viernes, 18 de febrero de 2022

Balones de oro: Franz Beckenbauer

La historia de los grandes hombres se cuenta por hazañas y se vive por imágenes. Las palabras, mudas ante la majestuosidad, sólo se transforman en una sonora sorpresa cuando aparece el icono y la memoria retrocede en el tiempo, porque el retrato de un hombre, cuanto más se parezca al de un héroe, más tiende a la veneración.

Ver aparecer en el campo a Franz Beckenbauer con un brazo maniatado y un hombro destrozado fue como ver aparecer a Ulises buscando Ítaca en un mar plagado de sirenas. A veces, las derrotas enseñan más que las victorias y aquella prórroga subtitulada como el partido del siglo dejó la impronta salvaje de un tipo que no sabía salir a perder. Porque Franz Beckenbauer, el hijo del cartero de la barriada humilde de Munich, no era sólo un futbolista, era un pilar sobre el que fundamentar un proyecto, un líder al que seguir en silencio y una luz que alumbraba el camino de un equipo, un país y un planeta impresionado por tanta magnificencia.

Beckenbauer, como todos los hijos de la postguerra, no tuvo una infancia fácil. Alemania había sido derrotada en lo bélico y asolada en lo social por lo que sus ciudadanos se vieron obligados al borrón, la cuenta nueva y el esfuerzo extra. Todo costaba más porque todo venía de cero y, como tal, los que estaban obligados a destacar debían ser sumamente buenos porque la nación no estaba dispuesta a esperar a nadie. Aquel niño supo que quería ser futbolista cuando escuchó por la radio el partido final entre Alemania y Hungría en 1954. El día en el que Berna presenció un milagro, Alemania supo que se iba a levantar a base de empeño. Con diecinueve años, Beckenbauer ya era el líder fáctico de un equipo que militaba en segunda división y, como capitán de nave, condujo a su grupo al ascenso a la recién creada Bundesliga. Aquel equipo se llamaba Bayern de Munich y, hasta entonces, había sido entre poco y nada en el panorama futbolístico alemán.

En aquel futbolista se veía la esencia de un niño criado en la calle y curtido en los campos de tierra del barrio de Giesing. Allí, mientras pateaba una pelota, había aprendido a venerar al 1860, el equipo grande de la ciudad y en el que soñaba jugar mientras conducía la bola en un terreno escarpado. Tras el ascenso, llegaron los primeros títulos y aquel doblete del sesenta y nueve que puso voz a un equipo imparable y que, poco a poco, iba poniendo el fútbol alemán en otra dimensión. 

El momento más trascendental de su vida llegó cuando, siendo un jovenzuelo de catorce años, el equipo de su barrio, en el que militaba, el Giesing 1906, se enfrentó al juvenil del Munich 1860. A aquellas alturas, todos los ojeadores de la ciudad habían escuchado hablar del joven Franz y varios emisarios del club más grande de la ciudad habían acudido al barrio para ofrecerle un contrato al chico. Tal fue su dominio del juego que uno de los futbolistas rivales, cansado de ser humillado, quiso detener la exhibición a base de puñetazos. Aquello hirió en lo más profundo el alma de Beckenbauer quien, inmediatamente, decidió que jamás vestiría la camiseta del 1860. Búsquenme otro equipo, les dijo a sus dirigentes, y entonces apareció el Bayern ¿Te quieres venir con nosotros? Por probar no pierdo nada. Lo que encontró allí fue una mina plagada de jóvenes talentos a los que faltaba la visión periférica de Franz Beckenbauer para poner una guinda a un proyecto a largo plazo que se fue materializando como legendario.

La base de aquel equipo copó la selección alemana que, tras los sorprendentes amagos de 1966 y 1970, conquistó Europa en 1972 con un juego brillante, avasallador e imparable. Allí goleaba Müller y asistía Hoeness, pero el verdadero capitán y timonel en el campo era el número cuatro, don Franz Beckenbauer, quien jugaba con la pasión prendida del presente y la rabia colgada del pasado, sin olvidar jamás al suizo Gottfried Dienst quien, en una decisión incomprensible, había otorgado como gol un disparo de Geoffrey Hurst que jamás rebasó la línea de gol en la final del mundial disputada en Inglaterra. Aquella espina clavada le persiguió durante años y, aunque jugaba con el espíritu del niño que golpeaba un balón de trapo junto a su hermano Walter, en realidad era un hombre de acción que anticipaba y dirigía como un verdadero líder.

Si con la selección tuvo que tumbar a varias naciones, en el campeonato doméstico no encontró mayor rival que el magnífico Borussia Moenchengladbach de Hennes Weisweiler. Aquel equipo aglutinó tanto talento que disputó, y ganó, al Bayern, cinco Bundesligas durante la dorada década de los setenta. Allí jugaban Netzer, Bonhoff, Stielike, Heynckes, Wimmer, Vogts o Simonsen, muchos de ellos compañeros de Beckenbauer en la solemne selección alemana.

Como futbolista, Beckenbauer era un cerebro privilegiado con un pie de seda. La jugada siempre salía limpia de sus botas y sus cambios de juego eran legendarios. La pelota parecía no moverse en el aire y se depositaba en la bota del compañero como una mariposa. Hipnótico. No en vano, tardaron poco en conocerle como El Kaiser, ya que era él, y sólo él, el auténtico motor de un equipo que no paraba de ganar. Y lo hacía acomodado en la línea defensiva; gracias a él, Alemania cambió el libreto y jugó con tres marcadores individuales para que Beckenbauer, como defensa libre, pudiese actuar como cuarto centrocampista y dirigir el juego a su antojo. De esta manera, tras la brillante actuación en la Eurocopa del setenta y dos, el equipo alemán sólo podía refrendar su dominio en el mundial que se celebraría en su casa en 1974. Lo ganó, claro está, y lo ganó con ese estilo tan alemán que parece no gustar a nadie pero que termina por aplastarlos a todos, incluida a la gran Holanda que, como le había ocurrido a la gran Hungría veinte años antes, se tuvo que conformar con el lindo premio del ganador moral.

Y es que aquella había sido una Alemania cuajada por generación espontánea. Desde el sublime éxito del cincuenta y cuatro, el fútbol alemán tardó más de una década en volverse a hacer notar y, cuando lo hizo, fue a lo grande. El entrenador Zlatko Cajkovski había hecho debutar al joven Beckenbauer con diecinueve años y dos más tarde, con veintiuno, ya era un jugador imparable que sorprendió a todos en el mundial de 1966. Allí, jugando como centrocampista, abusó de todos los rivales hasta llegar a la final y quedarse a las puertas del éxito por una decisión errónea de su entrenador. Aquel día, antes de aquella final, el mítico Helmut Schon, le ordenó marcar al hombre a la estrella inglesa Bobby Charlton. El resultado fue cruel para Alemania ya que Charlton apenas incidió en el juego, pero Alemania perdió el timón del partido por tener a su mejor futbolista pendiente de los movimientos de la figura del equipo rival.

De todo se aprende, claro, y aquella Alemania, de la mano de aquel Bayern, fue creciendo a medida que se fueron incorporando tipos de la talla de Maier, Hoeness o Gerd Müller, el primer alemán capaz de ganar el preciado Balón de Oro. Ellos ya estaban cuando el Bayern conquistó la Recopa del sesenta y siete y le dijo al mundo aquí estamos, hemos llegado para quedarnos. Y estaban cuando Alemania vengó su afrenta ante Inglaterra en 1970 y se plantaron en las semifinales del mundial. Y estaban cuando el Bayern fue quemando etapas y se fue postulando, poco a poco, como un verdadero ogro a batir en la Copa de Europa.

Tenía que llegar su momento y llegó en 1974 cuando derrotaron en la final al Atlético de Madrid de la manera más cruel. Tras los madrileños, cayeron ante el rodillo alemán los ingleses del Leeds United y los franceses del Saint Etienne. Todos dieron la cara, pero ninguno fue capaz de ganarle la final a un equipo que, a aquellas alturas, ya era el indiscutible rey del continente. Y para entonces, Franz Beckenbauer ya era una auténtica celebridad, el jugador que todos querían ser, el tipo que, empezando desde lo más bajo, había llegado a reinar en el mundo con una autoridad tal que todos parecían postrarse a sus pies.

Y es que su juego era tan elegante que producía hipnosis; imposible apartar la mirada de él. Aunque, tras su decisión de retrasar la posición en el campo, también fueron muchos los que afearon el hecho y le acusaron de haber buscado la comodidad por encima de la efectividad. Porque el primer Beckenbauer, el que no era defensa libre, fue, posiblemente, el mejor mediocampista de la historia del fútbol. Porque lo tenía todo; presencia, visión, pase, acompañamiento y gol. Un verdadero box to box que deslumbraba a propios y a extraños. Un tipo indestructible que utilizaba la fuerza para imponerse y la calidad para sobreponerse. Quien se lo iba a decir a su padre quien, tras sus primeros partidos como infantil, le apodaba "cigarrillo" al verle tan flacucho, débil e inestable.

Pero todo se logra con trabajo. Con catorce años ya era el mejor juvenil de Alemania y con treinta y dos decidió decir adiós al Bayern y a la selección alemana después de haber jugado setecientos partidos y haber anotado un centenar de goles, para probar la aventura americana y cumplir el sueño de jugar junto a Pelé en el Cosmos de Nueva York. Allí marchó acompañado de su mujer dispuesto a convertirse en un hombre, porque durante años había jugado como un señor mayor pero no dejaba de ser un niño lisonjeado en cada rincón de su país. En Estados Unidos, no sólo encontraría anonimato sino que tendría que buscarse la vida por sí mismo. Y allí, como le había ocurrido en su infancia, había una mujer a su lado.

Heidi fue su sostén en los momentos difíciles, igual que Antonia, su madre, había sido su maestra de vida. Cada mañana le enseñaba el campo de fútbol que había en la puerta de su casa y le conminaba a trabajar y trabajar si algún día quería ser el dueño de sus propios sueños. Debió acordarse de ella cuando, en 1972, la revista France Football le otorgó su primer Balón de Oro. De cara al mundo, ya era reconocido como el mejor jugador del mundo, de cara a sí mismo, necesitaba seguir engordando su ego pues no había victoria que le terminase de reconfortar. De esta manera, el niño tímido de Giesing se convirtió en un líder de personalidad arrolladora, lideró al mejor Bayern Munich de la historia y arrasó Europa como si un conquistador se tratase.

Su origen humilde y su infancia como interno en un colegio jesuíta le ayudaron a forjar una personalidad muy marcada, las derrotas, además, como aquella final del sesenta y seis en Londres, le cincelaron como un ganador y, dadas sus condiciones, pronto supo que el juego de sus equipos habría de pasar por su compás. Así, no sólo se convirtió en el mejor compañero de todos sino que se convirtió, de paso, en el jugador favorito de todos los alemanes, una verdadera celebridad que traspasó fronteras y que, incluso, cuando se atrevió a grabar una canción, fue número uno en Alemania por encima de los Beatles.

Pero él era tímido y trataba de huir de esa versión díscola. Afianzado como defensa líbero, fue el patrón de un país que resucitó de entre los muertos para convertirse en potencia mundial. El fútbol y la política, esta vez, de la mano, hacia un lugar que hacía no mucho tiempo ni siquiera habían soñado. Porque nadie esperaba que aquel niño flaco que jugaba de mediocampista izquierdo y que en 1965 había ascendido al Bayern en la Bundesliga se iba a convertir, con el tiempo, en el mejor defensa de la historia del fútbol y en el más grande futbolista alemán de todos los tiempos. Un jugador con un dominio de la escena incomparable y un golpeo con el empeine completamente admirable. El tipo sin el que el Bayern no hubiese conseguido despegar, sin que Alemania no hubiese conseguido dominar y que, durante una década en la que el fútbol viró hacia el físico, le discutió la soberanía al gran Johan Cruyff.

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