martes, 8 de mayo de 2007

Un estadio, una copa y un equipo fabricados para la victoria


Sucedió una fría noche de julio de 1930. Era una noche fría porque los meses en los que aquí se asienta el sofocante calor del verano, en sudamérica se convierten en un crudo invierno deseoso de cortar las manos en una gélida ráfaga de aire. Uruguay y Argentina saltaron al campo con los dientes apretados y sin mirarse a los ojos. Sin palabras, ya estaba todo dicho.

Aquel partido significaba una revancha y una reivindicación. La revancha era para Argentina, quien se había visto agraviada por el poder uruguayo dos años antes, cuando habían arrojado todas sus gotas de sudor para subir al podio de los perdedores en la final de los juegos olímpicos celebrados en Amsterdam. La reivindicación era para Uruguay, quien seguía apostando a ganador en cada uno de sus duelos contra el resto del mundo.

Uruguay jugaba en casa porque así lo habían querido Jules Rimet y la divina providencia. El público, enfervorizado, abarrotaba cada rincón del estadio Centenario (construído expresamente para el evento) y con el pitido inicial de belga Langenus se olvidaron de un plumazo todos los intentos de boicot que estuvieron a punto de mandar al garete el primer campeonato mundial de selecciones.

Nadie discutía a Uruguay su supremacía a nivel mundial. En sus filas contaba con el capitán Nasazzi, un defensa que sabía conjugar los verbos luchar y jugar a la hora de disputar cada balón; el gran Leandro Andrade, un atleta que respetaba a la perfección las leyes de la armonía cada vez que ejecutaba un regate; Álvaro Gestido, el gigante del medio campo que devoraba cada balón; el zurdo Cea, un virtuoso de la pelota que dibujaba el peligro en cada una de sus aproximaciones; y Héctor Castro, manco de su mano izquierda y apodado el divino por su particular forma de meter cada balón y hacer disfrutar a cada uno de sus seguidores.

Por ello, nadie discutía la supremacía de Uruguay a nivel mundial... salvo Argentina. Por ello, y a pesar del gol del extremo Dorado en los primeros minutos del partidos y cuando más rugían las gradas del Centenario, a Argentina le dio por golpear dos veces en el rostro de su rival y se vistió de ilusión con una remontada que señalaba el camino del vestuario. Por un momento se olvidaron de la noche anterior, cuando una manada de piedras había estallado contra las ventanas de su hotel con la intención de lograr lo obvio; que no pudiesen pegar ojo. Varallo, Stabile y Ferreira, habían respondido a cada uno de los aplausos con lo único que sabían hacer: jugar al fútbol. Por ello, formaban parte de la mejor delantera del mundo.

Pero el segundo tiempo confirmó un desastre que nadie había pronosticado. Uruguay se conjuró para ganar y barrió del campo a una Argentina que con el paso de los años sigue relamiéndose las heridas. Porque el motor del equipo, Luis Monti, estuvo de paso en el encuentro, prestando su nombre y su cartel a la alineación argentina, pero aislándose de la pelota cada vez que el cuero circulaba por el centro del campo.

Porque Argentina respiraba con los goles de Varallo, Stabile y Ferreira, pero latía al ritmo que el enorme corazón de Luis Monti quería disponer. Pero Monti no estaba en el partido ¿Qué le pasaba a Monti? Asustado, agazapado y muerto de miedo ante las amenazas de muerte que había sufrido antes y durante el transcurso del partido, prefirió borrarse del mismo antes que ver como él o alguien de su familia sufría un daño inesperado. Con el transcurso del tiempo, Monti y el mundo supieron que era el mismo Mussolini quien se escondía detrás cada una de las amenazas, ansioso por nacionalizar a aquel fenómeno argentino y hacerle partícipe de una futura e invencible selección italiana.

Uruguay no despreció el caramelo y ante la ausencia del cerebro crecieron las figuras de Andrade y Gestido para zambullir a los argentinos en un baño de fútbol, sed de victoria y orgullo patrio. Minutos después, Varallo sintió crujir su rodilla y Argentina se entregó a una muerte lenta y dura. Cea, Iriarte y Castro certificaron, con tres golazos, el poder irrefutable de Uruguay y concedieron a Nasazzi el honor de ser el primer capitán en levantar la copa de la victoria alada. Un país que se puso en pié, una fiesta de nacional que entrelazó millones de sonrisas y un primer título mundial que colmaba los deseos de cada uno de sus habitantes.

3 comentarios:

Carlos dijo...

Muy buen post! Lo recomendaré en mi próximo artículo!

Joder como escriber macho... Da gusto!

zaragocista dijo...

Muy bueno. Ya había leído la historia, y la verdad se ve como influía todo lo ajeno en aquellos tiempos. Pero no es para llevarse las manos a la cabeza. Que aun hoy, a otro nivel, ocurren cosas de este estilo....


Genial post!!

Saludos.

Javi Saiz dijo...

La historia ya la conocía. Cuatro años mas tarde, en el mundial de 1934 fue muy triste ver como Mussolini les ponía una pistola en la cabeza si no conseguían llevar a Italia al título mundial. Ya se sabe, ganar o morir.

Saludos