martes, 22 de enero de 2008

Las vidrieras de la Iglesia de Saint Francis

El avión “Elizabeth”, perteneciente a las líneas aéreas británicas (British Airways), seguía parado en las heladas pistas del aeropuerto de Munich. Eran casi las tres de la tarde y el mes de febrero dejaba huella sobre el cielo alemán; un frío aterrador asolaba el exterior y dentro del aparato, cuarenta y tres pasajeros esperaban impacientes el despegue, pues tenían prisa por regresar a casa y abrazar de nuevo a los suyos.

Entre las cuarenta y tres personas que ocupaban los asientos del avión, había diecisiete jugadores de la plantilla del Manchester United, en aquel entonces el mejor equipo de Inglaterra y, con el permiso del Real Madrid, uno de los mejores equipos del planeta. Su entrenador, Matt Busby, les contemplaba complacientemente mientras se enorgullecía de sí mismo por haber sido capaz de reunir a semejante grupo de futbolistas que aunaban juventud, calidad y profesionalidad en grandes cantidades.

En las sonrisas de los asistentes se adivinaba la satisfacción por haber alcanzado, por segundo año consecutivo, las semifinales de la Copa de Europa. El año anterior habían rozado un sueño del que solamente el Real Madrid había sido capaz de hacerles despertar. La premisa para esta nueva edición estaba clara: derrotar al Real Madrid y coronarse como mejor equipo de Europa.

Pero el camino estaba siendo difícil de cubrir y en las piernas de los jugadores quedaron marcadas las muescas del duro partido en la tarde anterior. Eliminar al Estrella Roja de Belgrado les había costado, parafraseando a su admirado Winston Churchill, un verdadero reguero de sangre, sudor y lágrimas. El objetivo estaba cumplido y esperarían al sorteo para conocer a su rival en un nuevo duelo en las semifinales del torneo, si el que caía en suerte era de nuevo el Real Madrid, habría que ofrecer a su público un doble esfuerzo para intentar derrotar al equipo que se paseaba por Europa como un César coronado de laureles.

La parada se estaba convirtiendo en eterna. Hacía tiempo que el almuerzo se había evaporado en el estómago de los jugadores y, al paso al que iban, conseguirían aterrizar en Inglaterra más cerca de la hora de dormir que de la hora de tomar la cena. Busby sintió como un chasquido de vacío empezaba a inundar su estómago y sintió una carcajada en la parte de atrás del aparato. Allí, un grupo de jugadores parecía ajeno a las molestias que la tardanza en el despegue les estaba ocasionando y, aunque el aparato ya había intentado despegar durante dos ocasiones anteriormente, no había conseguido alzar sus ruedas del suelo en ninguna de ellas y allí seguían aún, con la paciencia en el límite y la desazón en el pensamiento.

Les habían comunicado que se trataría de una parada corta, prácticamente inapercibida, el avión había salido de Belgrado con una carga de combustible inferior a la requerida y necesitaba hacer una pequeña parada en el aeropuerto de Munich para terminar de llenar el depósito. Pero llevaban allí más de una hora y el aparato no terminaba de surcar el aire y devolverlos a sus hogares. La impaciencia comenzaba a reflejarse en la cara de prácticamente todos los pasajeros, pero también había quien le guiñaba uno ojo a la desdicha y prefería esbozar una sonrisa antes que maldecir el infortunio.

Duncan Edwards bromeaba mientras repartía unos naipes entre sus compañeros de asiento. Colman, Pegg y su inseparable Tommy Taylor, reían las ocurrencias de Duncan y en cada una de sus carcajadas emitían un hilo de admiración hacia el que todos consideraban como el mejor jugador del equipo. Hacía poco que se había incorporado al grupo un muchacho tímido y de fuerte personalidad en el campo al que todos conocían como el pequeño Bobby. Charlton, como era conocido futbolísticamente, el tímido y, a su vez, descarado jugador del equipo esbozaba una sonrisa mientras contemplaba la divertida escena. Él, como todos los componentes de la plantilla, sentía una profunda admiración por Edwards, porque Duncan no sólo era el mejor jugador de la plantilla sino que era el líder sobre el que todos los demás se apoyaban tanto dentro como fuera del terreno de juego.

Sus dos últimos partidos en tierras inglesas habían colocado al Manchester en la cima de algo que estaba empezando a convertirse en leyenda. Le habían endosado siete goles al Bolton y cinco al Arsenal en dos partidos épicos en los que tanto Charlton como Edwards habían visto puerta y habían engrosado sus estadísticas a costa de unos rivales que les veían pasar con la boca abierta mientras no dejaban de admirar un juego tan generoso con el espectáculo. Luego había venido el empate a tres frente al Estrella Roja en Belgrado y la confirmación de que, un año más, tendrían la oportunidad por luchar en serio por conseguir el cetro europeo, algo que pasaba por derrotar al Real Madrid, equipo al que tanto Edwards como Charlton y como el resto del plantel, admiraban tan profundamente que incluso llegaban a temer.

Aunque para Duncan Edwards resultaba difícil reconocer que era capaz de temerle a alguien en un campo de fútbol. En tres años como profesional se había convertido en el jugador más joven en debutar con la camiseta del Manchester United y había seguido compitiendo para igualar el mismo record vistiendo la camiseta de la selección inglesa con diecinueve años recién cumplidos. A pesar de ser un joven de tan solo veintiún años, su carisma y el peso que tenía en el equipo eran los de todo un veterano, Edwards era un medio izquierdo organizador que golpeaba el balón con ambas piernas con la precisión de un misil y cuya presencia ocupaba tanto espacio que llegaba a intimidar a los rivales. Suyos eran los inicios de cada una de las jugadas del equipo y, cuando notaba que una mínima dificultad aparecía a la hora de engrasar una jugada de ataque, no dudaba en acudir a la línea decisiva y desatascar el juego con un disparo certero, un regate solemne o un centro al área letal. Tras cada jugada sentía el aliento de admiración de Old Trafford y la mirada complaciente de su entrenador, pues todos estaban convencidos de que Edwards era el mejor jugador del país.

El aparato volvió a emitir un leve quejido y todos los pasajeros volvieron a tomar posición en sus asientos esperando que esta vez el despegue fuese definitivo. Los motores rugieron y el avión tembló durante unos segundos antes de hacer notar que todo se había puesto en marcha. Duncan miró por la ventanilla y observó grandes montones de nieve apilados en aquel lado de la pista mientras pequeños copos seguían cayendo para seguir añadiendo una capa blanca a un paisaje ensombrecido; debía hacer demasiado frío en el exterior para que el avión no hubiese conseguido alzar el vuelo en ninguna de los dos intentos anteriores.

Pero esta vez parecía ser la definitiva. Edwards se agarró fuerte a los apoyabrazos de su asiento mientras sentía como un fuerte temblor invadía de pánico a los asistentes, por un momento el avión pareció querer despegar pero seguían avanzando por la pista. Por fin, el aparato se elevó unos metros y comenzaron a avanzar de manera forzada, sintieron como el motor emitió un quejido y todos sospecharon que aquel aparato no estaba muy de acuerdo con la maniobra iniciada por el piloto. Durante unos segundos el avión separó sus ruedas de tierra firme, pero inmediatamente después, una extraña fuerza de gravedad lo devolvió a la tierra, pero para entonces ya no existía pista de aterrizaje que consiguiese apaciguar tan severa caída. El avión arrastró la valla que indicaba el límite final del aeropuerto y, tras una brusca maniobra, cambió de rumbo para terminar estrellándose contra uno de los hangares que estaban situados al final de las pistas. Pero en el camino hacía aquella brusca parada, la cola del avión había sufrido un violento golpe contra el suelo provocando que el aparato se partiese en dos por su parte de atrás y varios de los pasajeros saliesen despedidos al exterior sin nada que consiguiese ampararles en su caída.

Las consecuencias se convirtieron en terribles. Inmediatamente, el equipo de salvamento del aeropuerto muniqués acudió a prestar su ayuda y en pocos minutos el caos se hizo dueño de una situación que se había convertido en una pesadilla sin precedentes en la historia del club. Poco tiempo transcurrió hasta que los equipos de rescate certificaron la muerte de siete jugadores del equipo y otros quince pasajeros más entre los que se encontraban periodistas, directivos ingleses y empleados del club.

Bobby Charlton se levantó conmocionado y pestañeó varias veces antes de cerciorarse de que aquello no había sido un mal sueño. La cabeza le daba vueltas y sentía un fuerte zumbido en los oídos que le impedía escuchar todas las voces que se reunían a su alrededor. Un instante después pudo reconocer a su entrenador retorciéndose de dolor en el suelo mientras los restos del aparato se desperdigaban a su alrededor como si se tratase de un amasijo de escombro. Intentó caminar unos metros y comprobó como a una distancia de cincuenta metros, una alborotada manada de personas se apresuraban a dar muestras de apoyo mientras se echaban las manos a la cabeza. Se acercó a prestar ayuda sin prestar atención a los restos de la catástrofe que interferían su camino y, sin conseguir apartar aquel molesto zumbido de sus oídos, se acercó al lugar donde la muchedumbre exclamaba atónita para comprobar como un grito de dolor se escapaba su garganta una vez que reconocía los cadáveres de sus compañeros Byrne, Jones, Colman, Taylor, Whelan, Pegg y Geoff. Unos metros más allá, un grupo de voluntarios aupaban una camilla y, a medida que fueron acercándose a su posición, pudo reconocer el apagado rostro de Duncan Edwards tumbado en aquel lecho de desgracia.

Edwards fue ingresado en el hospital Rechts de Isar de Munich y, aunque en principio nadie apostó una libra por su vida, le demostró al mundo que sus ganas de vivir eran aún mayores que los deseos de victoria que demostraba cada vez que pisaba un terreno de juego. Tras una leve mejoría, los doctores decidieron transpantarle un riñón ante la obviedad que pintaba la situación y que decía que el jugador no sobreviviría muchos días más con un riñón destrozado. La operación se llevó a cabo con éxito y Edwards se olvidó por unas horas de que su cuerpo estaba totalmente destrozado; ni la pierna fracturada, ni las costillas rotas, ni el riñón inactivo le impidieron esbozar una leve sonrisa antes de sentir como su cuerpo temblaba y sus ojos se cerraban para entrar en coma.

Edwards permaneció en coma cuatro días más y despertó durante unos segundos para llamar la atención de Jimmy Murphy, el fiel ayudante de Busby, quien hacía guardia en la habitación de la máxima estrella del equipo al tiempo que rezaba por su alma y derramaba todo el depósito de lágrimas que cabía tras sus ojos. Murphy sintió un leve quejido y se acercó a la cama para comprobar como Edwards intentaba llamar su atención, si aquello era un atisbo de recuperación tenía claro que iba a convertir a aquel muchacho en el auténtico Dios al que adorar durante el resto de su existencia. Se acercó a la cama y sus ojos se llenaron de emoción cuando escuchó como le preguntaba por la hora a la que se disputaría el siguiente encuentro frente a los Wolves pues no tenía intención de perdérselo por nada del mundo.

Edwards había perdido la noción del tiempo y de la realidad de tal manera que se encontraba ignorante ante la realidad y a pesar de que el equipo ya había disputado aquel encuentro ante los Wolves, al que había derrotado por dos a cero con un plantel cargado de juveniles, él había sido incapaz de reconocerse como persona, sino que más bien había despertado con los deseos de jugador de fútbol que le habían acompañado desde niño.

Murphy guardó silencio y esbozó una sonrisa al tiempo que cerraba los ojos y ponía su mano sobre la frente de su pupilo predilecto, desde la primera vez que le había visto jugar en su Dudley natal, sabía que Duncan se convertiría en un jugador de primera fila a nivel mundial. Pocos segundos después sintió como el joven volvia a caer en un profundo sueño y unos minutos más tarde su corazón se apagaba para siempre para terminar por convertir en mito al jugador que lo fue todo sin apenas conseguir jugar nada.

Toda la Inglaterra que había suplicado la salvación de su ídolo terminó llorando su muerte con un llanto amargo y un quejido desgarrador. De aquel Manchester apenas quedó el nombre, un nombre marcado por la desgracia que fue apeado de Europa por el Milan pocas semanas después, un Milan que terminaría perdiendo la final contra el intratable Real Madrid de Alfredo Di Stéfano. Pero todos aquellos resultados no tuvieron importancia en Inglaterra, pues allí aún se lloraba la muerte de los ocho jugadores del mejor equipo que jamás habían tenido ocasión de disfrutar, una muerte marcada por una desgracia y una desgracia que terminó por segar de un golpe los párrafos de una leyenda. Una leyenda que hoy aún sigue viva en las vidrieras de la iglesia de Saint Francis, en la localidad de Dudley, donde la figura de un imponente Duncan Edwards quedó dibujada para siempre haciéndole saber a todo el país que una vez existió un jugador más grande que el propio juego.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Entro muchas veces y te comento pocas, pero hoy no me lo podía saltar. Te felicito porque has escrito un post precioso y en el cual me he emocionado. Felicidades!

Saludos

Anónimo dijo...

Que gustazo Pablo, que gustazo!

Javi Saiz dijo...

Que dura esta historia. Eran otros tiempos, había menos seguridad y ocurrían muchos más accidentes, pero era impensable, fue trágico, más aun la historia personal de Duncan Edwards.

saludos crack

zaragocista dijo...

Trágico post este Pablo. Pero tú lo haces bello. Increíble la historia, y también como la cuentas. Felicidades.

piterino dijo...

Me uno a las felicitaciones, la historia en sí es tremenda pero relatada por ti no hay palabras ...
Este blog vale mucho, un pecado que sea gratis ...

Manolete dijo...

Tragica historia..
pero aun asi te felicito por ese gran post, tu narración fue muy buena, no pude desviar mi atencion del post hasta que termine de leerlo.

saludos!

Pablo Malagón dijo...

@ silvi

Agradezco mucho saber que me lees asiduamente y mucho más agradezco tus comentarios. Me alegro que te haya gustado la historia.

@ sergio cortina

El gusto es mío al conocer el interés que despiertan mis post en vosotros.

@ javi

Era factible y a la vez impensable, tal y como has dicho. Un grupo de jóvenes ídolos de Inglaterra. Murió un gran equipo y nacio un mito inolvidable.

@ zaragocista

Es la demostración de que en el fútbol, hasta lo trágico puede ser bello.

@ piterino

Me ruboriza tu halago. Si hay un blog con una calidad superior al resto ese es el tuyo, maestro. Muchas gracias.

@ jaime

Me satisface plenamente que te haya enganchado la historia hasta el final. Muchas gracias.

Juanjo dijo...

Triste. Se te encoje el corazón con historias como éstas. Esperemos que no tengamos que lamentar muchas más veces,ni con deportistas ni con nadie.

Un abrazo

JUANPA dijo...

HOLA!!!!!!!! ESTA HISTORIA ES IMPRESIONANTE. HAS HECHO BIEN EN RECORDARLA Y POR CIERTO, MUY BIEN NARRADA.

UN FUERTE ABRAZO!!!!!!!

Pollo dijo...

Muy buena la historia, excelente el blog, dénse una vuelta por el blog carbonero que reabrió sus puertas.

Saludos, Fernando.

Stubbins dijo...

Tremenda redacción Pablo.

El destino truncó a un equipo que pudo haber marcado un hito en la historia universal del futbol.