perdida y nos quedamos de piedra cuando descubrimos que allí había más de treinta tipos buscándose entre ellos y con un taco de cromo entre las manos.

            Nos faltaban seis para terminar la colección. N’Kufo de Suiza, Villa, Puyol e Iniesta de España, Robben de Holanda y Cardozo de Paraguay. Ninguno de ellos lo encontramos aquella mañana de mercadillo y plaza bajo el sol del incipiente verano. Intercambiamos algún teléfono y adquirimos, a la vuelta, otra media docena de sobres donde descubrimos, para nuestra frustración, que el verdadero negocio residía en los cromos repetidos.

            Para cuando empezó el mundial, el hueco de aquellos cinco cromos seguían empobreciendo el aspecto de un álbum que daba la apariencia de estar repleto. Observábamos de manera satisfactoria como los grandes talentos del fútbol mundial se reunían, uno a uno, en una foto de carnet mientras posaban con la camiseta de su selección. Messi en Argentina, Cristiano Ronaldo en Portugal, Kaká en Brasil, Ribery en Francia o Müller en Alemania. Todos con ganas de comerse el mundo a base de goles y todos mirando de reojo la capacidad de adaptación de una selección española que, por una vez de verdad, llegaba a la cita con el cartel de máxima favorita.

            Andábamos tan ilusionados con aquella posibilidad real de terminar viendo, por fin, a nuestra selección levantando la copa dorada que simbolizaba el dominio sobre el resto de selecciones del planeta, que apenas fuimos capaces de digerir aquella primera derrota el día dieciséis de junio.

            Se había parado el país. Miércoles a las cuatro de la tarde. Bares llenos, oficinas vacías. Carreteras sin coches, televisores encendidos. Y un maldito gol de rechace nos había devuelto a todos a la realidad. “Ningún equipo que ha perdido el primer partido ha terminado ganando el mundial”, decían las webs deportivas. Para qué seguir soñando. Aquello iba a ser, una vez más, la misma decepción de siempre.

            El día siguiente a aquella derrota compramos media docena de sobres en la vieja tienda de frutos secos del barrio. De los treinta y seis cromos que descubrimos, treinta y cinco eran repetidos y uno era nuevo. Era N’Kufo, de Suiza, el mismo tipo que, un día antes nos había mandado al pozo de la desilusión. Maldita casualidad. Nos miramos con resignación y una pizca de satisfacción bien reencontrada. Al menos ya nos quedaban cinco.

            El mundial transcurrió en los cauces que nuestro deseo había pronosticado con anterioridad. Tras el tropiezo contra Suiza llegaron dos victorias ante Honduras y Chile, ambas con goles de Villa e Iniesta y predecesoras de un sufrimiento extremo que parecía querer abotargar las piernas de nuestros futbolistas.

            La colección de cromos, por su parte, no seguía la misma rutina victoriosa a la que se había abonado nuestra selección. Comprábamos sobres, algunos días casi de manera compulsiva y no obteníamos el premio de conseguir a algunos de los que nos faltaban. España estaba en octavos y a nosotros nos seguían faltando cinco cromos para completar el álbum.

            El partido frente a Portugal fue un suplicio de sesenta minutos hasta que Villa hizo el gol. A partir de ahí hubo control y espera, algún arrebato aislado y, sobre todo, la sensación de que teníamos al mejor centro del campo del mundo. Allí, en nuestro preciado álbum de cromos, sobresalían el hueco dejado por el cromo de Iniesta entre las fotos de Xavi, Xabi, Busquets, Cesc y Javi Martínez. Había que seguir remando, había que seguir comprando. Había que seguir soñando.

            El día antes del enfrentamiento contra Paraguay, conseguimos, mediante intercambio, el cromo de Óscar Cardozo. Mira, Sergio, ya sólo nos faltan cuatro. Y Sergio me miraba con cara de ilusión porque sabía que, de alguna manera, había vuelto a conseguir que mis ojos recuperasen el brillo. Hastiado por la vida y por los fracasos amorosos, me había refugiado en los éxitos de mi equipo de fútbol mientras esperaba que algo volviese a llenar mis pensamientos en los días de asueto y volviese a hacerme sentir vivo. Pensé que lo haría el mundial, lo que nunca imaginé es que lo hiciese, sobre todo, una mera colección de estampas de futbolistas.

            Pegamos en su lugar la foto de Cardozo, sonriente, mostrando dos hileras de dientes alineados, en un gesto forzado de un tipo que parecía estar pensando en el gol antes que en la foto. Le rogamos, por activa y por pasiva, que no nos la liase y casi nos da un infarto cuando le vimos delante de la pelota, afrontando un lanzamiento de penalti frente a Iker Casillas en el minuto cincuenta y nueve. Los partidos de España eran así; una hora de sufrimiento hasta poder encontrar oro y media hora de disfrute desde que las hadas nos tocaban con la varita mágica.

            Si había un futbolista tocado por las hadas dentro de la selección española ese era Iker Casillas. Apodado el santo por su costumbre para ejecutar milagros en los momentos más cruciales, miró de reojo a su amigo Reina para encontrar un resquicio de fiabilidad de sus gestos y se lanzó hacia el lugar que su amigo le había indicado. Casillas paró el penalti y Cardozo quedó hundido, manos en la cabeza y gesto melancólico, mientras los jugadores españoles se abrazaban en el área y nosotros nos abrazábamos sobre un viejo sofá de escay.

            Miramos el cromo de Cardozo, tan sonriente, tan confiado, y le dedicamos una peineta con todo el mal gusto que caracteriza a los forofos en estado de excitación.

-        Ahora ya no te ríes tanto ¿Eh?

 

Y Cardozo nos miraba, desde su posición en el álbum, sin cambiar el gesto, sin mover un ápice los labios para borrar su sonrisa y con una mirada desconfiada, quizá algo cabreada, como queriéndonos mandar a tomar por culo. Al mismo lugar que deseábamos que se marchase su equipo, y, aunque Xabi Alonso marcó un penalti que hubo de repetir y volver a lanzar para dejar que el portero paraguayo también tuviese su minuto de gloria, el pescado de la clasificación estaba vendido desde que Casillas había detenido el ímpetu de Cardozo y España se había encontrado, casi sin pensarlo, con una vida extra con la que no contaba después de sesenta minutos de agonía.

            Cuando Iniesta condujo el balón desde la línea de tres cuartos, sentimos el gusanillo de quien sabe que aquella puede ser la definitiva. La pelota terminó en pies de Villa quien, con el suspense que supone que la pelota vaya de palo a palo antes de entrar en la portería, nos regaló un momento de éxtasis inolvidable. Habíamos jugado muchas veces los cuartos de final, pero jamás habíamos visto a nuestra selección superar esa barrera. Ya era hora, joder. Viva Villa, quisimos exclamar mientras elevábamos su imagen a los altares de nuestra imaginación, pero su lugar en el álbum seguía vacío y no pudimos venerar su imagen por lo que tuvimos que decirle bien alto, esperando que el eco de nuestras voces traspasasen cien fronteras, Viva la madre que te parió.

            Era la primera vez que, cualquier generación de españoles, veía a su selección en semifinales de un campeonato del mundo. Era la primera vez, esta vez de verdad, que los españoles tenían la seria sensación de creerse favoritos a alcanzar la cima. No iba a ser fácil, nada lo es. Esperaba Alemania en semifinales y a nosotros nos esperaban cuatro sobres sin abrir que había comprado Sergio el lunes por la mañana, después de la victoria, la locura y la resaca.

            Entre los cromos descubiertos estaba el de David Villa. Oh, goleador, mi goleador. Allí le teníamos, cuatro goles en el mundial como cuatro soles, que habían servido para llevarnos a octavos, a cuartos y a semifinal, su mirada desafiante y el rostro serio con esa perilla de mosquetero que tan mal le quedaba y que tan poco respeto infundía. Podría pasar por un niño de instituto entre un escuadrón de hombres fornidos y poder liquidarles a todos con su astucia y su facilidad para la ejecución. Nuestro número siete. El verdadero.

            Trabajar, durante el tiempo que dura un acontecimiento como un mundial, es un ejercicio de contención cognitiva, porque en cada momento estás imaginando una jugada, un regate, un pase, un remate, un gol. Y lo haces de todas las formas posibles; por el centro, por la banda, de falta directa. Incluso, durante muchos momentos, te imaginas a ti mismo, con el nueve en la espalda, y rematando de manera certera un centro nevado desde la banda. Porque en ese momento, el gol es un motivo de ansia tan caníbal que te ves devorado por ti mismo mientras intentas redactar un informe o contabilizar una hoja de gastos.

             Alemania, en concepto futbolístico, era algo así como el ogro de tres cabezas. Un ogro que, durante años, anduvo metiendo miedo a los pobres latinos que, con su físico nimio y su vergüenza en la mirada, eran incapaces de mirarles a los ojos y aceptarles un desafío. A nivel de clubes, jugar allí era un tormento, y daba igual que fueses blanco que rojo que grana, terminaban acogotándote en tu área y vacunándote por insistencia.

            A España le quedaban dos partidos para ser campeón del mundo y a nosotros nos faltaban tres cromos para completar la colección. Desde aquel verano del noventa y uno, cuando había dejado un álbum incompleto con el hueco del cromo de Ronald Koeman, no había estado tan cerca de completar todo un libro lleno de estampitas. Y aunque sabíamos que, como aquel, este también, en el fondo, era un timo porque se trataba de un gasto de dinero a fondo perdido, al menos nos quedaba la ilusión por encima de la decepción. Y más por encima, aún, quedaba el objetivo, el de completar aquellas hojas con todos los cromos y sentirnos amos de nuestro propio destino.

            Para ello volvimos a dejarnos otros diez euros en sobres, cinco por cabeza. No era moco de pavo teniendo en cuenta que bien nos lo podíamos haber gastado en un par de cervezas por barba que, con su buen pincho incluido, nos hubiese saciado el cuerpo de cara al partido. Pero no hubo cerveza ni cromos nuevos. El taco de repetidos era ya tan alto que no nos cabía en una sola mano y habíamos de repartirlo entre los dos. Sergio sacó de su armario una vieja riñonera que no utilizaba desde los noventa y guardó tres tacos bien cogidos con una goma elástica. La imagen, con la riñonera puesta, era de un hortera de playa en lugar de la de un negociador de estampas, pero, más allá de la presencia, estaba la necesidad y la nuestra indicaba que necesitábamos ir a la plaza a intercambiar cromos con aquella panda de frikis que reunían cada domingo por la mañana.

            Pero aquel día era miércoles y tocaba partido de fútbol. Partido de los de verdad, de esos que los alemanes habían jugado tantas veces que habían olvidado, pero que nosotros jugábamos por primera vez. Ahí estaban, compilados, todos los sueños, todas las emociones, todas las tensiones, todos los deseos a flor de piel.

            Del Bosque decidió poner a Pedro en el once titular en detrimento de Torres. Se habían acabado las oportunidades para El Niño, en el partido más importante, y ante los centrales más corpulentos, el seleccionador optaba por sacar del equipo a nuestro delantero más fuerte para dar paso a un pequeño diablo con una culebra en la cintura. Y lo cierto es que el plan le salió bien porque Pedro jugó un partido soberbio y le salió bien porque España bailó a Alemania durante noventa minutos de pasodoble continuo.

            Tiki Taka, como había dicho el bueno de Andrés Montes, aquel tipo con la cabeza afeitada y voz de speaker que nos había cambiado la vida a los adolescentes de principios de siglo siguiendo las aventuras de los equipos de la NBA cuando la madrugada daba su función de silencio en los hogares españoles. Tiki Taka, Salinas. Así creí poder escucharle en el cielo mientras disfrutaba, como nosotros, de aquel baile histórico al que España estaba sometiendo a la mejor selección europea de la historia. Tres mundiales tenían y nosotros cero y ahí estábamos, sin complejos, quitándole el balón a Kross, Khedira, Schweinsteiger y Ozil y haciendo nuestra la posesión y el rondo interminable.

            España mandaba y Xavi comandaba, pero no llegaba el gol. No llegaba porque, más allá del toque interminable y certero, de la velocidad de movimiento de la pelota, el equipo carecía de una chispa de profundidad en los últimos metros y, aunque los alemanes no la tocaran, todos sabíamos de lo que eran capaces de hacer, porque su historia estaba marcada de remates de cabeza a la salida de un córner, de balones colgados y ganados en segundas jugadas, de disparos lejanos perforando las escuadras.

            Cualquier córner podía alterar el resultado y el córner, esta vez, llegó a nuestro favor. Faltaba algo más de un cuarto de hora para el final y nuestro dominio daba para forzar córneres, pero no daba para anotar goles.  Pero ocurrió lo que ninguno de nosotros hubiésemos esperado. Si nos hubiesen hablado del gol de la victoria, todos hubiésemos imaginado aquel gol de Torres en la final de Viena donde un balón en profundidad de Xavi había roto las líneas y una carrera imponente había roto el partido. Pero nadie podía imaginar que íbamos a ganar a los alemanes a la alemana, con un balón colgado y un remate certero de uno de nuestros centrales.

            Xavi, siempre Xavi, puso la pelota con temple en el corazón del área alemana y Puyol, guerrero como siempre y goleador como nunca, se impuso a todos los alemanes con un salto portentoso y conectó un cabezazo que se coló como un obús en la portería de Neuer. Abrimos bien los ojos antes de empezar a celebrar porque, realmente, nos costaba creer que aquello fuese una realidad y nos estuviésemos plantando, por fin, en una final de la Copa del Mundo.

            Sergio y yo nos abrazamos como dos niños recién salidos de la escuela que buscan jugar un partido con amigos en el descampado enfrente de casa, allí donde los goles desde lejos valían por dos y donde los regates se pagaban a precio de sonrisa. Puyol, otra vez un tipo cuyo cromo nos faltaba por rellenar en el álbum, otra vez alguien a quien no esperábamos, como Torres en Viena, como Tamudo en Dinamarca el día que empezó el tiki taka y en el que España entera desconocía que se había sembrado una semilla que iba a florecer en el equipo más imponente del planeta.

            Los últimos minutos del partido fueron un quiero y no puedo de Alemania porque se encontró a un equipo que le escondió la pelota y le negó la oportunidad. Aún la tuvo Pedro, en un mano a mano final en la que tomó la decisión más extraña cuando Torres corría junto a él para empujar la pelota a la red. Era como si quisiera reivindicarse por sí mismo y no querer darle el balón al tipo a quien había suplantado en el once inicial. Durante los siguientes días, cada vez que alguno de los dos tomábamos una decisión equivocada o nos andábamos por las ramas de manera innecesaria, nos espetábamos el uno al otro que habíamos hecho un Pedro.

            El domingo amaneció soleado y caluroso. Por más que nos contasen que en Sudáfrica el frío se estuviese convirtiendo en el protagonista del invierno austral, aquí era verano y la ola de calor estaba en todo su apogeo. Nos despertamos pronto y nos mandamos un par de mensajes aún somnolientos. No dormimos poco debido al calor, no, tampoco debido a la falta de cansancio, tampoco, dormimos poco porque aquel día, cuando arreciase la noche y las hadas estuviesen camino de su particular fábrica de sueños, comenzaría el partido más importante de nuestras vidas.

            La noche anterior habíamos salido de copas y terminamos, entre el alcohol y los besos furtivos que encontramos en los labios de dos estudiantes holandesas de intercambio, con una tensión resuelta y una resaca de aúpa. No sabíamos qué iba a pasar aquella misma noche, pero en la anterior, y ya de entrada, Holanda nos había ganado la partida por la mano. Menos mal que el pulpo Paul, listo como ninguno, eligió posarse sobre nuestra bandera y darnos un pequeño respiro en aquellos días de agobio en los que por más rubias que ocupasen nuestra cama o más cerveza que ocupase nuestro estómago, no había lugar para otro pensamiento que no fuese la final de la Copa del Mundo.

            Nos levantamos de manera forzada y desayunamos un café bebido que servía como reparador y, a su vez, como desatascador definitivo y nos dirigimos, cada uno desde nuestra casa, despedida ya la noche y el recuerdo, al lugar de encuentro habitual; la puerta del bar de Chicho Castillo. Era un tipo peculiar aquel; capaz de usar la ropa más ajustada del mundo a pesar de su prominente barriga y siempre con una cinta en el pelo a modo de samurái; a veces negra, otras blanca, pero nunca indiferente, siempre llena de dibujos extraños e impresiones excéntricas.

            Aquel día llevaba una cinta, como no podía ser menos, con los colores de la bandera de España. Nos sirvió los botellines fríos con una sonrisa y un grito de aúpa para la selección de nuestro país. Aquel día, las calles se vestían de banderas rojigualdas sin importar el sesgo político ni la ideología personal. Aquel día, por una vez en la vida, y gracias a un partido de fútbol, todos nos sentíamos, de verdad, españoles.

            Los botellines entraron con la alegría del tipo que busca poner fin a su resaca agarrándose a la espalda de las leyendas urbanas. Si nos decían que lo mejor para la resaca era un botellín frío en ayunas, allá íbamos nosotros a lanzarnos a la comprobación y a no hacer ningún comentario negativo al respecto, porque a nosotros no nos gustaba tener resaca pese a que la edad ya iba haciendo mella en el organismo y nos gustaba, bastante, la cerveza fría.

            Sergio puso el dinero y yo puse el coche. Chicho Castillo nos despidió con un “hasta luego” alegre y subido de tono y nosotros le prometimos volver para regar de nuevo nuestro estómago con cerveza y hacer una previa como Dios mandaba; con líquido y sustento en forma de montados de lomo y beicon con queso. Él nos tomó la palabra y nosotros tomamos el rumbo en dirección a la plaza del pueblo vecino, allí donde los coleccionistas de imágenes intercambiaban su cromos y los ávidos de colección se dejaban sus estampas repetidas e incluso sus billetes más preciados.

            Nosotros ofrecimos doscientos veintidós cromos, todos los que teníamos, por los dos que nos faltaban. Pero nadie tenía a Robben e Iniesta. Mala suerte, pensamos. Un tipo, al que le dimos nuestro número de teléfono, nos prometió que nos conseguiría ambos si éramos capaces de pagarle sesenta euros. Treinta por cada postal. Nos pareció una barbaridad, pero como para decir que no teníamos tiempo y para conseguirlos por otro medio, también, le dijimos que okey antes de retirarnos de allí y comprar un par de sobres en un quiosco abandonado a dos calles de la plaza y que encontramos por curiosidad mientras regresábamos al coche.

            Como hacía calor y necesitábamos refrigerarnos, Sergio guardó los sobres en el bolsillo trasero de su pantalón y nos adentramos en un bar que encontramos justo detrás del quiosco. Era un bar con alicatado viejo, barra de chapa rayada y olor a rancio. Nos despachó tres botellines fríos por cabeza con su tapa de oreja, morro y callos. Castizo como pocos. Salimos casi rodando, dando las gracias y buscando el coche para llegar a casa y lanzarnos en la cama para disfrutar de una merecida siesta. Los cuerpos venían de un viaje interminable durante la noche anterior y de un nuevo rejón en forma de cerveza fría en aquel bar perdido en el corazón del pueblo vecino.

            Desperté de la siesta con la boca seca y el corazón palpitante. Supe, en un instante, que había algo que debía ocupar mi consciencia durante las siguientes horas, pero el sueño excesivo y la desorientación, reforzada por las persianas bajadas de la habitación, me hicieron darle demasiadas vueltas a la cabeza y pocas vueltas a los motivos. Me levante como zombi, oriné mucho y fuerte y acudí a la cocina para echarme un vaso de agua. Había dejado el móvil a cargar junto al fregadero y una luz azul parpadeaba sobre el negro oscuro de la pantalla.

            “Te espero en el Chicho Castillo”.

Tuve que parpadear dos veces y beber el vaso de un trago para ser consciente de lo que Sergio me estaba diciendo en aquel mensaje.

“Ok, ahora bajo”. Le contesté.

Camino del bar, y con los puños restregando los ojos, fui observando los balcones engalanados con banderas, la gente que me cruzaba tenía la cara pintada en dos colores, rojo y amarillo, los niños vestían la camiseta de la selección y los más mayores discutían en un banco sobre la necesidad, o no, de hacer que jugase Fernando Torres.

¡El partido!

Me detuve un instante, me apoyé en una pared del bloque y me restregué los ojos por enésima vez. Tenía la boca seca por la siesta y por todo el alcohol que había ingerido durante las anteriores veinticuatro horas. Me agaché un momento para liberar la presión de mi estómago y me dirigí, sonrisa puesta y camiseta arrugada, al bar de Chicho Castillo donde Sergio me esperaba con un botellín en la mano.

-        ¡Vamos tío!

 

Nos habíamos habituado, en forma de ritual, a vivir las previas en el bar y los partidos en mi casa. Desde que nos habíamos independizado, habíamos alternado salidas y llegadas, partidos y postpartidos, previas y días de guardar, entre el bar, la calle del ritmo y alguna de las dos casas. Generalmente, cuando jugaban nuestros equipos, preferíamos verlo fuera porque cada uno hinchaba por un club y terminábamos enfadándonos por nimiedades, pero la unión de la selección nos había hecho unirnos en un solo sofá desde que el día del partido contra Suiza, a las cuatro de la tarde, ambos pedimos permiso, él en la oficina, yo en la fábrica, para cambiar el turno o para salir antes, algo que, hecho con tiempo, se nos había concedido y que, llegado el día, provocó el recelo de nuestros compañeros, menos previsores y avispados que nosotros.

Lo cierto es que, tras aquella primera derrota, decidimos cambiar de casa porque creímos que el salón de Sergio nos había causado el infortunio y cualquier cambio de ritual era un probable cambio en el destino. Una vez que comprobamos que España, vista desde mi sofá, ganaba una y otra vez, no cambiamos el lugar de encuentro y el de desencuentro. Siempre nos veíamos donde Chicho Castillo, bebíamos cerveza, subíamos a mi casa, veíamos el partido y nos tomábamos el gin-tonic de despedida antes de darnos un abrazo y citarnos para la siguiente ocasión.

Y la siguiente ocasión era una final ¡Menuda ocasión! Irrepetible, única. Una ocasión que habíamos soñado durante toda la vida pero que, sinceramente, jamás habíamos imaginado que se iba a convertir en realidad. España en la final de una Copa del Mundo y además como favorita. Como para no alucinar.

La cerveza estaba fría y los ánimos calientes. La gente, en el bar, se agolpaba para coger sitio y poder mirar hacia el televisor desde la mejor perspectiva. No era un aparato de televisión muy grande el que tenía Chicho Castillo, pero tampoco el local de un tamaño tan inmenso como para necesitar un aparato mucho mejor. Situada en la pared frente a la barra, a una altura de algo más de dos metros, el televisor refulgía en imágenes sobre la previa donde se interseccionaban diversos reportajes sobre jugadores, cuerpo técnico y el camino de rosas espinadas que había llevado a la selección hasta aquel lugar en aquel momento.

Y es que, aunque lo hubiese parecido, nada había sido fácil. Habíamos empezado perdiendo y habíamos tenido que ir remontando el vuelo y sacando la cabeza, fase a fase, con resultados cortos y finales agónicos por el ajustado del marcador. Pero allí estábamos y no le íbamos a regalar nada a nadie. Faltaría más. España jugaba su primera final contra un equipo, Holanda, que ya había jugado aquel partido dos veces saliendo derrotado en ambas. La circunstancia en que ambas derrotas habían llegado ante el anfitrión y aquel día jugaban en terreno neutral ante un equipo que se conocía de memoria pero al que no sabía cómo iban a afectar los nervios por disputar el partido más importante del mundo.

Los nuestros estaban a flor de piel. La última cerveza fría bajó por nuestra garganta y, cuando el bar ya estaba lleno de ambiente y vociferio, decidimos marcharnos para buscar el lugar tranquilo del sofá y cumplir así con el ritual que decía que cada vez que habíamos visto un partido allí, habíamos ganado. No es que no nos gustase estar en el bar, de buena gana nos hubiésemos quedado para poder compartir sentimiento, alegría y sufrimiento con aquellos tipos que, domingo tras domingo, llenaban el Chicho Castillo con sus camisetas blancas mientras nos miraban furibundos cada vez que miraban nuestras equipaciones roja y blanca o azul y grana, pero lo que queríamos era ayudar y nuestra mejor manera de hacerlo era el de cumplir con el rito de partido en el sofá de mi casa, que si ya el pulpo Paul había pronosticado nuestra victoria no íbamos nosotros a echar por tierra los poderes predictivos del cefalópodo más famoso del mundo.

La calle era un hervidero de gente que buscaba su lugar. Una ligera brisa, caliente como aire del infierno, agitaba las banderas que ondeaban en los balcones anunciando un orgullo nacional que no había tenido precedentes en el país. Las miradas, los saludos, las sonrisas nerviosas delataban un deseo inabarcable por convertirse en rey del mundo. Incluso los vecinos más serios, aquellos que escupían apenas un saludo en voz baja cada vez que te los cruzaban en la escalera, habían abierto la garganta para despojarse de un buenas noches que les picaba en la garganta.

Sergio se acomodó en el sofá y, mientras buscaba el canal en el televisor, yo sacaba las cervezas de la nevera. Por cortesía y costumbre, puse dos platos con snacks encima de la mesita auxiliar, pero ambos sabíamos que, una vez comenzase el partido, ninguno de los dos íbamos a tener ganas de probar bocado alguno. Nosotros éramos de estómago cerrado y garganta seca cada vez que la emoción nos hacía la visita rutinaria en días de partido serio, por ello, nos sobraban siempre las patatas fritas pero nos terminaba faltando la cerveza. Aparte de aquellas dos que había sobre la mesa, tenía otras seis guardadas en la nevera, dos para cada parte, dejando el descanso para ir al baño o salir a la terraza para tomar el aire y compartir nuestras frustraciones con los vecinos.

El partido no empezó bien. España, como siempre, intentaba mover la pelota en pequeños rondos que intentasen desesperar al contrario, pero el contrario había salido al campo con una premisa clara; no dejar jugar. Con el árbitro, Howard Webb, como espectador de lujo, como aquellos tipos que, en los combates de boxeo se comen bolsas enteras de palomitas a pie de ring, disfrutando con los golpes y las hemorragias, los holandeses pegaban a los españoles de todas las formas posibles; al tobillo, a la rodilla, a la cadera e, incluso yendo un paso más arriba, se atrevieron a estrellar una bota en el pecho de Xabi Alonso quien se retorció de dolor en el suelo mientras su agresor, el infame Nigel De Jong, se marchaba del lugar silbando y sin tarjeta roja. Un bonito espectáculo de lucha libre.

Y nosotros, claro está, nos dejamos el alma y la garganta haciéndole saber al bueno de De Jong, que su madre era la clienta más barata de un club dirigido por la más sucia de las meretrices. Cosas del directo y de la pasión desbordada. En esas fue que Sergio Ramos tuvo un remate forzado que casi entra y que Villa empaló mal una buena situación de gol. Y entonces las quejas se convirtieron en lamentos y los tragos a la cerveza se sustituyeron por mordiscos esporádicos a unas uñas cuyo tamaño se habían comprimido hasta rozar la punta con la carne. No hubo mucha más tela que cortar en aquella primera parte de tanteo donde unos intentaban jugar y otros intentaban evitarlo de la manera más sucia posible.

Y es que aquel equipo no era Holanda. O al menos no era la Holanda con la que nos habíamos criado y, mucho menos, aquella Holanda doblemente finalista en el setenta y cuatro y el setenta y ocho de la que nuestros padres se habían deshecho en halagos y nostalgias. Esta Holanda tenía dos o tres buenos peloteros; Snejder, campeón de todo con el Inter aquel año, Robben, un jugador decisivo como pocos y el fino estilista Van Persie, siendo todos los demás un grupo de picapedreros comandados por un tipo sin escrúpulos que, desde el banquillo, había dado órdenes claras precisas: Si queremos ganar a España hay que hacerlo por lo criminal, nunca por lo civil.

La segunda parte empezó tras las cervezas y las palabras. Analizando lo que habíamos visto, éramos conscientes de que aquel partido, como los demás, si se ganaba, habría de hacerse con un resultado corto y sufriendo como perros. Y es que España tocaba y tocaba, pero la profundidad, ese arma que sobrevive en el desmarque del más listo y el pase del más cerebral, no se demostraba como eficaz. Así que tocaba remar y remar. Despacito y buena letra.

Corría el minuto sesenta y uno de la segunda parte cuando todo casi se va a la mierda. Lo recuerdo perfectamente porque un par de minutos antes, Sergio se había levantado para ir al baño y, al tocarse accidentalmente la parte trasera del pantalón, había palpado los dos sobres que habíamos comprado por la mañana en el quiosco del pueblo de al lado. Interrumpiendo su intención de visitar el aseo, rasgó el plástico de uno de los sobres y, mientras pasaba los cromos con la mano, exclamó: “¡Robben!”.

En aquel momento le miré perplejo puesto que, mientras mantenía el cromo del holandés, uno de los dos que nos faltaban para terminar la colección, en alto y trataba de mostrármelo con agitada emoción, el número once de la selección naranja le ganaba la carrera a Puyol y Piqué y se plantaba mano a mano contra Iker Casillas. Sergio dejó caer el cromo y yo me hundí en el sofá esperando el milagro. Y este llegó en forma de pie de Dios, el pie salvador de Casillas que punteó el disparo intencionado de Robben y desvió la pelota junto al palo.

Los dos sentimos un alivio tan severo que llegamos incluso a iniciar una arcada fantasma. De repente, todo el subidón, la cerveza y los panchitos, se bajaron hasta los tobillos y sentimos el estómago vacío y la cabeza fuera de nuestro sitio. El miedo nos produjo vértigo y el susto nos regaló un momento de tensión que sólo supimos afrontar en silencio. Daba igual haber jugado bien contra Alemania, ser los campeones de Europa, tener un equipo de estrellas o que el pulpo Paul hubiese recitado misa cantada. En aquel momento fuimos conscientes de que se podía perder la final de la Copa del Mundo.

Fue después de un córner sin consecuencias cuando yo volví a tomar el botellín de cerveza y Sergio se dispuso a abrir el segundo sobre de cromos. Cuando lo había empezado a rasgar, escupí el líquido de mi boca y exclamé de forma sonora y apresurada.

-        ¡No!

 

Del susto que se llevó tiró el sobre al suelo y se me quedó mirando con los ojos igual que dos platos de postre.

-        ¿Qué pasa? – Preguntó.

-        ¡No abras el sobre!

 

Y entonces le conté toda la teoría que, de repente, me había formado y que había revolucionado mi cabeza.

Todo había empezado con aquella lejana colección de fotos en la noventa y uno noventa y dos. Había rellenado todo el álbum salvo Koeman y finalmente Koeman nos había dado la primera Copa de Europa con aquel zapatazo ante la Sampdoria ¿Hasta aquí bien, no? Vale. Pues mira, Sergio, aquello podía haber sido casualidad, pero piensa en todo lo que nos ha pasado con la colección de cromos de este mundial. Cuando empezaron los partidos nos faltaban seis cromos ¿Los recuerdas? Yo sí, te digo: N’Kufo, Villa, Puyol, Iniesta, Robben y Cardozo. Ahora dime si te van sonando todos esos nombres. Cuando nos marcó N’Kufo, aún no teníamos su cromo y lo conseguimos justamente después del partido. Sin el cromo de Villa, el guaje le vacunó a Honduras, a Chile, a Portugal y a Paraguay. Fue salir su cromo y dejar de marcar goles. Nos faltaba Puyol y marcó el gol ante Alemania. Ya tenemos también a Puyol. Pero fíjate que Cardozo falló un penalti justo después de que sacáramos su cromo y ahora Robben ha fallado el gol de su vida justo en el momento en el que sostenías su estampa sobre tu mano ¿Todo eso no te dice nada? Pues claro que te lo dice, igual que a mí. Si queremos mantener la esperanza, debes conservar ese último sobre que nos queda sin abrir, porque solamente nos falta un cromo para terminar la colección y ese no es otro que el de Andrés Iniesta. Imagina que abres ese sobre y está el cromo de Iniesta. Estaremos jodidos y condenados a jugárnosla en una tanda de penaltis que, históricamente, casi nunca ha favorecido a España, así que deja ese sobre en el suelo, donde está, siéntate a ver el partido conmigo y aprieta los puños muy fuerte porque este partido lo tenemos que ganar con un gol de Andrés Iniesta. Así será mientras el hueco de su cromo siga vacío en el álbum.

Me miró como mira a un loco un tipo que se cree en posesión de la cordura absoluta. Encogió los hombros, dejó el paquete de cromos en el suelo y se sentó a mi lado sin pronunciar una sola palabra. El partido transcurrió tenso, duro y siempre en el filo de la duda. Se alcanzó la prórroga y, poco a poco, fuimos comprobando que España se iba haciendo con el dominio del partido e iba gozando de las mejores oportunidades. Cesc falló un mano a mano y Villa erró un balón franco algo escorado. Ambos cromos ya estaban en el álbum y yo lo sabía. Y Sergio también lo sabía porque sabía que yo lo sabía. Tranquilo, le dije con la mirada, el balón todavía le tiene que llegar a Andrés.

Así que nos quedamos allí sentados, cerveza en mano y silencio en la garganta, mirando el partido y esperando a que el balón le llegase a Andrés. Y cuando el balón le llegó a Andrés, en el minuto ciento dieciséis de partido, y este estaba sólo, frente al portero, dentro del área grande, los dos nos levantamos como un resorte y cantamos el gol una décima de segundo antes porque, de alguna manera, habíamos entendido que ese partido, y ese mundial, lo íbamos a ganar con un gol de Andrés Iniesta a pocos minutos del final, porque nuestro álbum quedaría inconcluso pero nuestro palmarés reflejaría, a partir de entonces, y ya para siempre, el legado que supone ganar la copa de campeones del mundo.

Y nos abrazamos con fuerza, y gritamos con ganas, y nos desmelenamos sin ningún atisbo de vergüenza. Nos asomamos a la terraza para compartir nuestro grito de gol con todos aquellos vecinos que, como nosotros, habían decorado sus balcones con distintivos nacionales, porque aquello era lo más grande que nos había ocurrido como país en muchos años y aquello nos iba a volver a unir como cuando salimos todos a la calle para protestar contra el terrorismo o para pedir mejores condiciones laborales.

Porque un país no es nada sin su pasión y una pasión no es nada sin su deseo. Y aquel día once de julio de dos mil diez, millones de españoles nos despertamos deseando lo mismo y todos vimos como nuestro sueño se cumplía gracias al gol de un tipo discreto y de calvicie incipiente que jugaba al fútbol cómo sólo lo sabían hacer los ángeles del cielo.

Terminó el partido y nos arrodillamos frente a un televisor donde refulgían las imágenes de nuestros jugadores abrazándose y de los narradores cantando un glosario de parabienes que nos colocaban en la cima del mundo de la felicidad. Aquel día, durante unas horas, le dimos una patada a la crisis y nos centramos en juzgarnos como un país de locos que salía a llenar sus plazas por un partido de fútbol obviando que la clase política nos estaba sumiendo el pozo más negro de la insatisfacción.

Lo dejamos todo como estaba; más bien hecho un Cristo. Los botellines de cerveza vacíos sobre la mesa, las migas de patata sobre el sillón y el papel de los sobres de cromos en el suelo. Sergio recogió el sobre que seguía sin abrir y comenzó a rasgarlo de nuevo, cuando lo tenía casi abierto puse una mano sobre su muñeca y le invité a no terminar de hacerlo.

“Déjalo, ya hemos ganado”.

Ya éramos campeones del mundo, ya no merecía la pena completar un álbum porque ese álbum nos había completado a nosotros. Porque ese álbum, como aquel álbum del noventa y dos, quería quedar así, con un hueco libre, el de la foto del tipo que le había dado la copa al equipo que más la buscaba.

Por ello, cuando al fin bajamos a la calle para buscar la fuente pública y fundirnos en abrazos, sudor y cánticos, nos acercamos a un contenedor de basura donde Sergio tiró un sobre de cromos a medio abrir en el que creímos intuir que, en la primera y única foto visible, había tipo con camiseta roja en cuyo pantalón había serigrafiado, en color dorado, un número seis.